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TRÍPTICO DE VENEZUELA

I. La Patria y sus equívocos:

El concepto de patria –literalmente, la tierra de los padres– remite al pasado, a la memoria, a la muerte. Hay culturas que se fosilizan con su pasado, quedando presas de sus propias obsesiones; y hay culturas que reconocen en el pasado unos signos que les permiten saltar al futuro. La memoria debería ser un artilugio transitivo y no la morada inamovible de los próceres. Uslar Pietri recordaba que la emancipación venezolana había sido un descentramiento histórico, capaz de devorar vidas, geografías y sistemas. La independencia se obtiene a cambio de muertes masivas, ruina económica y nueva repartición del poder. Defender el derecho de comerciar libremente –lo que ha podido ser el empeño de las viejas clases principales– desemboca en un costo social altísimo, en guerrillas y revueltas que cubren casi un siglo y en generalotes sin oficio que se reparten tierras mientras afinan sus navajas unos contra otros.

Una cultura que aún se aferra al ideario de Bolívar, que hace del mausoleo el sitio de todas las celebraciones cívicas, que desenvaina espadas y aspira a guerras asimétricas, vive en la muerte. Su gesto es el de reverenciar el pasado como todo y único principio de vida, sus maneras son las del oficiante que se sumerge en rezos y plegarias. La consecuencia natural de esta visión es vivir en una sociedad mortuoria, que sólo existe para venerar a sus muertos y que busca los enemigos necesarios a los cuales culpar de esa pérdida. El sentimiento que mezcla rabia con luto y llanto es, más bien, un resentimiento. Como todo pasado fue mejor, a lo único que se aspira es a restablecer ese pasado. El presente es un eterno deudor y el futuro una dimensión inaccesible. Como propósito de vida, o como proclama colectiva, se resucitan formas del pasado, voluntariamente anacrónicas. Así, un socialismo del siglo XXI equivale a la recuperación de una arcadia que sólo existe en las mentes febriles de los venerantes.

Una cultura presa en su pasado es obviamente incapaz de imaginar las formas del futuro. Nuestros historiadores de ayer y hoy han señalado que el excesivo culto a los próceres –en el origen de nuestra vocación republicana– es un principio inmovilizador. ¿Las nuestras son formas sedentarias, conservadoras, herederas de las viejas prácticas agrícolas? Esto quizás explicaría el rechazo inconsciente, profundo, al desideratum petrolero, que sólo ha traído movilidad, nomadismo, alteraciones geográficas. Un siglo de economía petrolera no ha bastado para la creación de un imaginario petrolero, y nuestros artistas y escritores –en vez de crear sagas novelescas semejantes a las del café en Colombia o a las del cobre en Chile–siguen viendo en el petróleo un signo de condena, una fatalidad del destino.

Habría que dejar a los próceres tranquilos en su sepulcro para imaginar alguna forma de futuro. Las circunstancias del pasado son las circunstancias del pasado y de ellas sólo podemos retener algunas pistas, acaso los signos inalterables de un gentilicio: el humor, por ejemplo, que tan vivo está en nuestra habla cotidiana; la disposición al juego, con el que hemos infestado el castellano de estas tierras; una vida concebida con elementales formas materiales, como nos lo muestra nuestros cantos populares. Lo demás debe ser imaginación, capacidad comprensiva, talento y quizás verdaderas vocaciones públicas, como las que tuvieron los prohombres que hicieron posible el renacimiento de la vida democrática después del ocaso gomecista.

El reto no es sucumbir ante la historia, reverenciarla como un fósil que también nos fosiliza, sino vivirla o hacerla en función de los retos del presente. De la Emancipación rescatemos tan sólo la energía humana que la hizo posible para encarar problemas colosales como la pobreza, la salud o la delincuencia que acosa a nuestros pobladores de hoy. La vieja dicotomía Estado rico y sociedad pobre sigue más viva que nunca porque el Estado sigue reservándose los medios de producción mientras obstaculiza con infinitas regulaciones la iniciativa empresarial o ciudadana.

Bajar tranquilo al sepulcro –como lo quiso Bolívar en Santa Marta– debería significar hoy bajar a la más cruda realidad, llenarnos nuestras mangas de barro, suspender la retórica y enfrentar los hechos, asumir en su justa proporción el reto enorme que significa reconvertir a la sociedad venezolana en una sociedad creadora, productiva, dueña de sus medios y de su tiempo. El futuro no está en nuestros muertos, que bien enterrados están, sino en los hijos de una patria que nadie reconoce.

II. Para una lectura de los límites:

De la derrota también se aprende –he allí una conseja clave de la psicoterapia moderna. En la derrota, en la pérdida, en el dolor, en el luto, crecemos como individuos, maduramos, nos volvemos otro. La adolescente que pierde una relación se vuelve mujer, el hijo que pierde al padre hereda unas intangibles lecciones de vida, la nación que pierde una guerra sucumbe a un peregrinaje que remueve todas las conciencias. Se diría –como bien nos lo demuestra el teatro clásico griego– que la tragedia es afín al crecimiento humano. La cultura inglesa descubre con Shakeaspeare que los reyes pueden estar locos y que, en consecuencia, todo poder tiene sus límites –límites que la sociedad traza en una especie de intangible sabiduría de supervivencia.

Hace tiempo que en Venezuela perdimos la noción de los límites. De hecho, en nuestro diccionario particular de creencias y hábitos, la palabra límite se ha quedado sin referentes. Ya todo, absolutamente todo, puede ocurrir sin que el asombro nos nuble la mente. Matanzas, desplantes, discursos incendiarios, asesinatos, insultos variopintos, condenas, arrebatos, víctimas inocentes, mortalidad infantil. El anuncio de cada día supera al del día anterior y la barra de expectación la vamos rodando hacia el abismo. Nada ya nos inmuta: si hoy son mineros asesinados por las fuerzas armadas o crisis diplomáticas con todos los países latinoamericanos, mañana podrán ser declaraciones de guerra o insultos a la reina Isabel II de Inglaterra. Ya nada nos podría asombrar porque el asombro es también una categoría abolida.

¿Cómo saber si el rey está loco, si anda de su cuenta, si sus actos contaminan a toda la especie nacional, si sus maneras nos representan? La locura se pasea desnuda por las altas esferas del poder y una extraña zanja se ensancha frente a la ribera de la cotidianidad y de nuestros muy mundanos e intrascendentes actos. Pero la indagación por la insania hay que orientarla más hacia la sociedad misma, hacia la pregunta en torno al estado moral, ético e incluso psíquico de nuestros ciudadanos. ¿Estas maneras explosivas y grandilocuentes emulan, por ejemplo, las que podría tener una sociedad de buhoneros? Si es así, entonces no hay disparidad alguna: estamos bien representados. Si el estadio social es el de la inconsciencia pública, el del asalto al erario estatal, el de los intereses individuales desatados, el de la inmoralidad al descampado, merecemos entonces lo que tenemos: desparpajo, desconcierto, ruina.

La pregunta clave de estos tiempos tendría que girar en torno a las reservas morales de la sociedad venezolana. Lo que a su vez nos lleva a buscar en las condicionantes históricas o en las especificidades culturales los posibles signos de supervivencia. ¿Puede pensarse en reservas morales cuando el grueso de nuestra sociedad se desvive por el alimento diario? No es precisamente ése el pasto que la democracia necesita para subsistir y crecer. El hambre es mala consejera política y sólo le produce monstruos a la razón. El salto que esperamos es un salto cualitativo enorme, pues se trata de reconocer los males estructurales que condicionan nuestras vidas más allá de la carencias materiales que nos agobian. Un laberinto de codos ciegos pudiera simular el territorio por el que nos movemos.

La literatura folklórica que se asoma en nuestras canciones y géneros musicales –esbozando quizás un estadio de vida pre-petrolero– nos habla de una cosmovisión austera, elemental, capaz de elaborar mucho a partir de poco. En ese imaginario crece como símbolo la silueta de un araguaney: florecer en medio del desierto. Quién sabe si esa estampa sucumbe bajo el manto petrolero, que trae opulencia, consumo y desmesura. Vivimos hoy en el paroxismo petrolero, convertido en ejercicio manirroto, grandilocuencia vacua y gestos de nuevo rico. Nos paseamos de cumbre en cumbre con las alforjas llenas pero sin el más mínimo sentido de civilidad y convivencia.

Mundo extraño el que nos ha tocado, pues definir unas formas en medio del desconcierto de las naciones no es tampoco tarea fácil. Nosotros formamos parte de ese desconcierto y añadimos gustosos leña al fuego cada día. Reconocer las formas culturales de un pasado no muy remoto, apostar a las claves vitales que a lo largo de los años nos han permitido sobrevivir más allá de dictaduras, malos gobiernos o desmanes políticos, se me antoja como el más importante designio público de los días que corren. Una conciencia de los límites –de lo que somos y no somos capaces de hacer– definirá nuestro destino común en los tiempos venideros.

III. El país vertical

Ciertos gestos de nuestra vida cotidiana –las decepciones, la maneras de enfrentar los problemas, el ademán que esquiva el dolor– nos pueden llevar a pensar que no hay honduras en nuestra cultura sino arrebato superficial. Los jóvenes son maestros para desentenderse de lo que los puede problematizar y para los mayores todo está siempre bien. Vivimos en una horizontalidad sensorial que nunca toca fondo porque rehuimos siempre de la experiencia trágica. Las culturas se han forjado a fuerza de dolores colectivos pero los nuestros, si acaso los ubicamos en tiempos de Independencia, han quedado bien ocultos en nuestro inconsciente colectivo. Todo lo que sea doloroso se esconde en lo más hondo y no forma parte de los enseres que mostramos en la casa. El cheverismo –una palabra que le escuché alguna vez al profesor y ensayista Rafael López Pedraza– domina nuestra escena psíquica.

Frente a lo que hoy se debate en la escena nacional –la viabilidad o no del país, la superación de nuestras trabas crónicas, el pase ansiado a una modernidad que nos ubique en otro tiempo–, cabe preguntarse si los ánimos individuales están en sintonía. El país, para muchos, se vive como una instancia trágica, y, como tal, nada mejor que ocultarlo. Vivir sin país es la mejor opción que muchos se dan para esconder lo que nos puede lacerar. Obviemos la miseria, el crimen, la irresponsabilidad, el desgobierno; obviemos finalmente todo sentido de lo colectivo y encerrémonos en casa –he allí la conseja que muchos, consciente o inconscientemente, siguen. El país es el dolor, qué duda cabe, pero esa enfermedad no es de sus habitantes sino siempre de otros. Cerremos la puerta y que en la calle el país se deshaga, se desangre, pues nada de ello me incumbe, pues nada de ello me tocará jamás.

Se diría que el tema de la participación –uno de los esenciales valores democráticos modernos– está en la picota. El concepto de Nación –de circunstancia colectiva compartida– se deshace y la exclusión tiene muchos signos: está, por supuesto, en los desheredados de siempre, pero también está en los que se autoexcluyen, en los que han dejado de creer en el hecho colectivo y sólo cuidan sus intereses particulares. Basta correr la cortina –se dirán muchos de ellos– para borrar lo que no queremos ver: no sólo la marea de hogares humildes que se trepan por los cerros sino nuestra propia incapacidad –¿nuestra miseria cotidiana?– para propiciar una relación de otro orden con el país que nos contiene.

El país es la tragedia y he allí lo que no queremos ver. Como el dolor nos irrita y nunca sabemos administrarlo, preferimos abandonar la barcaza y dejársela a otros: al vacío, a la barbarie o a la inconsciencia. El país que llevamos dentro, y cuya suma construimos entre todos, es el que hay que rehacer, con todo y la carga de dolor que ello nos signifique. En sus ruinas están las ruinas de todos, en su desvarío se encubre los desvaríos de todos: Jorge Luis Borges recordaba que cuando alguien asesinaba, todos empuñábamos la pistola.

Un país no se construye con gestos horizontales, que reproducen los mismos hábitos hasta el hartazgo. Un país se construye en sentido vertical, desde la superficie hasta las honduras, desde los gestos presentes hasta las profundidades raigales. Así como el individuo debe tocar fondo para remover su conciencia, asimismo la cosa pública debe exigir la participación de todas las voluntades que conviven sobre un mismo suelo. Quizás ésta sea la omisión mayor de las últimas décadas: haber concebido el país como un despojo, como un vertedero de sobras que la élite de turno deja a los demás mientras se encarga de llenar las alforjas de los suyos.

El desafío es de fondo y no se resume, por supuesto, ni a coyunturas electorales ni a las visiones políticas contrapropuestas. Se trata de ver lo que nos paraliza, se trata de subrayar los prejuicios que nos ahogan, se trata de advertir lo que nos condena al ostracismo o al fracaso creyendo que vamos por buen rumbo. Un país aletargado, preso en sus ilusiones de país rico, que vive al día y menosprecia las continuidades, con un tufillo de pre-modernidad que no lo abandona, incapaz de generar servidores públicos confiables. Un país a la deriva, a contracorriente, con ciudadanos que permiten el enajenamiento del Estado porque, al fin y al cabo, los factores de poder nunca se han traducido en servicio público real.

Un país vertical remite a las densidades, al pensamiento, a la comprensión, al exorcismo de nociones que creemos sanas mientras nos entierran. Un país vertical es el que está en las antípodas del gesto cotidiano e intrascendente con el que creemos interactuar con la realidad. Un país vertical es el que puede sobrevenir cuando la superficialidad, la carencia de propósitos o la falta de compromiso no sea la única manera de relacionarnos con el mundo.