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Soldados

I

Las casas flamean porque partiremos
para no volver jamás

(Guillaume Apollinaire)

Se asoman cada noche
uniformados de musgo
desde la tierra parturienta
Miran las luces del muelle
y todavía sueñan
con regresar algún día
Oler de nuevo el barrio
y correr hacia la puerta
de la casa más triste
y entrar como entran
los rayos del sol
por la ventana
en la que ya nadie
se detiene a mirar
donde ya nadie
espera la alegría

II

Se está como
en otoño
las hojas
en los árboles

(Giusseppe Ungaretti)

Yo los saludo
soldados que salen
marchando de mí mismo
entre temblores de frío y de resaca
Hojas perennes en la rama
Florcitas de ceibo incendiadas con la tarde

VI

Cuando cayó el soldado Vojkovic
dejó de vivir el papá de Vojkovic
y la mamá de Vojkovic y la hermana
También la novia que tejía
y destejía desolaciones de lana
y los hijos que nunca
llegaron a tener
Los tíos los abuelos los primos
los primos segundos
y el cuñado y los sobrinos
a los que Vojkovic regalaba chocolates
y algunos vecinos y unos pocos
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia

Cuando cayó el soldado Vojkovic
cayeron todas las hojas de la cuadra
todos los gorriones todas las persianas

XIII

Maol-Mhin

Era terriblemente bello
mirar en pleno bombardeo
la suavidad con que caían
los copos de la nieve

XX

Última carta

Sobre la plancheta de reglaje
del mortero escribe
“Aquí no hay álamos”

Ha visto a la muerte
comiéndole el brazo
al soldado Santos
Ha visto la cara desnuda
de aquel que fue Juárez
alguna vez
y ahora escribe
“querido Pablo”

Su garganta exhala
fantasmas de niebla
alaridos de la vela
que lo alumbra
(ángel de cera
ala tuerta que crece
que pinta sombras
en la piedra)

y el soldado Raninqueo
escribe
inocencias de otros fuegos
ternuras ya perdidas
habla de tía-abuela
de una cajita de música
“no entregar Carhué al huinca”
escribe

Afuera el vivac es una toldería arrasada

XXI

Inés French

¿Le hubiese temblado la tiza
a la maestra pionera en
dibujar vocales para los
indiecitos del sur? si viviera
digo ¿le hubiese temblado la tiza
para escribir paz peace love amor?
Menos mal que ya no está pensó
el soldado de uniforme mugriento
Ochentipico tenía cuando nos dejó
¿Qué palabras hubiese escrito
ahora que los indios caemos
pronunciando esas vocales?
¿Le hubiese temblado la tiza a mi
abuela inglesa? si viviera
digo ¿le hubiese temblado la tiza
hoy que la noche parece
un pizarrón borroneado? pensó
el soldado de uniforme mugriento

XXIII

Tregua

Arrodillado como si rezara
tiraba hacia la noche
No pude saber si era enemigo
Creo que él tampoco cuando me vio
arrastrándome como una culebra
Ambos omitimos pronunciar
una palabra que aclare la cosa

(No siempre hablando se entiende la gente)

XXVII

En el bolsillo de la chaquetilla

Un niño cara redonda y sonriendo
Cuerpo de palotes un poco
pintarrajeado de verde pies marrones
sosteniendo en su mano una bandera
Y atrás el sol y alguna que otra
nube en el cielo redundantemente celeste
Un “¡biba la patria!”
escrito en un trazo inquebrantable
Luego seguía una inscripción
adosada por el soldado:
“La infancia con un crayón
es más poderosa que un batallón”

XXXII

No sé por qué diablos
estoy escribiendo
con esta sangre tan ajena
y tan estrepitosamente mía

XLII

Después del horror

Lo hemos aprendido
Nosotros los sobremurientes
sabemos muy bien que tras el silencio
viene otro silencio atronador
Siempre será así

XLIV

Himno en la escuela

¿Acaso oímos el llanto sagrado
el sangrado grito de rotas cabezas?
¿O coronados de gloria vivimos
mientras flotan al viento
jirones de pueblo perdido salud?
¿Están resecos los laureles
escarapelas grises que caen
desde las sienes?
¿Y escucharán ellos allá lejos
esta tarde el estribillo
ahora que mi hijo está vestido
de granaderito
ahora que canta la inocencia
ahora que la bandera
se mancha de crepúsculo?

XLVIII

En el fondo de casa

Analía come una mandarina al sol
Victoria peina a sus muñecas
Valentín rompe las plantas con la pelota
Y allá abajo a la sombra del tilo
en un camino casi invisible
un puñado de hormigas
desarma una cigarra
Le sacan las alas

dos pequeños arcos iris dos velas
tornasoladas van separándose
del abdomen verde que también
se escapa de sus propias patas
mientras la cabeza de ojos negrísimos
mira cómo lo destrozado
de alguna manera sigue caminando

¿Y quién cantará ahora por
nosotros en febrero?
Valentín sigue rompiendo las plantas
y grita “gol”
Victoria ha dejado una
de sus muñecas en el piso
Analía tiene en su mano
unas semillas dulcemente agrias
entre las cáscaras de la tarde

 

 

La permanencia paradójica o La poesía como trinchera del ser
Lectura (a la sombra de Wittgenstein) de un poemario de guerra (Soldados, de Gustavo Caso Rosendi) [1]
Daniel Mesa Gancedo (Universidad de Zaragoza)

1.

Este es el canto denodado de un superviviente –que prefiere llamarse sobremuriente– de una guerra de humo, en 1982.

Dijeron que era una sociedad enferma: había que extirpar el tumor, por doloroso que fuera. La operación iba torciéndose, de tanto cortar por lo sano, de tanto tejido muerto que veían. Los espectadores de fuera no podían evitar el gesto de repugnancia; desde dentro, el dolor ya era mucho… De repente, vieron una célula externa, navegando en el humor acuoso, y dijeron “también es nuestra y no está enferma: está invadida. Recuperémosla”. Había que expulsar al invasor, pero los remedios no fueron efectivos. Llegaron los gurkas, una palabra extraña, que daba miedo, pues parecía la máxima expresión del peligro amarillo, la quintaesencia de la crueldad, algo inhumano o sobrehumano, bestial en todo caso, que no hablaba un idioma comprensible, que quizás –en realidad– no hablaba, el monstruo sacado del letargo que dormía en otro laboratorio colonial.

Pero estos soldados venían de otro horror. Irónico y triste, el poema lo dice: ese terror originario no tenía nombre o era el de un objeto: la picana, tan útil en la formación de la patria ganadera, que ahora quería recuperar su integridad frente al poder neocolonial y las alimañas nepalíes. De cierto, el gurka es lo más siniestro: no existe, quien lo vio no pudo contarlo. Pero el gurka, por eso mismo, es también una metáfora y por eso el poema que se les dedica puede ser la cifra de la guerra. La pregunta retórica final (“¿Quién le tenía que tener / miedo a quién?”) carece de sentido: el gurka no sabía de picanas, no sabía nada de nada, sólo cortar cuellos (ni siquiera “sueños”, como asonantemente se dice). El horror es opaco y, desde luego, intransitivo. ¿Qué le iba a asustar al monstruo la existencia de otros monstruos en quien no podía reconocer identidad? El miedo sólo lo tenían los soldados: al gurka y a la picana. La picana o el gurka: tal era su dilema.

2.

Una evocación colectiva, o mejor, dos, ocupan la portada del libro que será: “soldados” (en el título) y “amigos” (en la múltiple dedicatoria). Tal vez, esencialmente, sean los mismos. En el planteamiento inicial, discursivo, acaso no lo sean, porque un polisémico “quedar” complica el brindis: “Por los que quedaron y por los que quedamos”. En pasado, en tercera persona, los que quedaron son los muertos; en presente y en primera los que quedamos somos los vivos, los que luego –en el discurso– serán “sobremurientes”. Virtualmente, entonces, el libro se dedica a todos, los vivos y los muertos. Pero, a lo peor, previsible, indeseablemente, “los que quedamos” está también en el pasado, y, así, no hay forma de salir del mismo espacio infernal. Quedar es un estado intermedio entre la vida y la muerte, un estado paradójico, ni en la vida ni en la muerte (casi al final, en un poema que miniaturiza el libro, Soldaditos, la voz concluye su ubi sunt: “¿Y a dónde en qué lugar / hemos quedado nosotros?”).

Pero hay más cosas en esa primera página: nombres propios. El libro, entre otras cosas, va a ser la nómina de soldados conocidos. El primero, el autor, que bajo el título rotundo inscribe su nombre civil, se nombra otra vez entero, quizá para, una vez liberado de las armas, alistarse en las letras. Hay otros tres nombres: “Para Analía, Victoria y Valentín”. Ellos son los primeros dedicatarios del libro que vendrá: “Victoria y Valentín”, of all names, habrán de recibir este libro de guerra. “Analía” también, tan argentino, cierra la primera nómina, la de los dioses familiares, porque, aunque el nombre del autor no será repetido, los otros tres nombres sí volverán a aparecer, en uno de los poemas mejores del libro (En el fondo de casa), y sabremos que son niños, probablemente hijos del nombre que no será repetido: quizá su mejor obra, cumplida por haber quedado, a pesar de haber quedado.

Pero también, en el brindis, inicial, había otra mayúscula: “Por la Memoria”, otro nombre propio, Mnemosyne infaltable a la que cabría poner una nota de más de seiscientas páginas, las del último libro de Ricoeur, que habla, un poco como estos Soldados, de la memoria, de la historia y del olvido.

3.

Y el libro se construye como un viaje de ida y vuelta: como las casas de Apollinaire, estos soldados comienzan iluminados por el fuego, ridículos ratones musgosos [1: “Se asoman cada noche”] paridos por la tierra, que miran luces en el confín al que llegaron y desde donde podría partir el barco que los llevara a casa: cincuenta y tres poemas más tarde estarán allí, sin saber cómo o por qué volvieron.

4.

Un poeta italiano, Ungaretti, escribió en francés una imagen de la precariedad: “nous sommes tels qu’en automne sur l’arbre la feuille”. La puso bajo el título Militaires y la incluyó en 1919 en el volumen Dernier Jours – La Guerre. El segundo poema del libro [2: “Yo los saludo”] atrapa la imagen, identifica a aquellos militares con estos soldados, y subraya ya su tradición: la poesía de guerra, pero no de una guerra alegórica, sino de la guerra vivida, como la vivieron los poetas franceses e italianos (y también austriacos, por ejemplo), que debieron transformar su palabra para decirla. La imagen es infielmente traducida en este epígrafe: impersonaliza, pluraliza, circunstancia la esencia (y enmascara un alejandrino): “Se está como / en otoño / las hojas / en los árboles”. Pero lo que interesa en este poema es el desfile de “yoes” que salen del yo. Es, realmente, éste el poema inaugural: dramatis personae se presentan; el escenario, el verdadero lugar de las apariciones es el yo con resaca, helado, rama viva en la que los fantasmas penden perennemente: Oh, when the dead go marching out…

5.

El libro va a escribirse en un doble registro: el de la pura referencialidad y el de la ecuación metafórica. Ya los soldados acaban de ser “hojas”, “florcitas de ceibo”. Reiteradamente la trinchera se equiparará a la tumba (y ambas, a veces, al “hogar”), recuperando la dialéctica del quedar. Prepararse para los ataques es construir un refugio, y, entonces, la acción bélica, pasada por el filtro de la metáfora, se invierte. Verdaderamente, la poesía va a ser aquí la trinchera del ser, el único lugar donde el sujeto bélico puede salvarse. Hay momentos hermosos [Momento], joyceanos, claro, más que goethianos, paronomasias que pudo firmar el Infante Cabrera: entre “batallas” perdidas y “botellas” ganadas suena Let it be: battles – bottles – Beatles. (Un poco más adelante, el soldado es dado tirado al sol; el destino, la mano que fait le coup o el pase; y el pase es el raid, el bombardeo aéreo). La guerra, diríamos, es un juego de palabras que acultura: se bebe y se escucha lo que da el enemigo. La voz aguerrida de Charly (García, que años más tarde lanzaría al Océano simulacros de otros cadáveres) no se oye en las islas y, al final, resulta que la cerveza ganada y enemiga era de lata y se convierte, por tanto en “melancólica metralla” y el hermoso momento detenido es una estampa bucólica en medio del fragor.

6.

Hay que insistir en la pronunciación de los nombres de soldados no desconocidos: Villanueva, Vojkovic… [3: “Cuando cayó el soldado Vojkovic”]: ¡Presentes!. No se lee una lápida en Europa, no se está frente a una estela funeraria de la Primera Guerra Mundial, pero algunos tal vez fueran nietos de escapados de aquella guerra. Uno imagina al soldado Vojkovic cruzando media Europa para embarcarse en Génova con apellido falso, viendo alejarse la costa con alivio por no tener que luchar en el frente oriental, temiendo que lo retengan los ingleses en algún control, desembarcando en Buenos Aires y pensando que tiene todo el futuro por delante… ese futuro en que otro soldado Vojkovic caerá por una bala inglesa, la bala que acaba con todo un linaje y una historia. Hay que repetir el nombre porque es el centro de una constelación negativa: la que forman aquellos que dejarán de ser y los que no serán. No habrá futuro para el soldado, para ningún soldado Vojkovic. La lírica, paradójicamente, se vuelve anticlimática: todo se detendrá, porque todo caerá cuando caiga el soldado Vojkovic.

7.

Por una buscada casualidad, este libro me ha llegado justo cuando esa guerra cumple veinticinco años. Pasé la víspera del aniversario de su final leyendo sobre esa guerra en internet. Pude imaginar mejor los vientos de 200 km / h, los 15º C bajo cero del invierno austral que se acerca, los días con sólo cinco horas de luz… Pude intuir alguna de las múltiples paradojas que se cruzaron en esa guerra: el nacionalismo que se tapaba ojos, nariz y boca frente al militarismo; la izquierda que, frente al enemigo extranjero, apoya a una dictadura que ha pretendido aniquilarla; la perplejidad del superviviente como héroe indigno, que dio todo, no por la patria, sino por la gran patraña; el deseo, entonces, de imponer la condición de ex-combatiente a la de superviviente, porque sólo los muertos, los que, en cierto sentido, quedaron, pudieron considerarse héroes dignos. No por casualidad, esa guerra no fue una sola, esa guerra era otra, era otra cosa: su esquema era el de la metáfora (A es B), que es una forma sutil de la paradoja (A es no A). Y Soldados sabe usarlas.

8.

Sabe usar también el libro de una concentración zen, aprendida en el haiku. Falsa poesía oriental: los soldados que necesitan ver la sombra para cerciorarse de su existencia y el agua de la cantimplora como metonimia de esa existencia amarga. Pero el pastiche oriental es completo en Maol-Mhin [4] que funde –y es lo más parecido a Apocalypse Now– un bombardeo con una nevada en un rilkiano oxímoron, “terriblemente bello”. Uno busca en cualquier enciclopedia al alcance de un click ese nombre que parece terriblemente chino y descubre, con terrible sorpresa, que es gaélico, la supuesta etimología de Malvina. Los significados de Maol-Mhin ya son más disputados y no menos terriblemente sorprendentes: “aux sourcils lisses” o “smooth brow”, según unos; “bella fronte”, “suave leader”, según otros. A su vez podría venir de Mael-wine, “protective swordsman”; mientras que Malvina puede significar “spirante dolcezza dagli occhi” o bien –si viniera del alemán mal win– “amica della giustizia”. Todo eso esconde Malvina (que se relaciona también con Melvin), pero lo más interesante que he leído es que la difusión de ese nombre puede estar relacionada con Ossian, el poeta apócrifo del XVIII, inventado por MacPherson. Ese haiku extendido parecía oriental (evocaba el ojo rasgado del gurka feroz) y nos ha llevado a la invención de la poesía romántica, en otra latitud extrema.

9.

Por una buscada casualidad el volumen inédito del poeta-soldado desconocido ha llegado a mis manos al tiempo que mis manos buscaban otros textos: por ejemplo, los diarios de Wittgenstein, otro soldado, escritos, como quien dice, a dos manos durante la Primera Guerra Mundial. En una ocasión dice Ludwig, intentando atrapar las dificultades de su tarea, que, por ejemplo, para decir que dos personas no luchan, puede representárselas, en efecto, no luchando; pero también puede representárselas luchando y decir que esa representación muestra cómo las cosas no son en la realidad. Cuando él escribe eso, Alemania y Austria luchan contra Inglaterra y Rusia, pero tal vez no son así las cosas en la realidad. Caso Rosendi representa a Inglaterra y Argentina luchando, pero tal vez así no fueron las cosas en la realidad. En el complejo universo discursivo que fue esa guerra en el Atlántico Sur (cuyo nombre podía decirse de varios modos), Thatcher y Galtieri construían proposiciones que no correspondían a un estado de cosas unívoco. El poeta también transforma lo que ha visto en otra cosa, buscando hablar de lo que parece no poder decirse.

10.

Apollinaire, Ungaretti, Joyce son algunos de esos poetas que vivieron la Primera Gran Guerra, convocados por Caso Rosendi. ¿Por qué no, ahora que ha aparecido Wittgenstein, convocar a otro que dejó su vida en aquellos años, el austriaco Trakl? Este decir lo que no se deja decir bebe en la amargura expresionista, inevitablemente (cuervos, dragones, sombras, sangre y mugre). Poco antes de morir, para que Wittgenstein (wie traurig) no lo encuentre, Trakl escribe “En el Este”. Cualquier parecido con lo que sucederá en el Extremo Sur será una no buscada casualidad, y la traducción, indigna, es mía:

Al fiero órgano de la tormenta invernal
se iguala la sombría cólera del pueblo;
la purpúrea ola de la matanza,
a las deshojadas estrellas.

Con cejas rotas y brazos plateados
la noche hace un guiño a los soldados moribundos.
A la sombra de los fresnos otoñales
suspiran los espíritus de los asesinados.

Seca espesura circunda la ciudad.
Desde gradas sangrientas persigue la luna
a las horrorizadas mujeres.
Lobos salvajes irrumpen por la puerta.

11.

Sea como fuere, siempre hay tiempo para escribir una Última carta [5]. Tiene algo de colectiva, porque ese “él” que escribe, que es “yo”, es sin duda todos los demás: el soldado Santos o el que fue Juárez (el poemario sigue pasando lista), que no pueden escribir ya. Esos podrían ser los “fantasmas de niebla” que, como se vio antes, salen del yo, en el cónclave de metáforas: la vela es “ángel de cera” y la llama “ala tuerta”, un tanto sorpresivamente. Hay espacio también en el poema para otros escribas que arrastran toda la historia: en su nombre, el soldado Raninqueo lleva inscrito el pasado indígena del país; su memoria está asociada a “otros fuegos” más inocentes que los que ahora lo iluminan y lleva en ella tatuadas inscripciones míticas: “no entregar Carhué al huinca”, famous last words de Calfucurá, el cacique que se atrevió a retar al mismísimo Sarmiento y murió en 1873 incitando a la resistencia, instando a preservar de la presencia del blanco (huinca) el lugar sagrado y estratégico. En el soldado Raninqueo pervive el espíritu del guerrero, la que se quiso esencia de la patria. En lo que él escribe (last words, too?), resuenan las palabras de la tribu. Los soldados se han transfigurado en indios, el campamento en toldería arrasada. La guerra de las Malvinas es la guerra del desierto y la escritura es reescritura de una historia repetida, en que el bárbaro es el huinca es el inglés es el civilizado.

12.

Inés French [6] sigue ese mismo impulso, que intuye cómo en la guerra alienta el origen de la nación. El poeta-soldado se remonta ahora al afán civilizatorio que había nacido en el proyecto educativo de Sarmiento (“la maestra pionera en / dibujar vocales para los / indiecitos del sur […]”). Ciertamente, así pudo alfabetizarse el soldado Raninqueo y escribir en su última carta la consigna de Calfucurá. Pero el proyecto educativo y civilizador tiene ya más de un siglo y ha llegado al punto de máxima paradoja: antes de ser soldados, los indiecitos también aprendieron inglés para decir palabras que, lástima, habrán de ser ahora sus famous last words, las últimas que pronuncian antes de caer: “paz peace love amor”. Pero la maestra –la educación– no es el único vínculo con ese mundo que ahora apunta “el soldado de uniforme mugriento”. El vínculo ya está incorporado en la sangre: es la “abuela inglesa”. El poemario muestra aquí el núcleo perverso de esta guerra envenenada, que dice la crisis de una educación, de una lengua, de un linaje. La interrogación retórica que atraviesa todo el texto –otro modo preferido por esta conciencia evocadora– es el único modo de decir lo que no se deja decir.

13.

Porque, como tal vez suscribiría Wittgenstein, “No siempre hablando se entiende la gente”. Así termina Tregua [7]. Si la actividad que define la esencia del soldado es disparar, en el momento de apretar el gatillo (con su consecuencia lógica, aunque no verificable: matar) “uno” pierde la identidad (es interesante cómo el discurso fluye en el libro del “yo” al “nosotros” pasando por ellos, pero también impersonalizándose reiteradamente: “uno”, “se”). Todo se confunde y la confusión fascina y el sujeto no puede, simplemente, no mirar: es absorbido y mira para ver si ha matado o murió. No hay amigo o enemigo: en el combate sólo se enfrentan dos sujetos despersonalizados y aterrados; uno se arrodilla “como si rezara”; el otro (el “yo”, pero no importa) se arrastra como si reptara. Justamente, en esa ignorancia de la identidad puede estar la salvación; el silencio redime. Una palabra podía revelar lo que no se quería saber, obligar a matar o morir. Callar, entonces, es la mejor manera de entenderse cuando no se quiere ni lo uno ni lo otro, perdidos en la noche.

14.

Para intentar atrapar la voz de Caso Rosendi, leo una antología de poesía argentina actual, publicada muy lejos (Señales de la nueva poesía argentina, Sel. y pról. de Pablo Anadón, Gijón, Llibros del Pexe, 2004, 103 pp.). Nada sobre las Malvinas, aunque sí se recuerda que la mayoría de los antologados fueron contemporáneos de las “clases” que fueron enviadas al combate… Quizá sólo la referencia a unos cuerpos que flotan en el mar y que el editor quiere anotar para lectores no argentinos, señalando que son los cadáveres de las víctimas del hundimiento del Belgrano. ¿Pero por qué no pueden ser los restos de los vuelos de la muerte que luego parodiaría amargamente Charly García? El poema “Muertos del mar”, de Esteban Nicotra, no es claro. El antólogo dice que la poesía argentina contemporánea se divide entre los “neo-objetivistas” y los líricos; que todos han renunciado al verso medido y los primeros, además, a la metáfora y, casi, a la literatura. Soldados ocupa un lugar intermedio: siendo la metáfora el basamento fundamental de muchos de sus poemas, renuncia a la métrica y la rima y adopta una enunciación que quiere ser objetivista, referencial, prosaizante, descriptiva, distanciada, a ratos irónica. Tiene en común con sus “clases” la estructura memorativa, la evocación de escena. Se acerca más a ellos en los poemas finales del libro, los que dicen el regreso, en los que no faltan el patio y los yuyos, los “fondos” de la casa (que parecen venir a su vez del fondo de la poesía argentina), que, sin embargo, aquí se convierten (usando una de sus metáforas cardinales) en trinchera y en tumba de la identidad.

15.

Hay un talismán en lo que parece un dibujo infantil que el soldado lleva En el bolsillo de la chaquetilla [8], tal vez la última esquela recibida en el continente, la primera esquirla, la del mundo civil que se abandonaba, una píldora para subir la moral a la tropa, aun con faltas de ortografía: “¡biba la patria!”. Tal es la primera parte del poema. Los cuatro últimos versos reescriben, casi literalmente, lo anterior: el soldado aporta su versito para convertir en emblema aquella esquirla que, previsiblemente, lo representaba a él, de modo imperfecto: “La infancia con un crayón / es más poderosa que un batallón”. Seguramente, la metonímica “infancia” (en vez del “niño con cara redonda” del primer verso) tiene un alcance mayor: está por la niñez propia, recuperada en la indefensión del soldado, que se siente más poderoso en el ejercicio de la escritura que respaldado por un ejército que va a la muerte. La experiencia bélica se abisma, definitivamente, en la experiencia poética.

16.

“[…] Me veo a mí mismo, al yo en el que pude reposar, como un lejano islote añorado que se ha apartado de mí”, dice Ludwig Wittgenstein el 9 de noviembre de 1914. El “yo” de Soldados es también un islote y las islas el sepulcro de su identidad. El “yo” que se contempla es la versión afirmativa de una proposición, que, en su variante negativa, es el “yo” que se aleja, flotando en lo infinito. Ambas, juntas, definen todo el espacio de la experiencia.

17.

El regreso parece comenzar tras una inflexión interesante [9: “No sé por qué diablos”] en la que el “yo” se detiene a hablar de su escritura: siente que usurpa una sangre con la que escribe, siente que escribe con una sangre que usurpa, que en el fondo es suya también, hermanado con los otros, los que se quedaron. Es sangre que fluye con fragor, en su fluir lleva su uso, su transcripción, no es pura materia, sino materia ya preformada, que transforma a quien la tiene. A partir de En el camarote del Canberra regresan los que quedaron. El verso “supo que ya no era” resume la experiencia de transformación radical. La escritura del libro es el testimonio de la condición vampírica que ha tenido la experiencia: “[…] nunca se marcharía del todo / de esas dos islas rojas / como mordida de vampiro.”

18.

La postguerra se define como espacio para la domesticación: los supervivientes han de ser convertidos en “palomas” que coman las “miguitas del olvido”, cuando en realidad, los soldados se sienten “pichones de cóndor desgarrando / las tripas de la verdad”. Cabría preguntarse si eso pudo ser así ya entonces o sólo al cabo de los años, cuando se asimile que en la guerra, uno ha matado, no al enemigo, sino lo que más ama: la alegría, la inocencia, la esperanza. Por eso, no se abandonan las trincheras, que siguen cavándose ahora incluso “entre las sábanas del deseo”; pues si esas trincheras no bastan contra la tristeza, no tardará el suicidio.

19.

Brindis es el después: la primera estrofa es como muchos poemas anteriores, una evocación de una escena de intimidad en la guerra, el recuerdo de un compañero (Sañisky), de un gesto de amistad (compartir el tabaco y echar humo como la tierra también hace). Pero el poema se prolonga y menciona el “Hoy” de la escritura, separado del “allá”: Sañisky y el yo han sobrevivido y comparten el recuerdo común, cuando encienden juntos algún cigarrillo y saben que comparten la tristeza, algo que los hermana por encima de otros vínculos (los hijos, las mujeres). La duración común de esa tristeza es prueba de vida, por la que merece la pena brindar. Se abre aquí el tema de la prolongación de la vida (en los hijos, en las mujeres): los sujetos regresados (los que quedamos) han podido crecer, no los que se quedaron. Ellos son los “sobremurientes” [10: Después del horror] que descubren la imposibilidad de hablar de lo que vivieron, que asimilan el dictum de Wittgenstein: mejor es callar. En Soldados de nuevo surge el dilema de Adorno: la poesía (im)posible después de Auschwitz (–o de la ESMA, como dijo Feinmann–). Pero un libro como Soldados revela un dilema algo distinto, quizá aún más cruel: si bajo la duda de Adorno o Feinmann alienta la pregunta de si es posible para la víctima recuperar el discurso, en este caso parece suscitarse la pregunta por el imposible discurso que le queda al “héroe indigno”, el hombre que, como dicen los versos de Blake, que sirven de epígrafe al poema Condecoración, es elogiado “por hacer aquello que dicho hombre más desprecia”. Conducta ruin y maliciosa: colgar una medalla “barata” como broche de silencio, que aniquila el lugar de la dignidad (“vivir dignamente”) y sólo deja la perplejidad del ex-combatiente cuando ve que quien lo condecora es mucho más indigno, con paronomasias dolorosas (“cómo cena el senador / cómo putañea el diputado”).

20.

Asumida la indignidad, el soldado poeta intenta la parodia: reescribe parcialmente el himno argentino [11: Himno en la escuela], una vez más bajo la forma de la pregunta retórica: el grito sagrado se convierte en llanto sagrado o sangrado grito; las rotas cadenas en rotas cabezas; el pueblo argentino en pueblo perdido; los eternos laureles en resecos laureles. Y el tema es, otra vez, el silencio: si la guerra se ha convertido en lo que no se puede nombrar, todos los ruidos de la guerra son silenciados por el himno. Pero “ellos”, los que quedaron, tampoco podrán escuchar “allá lejos” el himno, que sólo suena inocente para el hijo “vestido / de granaderito”. La bandera se “mancha de crepúsculo” y eso ya no es sólo una visión lírica.

21.

Más amarga que la parodia es aun la ironía: Sanos y salvos lo es porque revela que el ex-combatiente conserva la herida de haber estado allí y ésa es una herida infectada por el virus de la nostalgia, un virus que vive al margen del objeto. Haber estado allí, en “lo monstruoso”, puede generar “ternura”, si se ha vuelto, es decir si paradójicamente quedamos y no quedamos. Allí, “lo monstruoso”, es un país privado, donde nadie estuvo jamás. La memoria se impone. El pasado fascina y la hoguera de hoy refleja sombras de ayer: las “llamas” de ahora son otras y llaman (juego de palabras, conjugación de un sustantivo, à la Gelman, un autor a quien Caso Rosendi no deja de citar en otro poema). El pasado reclama. Pero, por fortuna, de ese país de la memoria monstruosa también puede volverse, porque el aquí y ahora también lanza lazos más tangibles: una mano que toca el hombro. La vida ha seguido, lamentablemente, “como si nada”. El ex-combatiente tiene una experiencia, una herida, que no puede compartir, pero también tiene un presente, que otros soldados tampoco podrán compartir, si no es bajo la forma de la pesadilla o la sombra.

22.

En el fondo de casa [12] es seguramente uno de los mejores poemas del libro. Quizá porque es el que mejor realiza la imposibilidad del decir: no hay una sola mención directa a la guerra o al recuerdo. Sólo la alusión a un “nosotros” indeterminado permite intuir, a estas alturas, que se está hablando de los que quedamos. Pero durante casi todo el poema a lo que se asiste es a la reconstrucción de una apacible escena familiar: aparecen los nombres de los dedicatarios del libro, Analía, Victoria y Valentín, jugando en el patio. En medio, una mirada microscópica, que no se nombra, descubre una escena “casi invisible” y terrible, y una voz fría la dice: es un grupo de hormigas destrozando una cigarra y es la incredulidad de la cigarra al ver que sus patas se alejan sin ella. Cigarras, hormigas…: de ahí, la pregunta fabulística del poema: “¿Y quién cantará ahora por / nosotros en febrero?”. Pero ¿quién hace esa pregunta? ¿El yo no nombrado que contempla la escena y siente un pesar alegórico por la injusticia de la naturaleza? ¿O bien se trata de una voz fantasmal: la de quienes ya no están y piden una voz que cante en su lugar? En este caso, la crueldad natural ha despertado en el interior del yo las voces de las víctimas. El poema concluye simétricamente, con los niños absortos en sus juegos, también como si nada. Soldados está escrito desde el fondo de esa casa de la memoria, en la que coexiste la apacible sobremesa de una vida en proyecto con la monstruosa presencia de la crueldad sin nombre.

23.

El libro llega a su final con algunos poemas que inciden en el discurso figurado (Patria, bicho alegórico), con los muertos sin fin congregados al pie de la cama de la autoridad desatinada, esperando algo, sin que se diga qué, acaso una explicación o, como decía Wittgenstein, la palabra redentora (das erlösende Wort). Pero la verdaderamente última palabra la tiene el sujeto plural: “Nosotros…los que todavía soñamos / con regresar algún día”. El último poema es una serie de imágenes terribles, de un surrealismo demasiado real, porque lo visionario se realizó en la guerra, donde, en efecto, el mortero “relinchaba” como una bestia enfurecida; en efecto, los soldadosarúspices leían claramente “el porvenir en las tripas / de los nuestros”; en efecto, como todos los soldados de todas las guerras (también aquel Ludwig, que suspiraba por el Geist), olieron “las letrinas del espíritu” o, entre otras cosas, lamieron “el meado vientre / de la tierra”, puro despojo incomprensible. Hegel –no se nombra– no les sirvió a ninguno. No se sabe adónde han de regresar estos soldados de la guerra del tiempo, que “permanecemos / en cuclillas”, con “las pupilas como esquirlas candentes”, transformados, pues, en seres extrahumanos que quisieran penetrar la oscuridad. ¿Adónde quieren regresar, si en realidad tras la experiencia extrema, el sujeto es un puro permanecer?

24. Y FINAL

Definitivamente, la clave de este poemario es la permanencia paradójica. Quedarse en la muerte, en la tierra, en el campo de batalla, o quedar para la vida y la memoria. Quedar vivo / quedar muerto: no hay diferencia para el soldado, el sujeto que ha vivido la guerra. Así habría que haber comenzado: Soldados es la reconstrucción de un itinerario, de una conversión, de un nacimiento: el del sujeto-que-ha-estado-en-guerra. La guerra también queda en el soldado. Lo que el soldado puede decir, sólo puede decirlo en plural, pocas veces desde el “yo”: es un sujeto que se define como idéntico a otros, a esos otros que fueron absorbidos por –quizá– el Espíritu Absoluto, que se insinúa al final del poemario, confinado a las letrinas, inalcanzable, es claro, para la letra. Aunque sólo sea como efecto de lectura, hay algo hegeliano en este poemario: eso que, a través de la reflexión de otros soldados post-hegelianos (Apollinaire, Ungaretti, Wittgenstein), resulta el núcleo inexpresable de la guerra absoluta, la guerra como “razón de Estado”. En este caso, dos estados que parecían diferentes (la Argentina totalitaria, la Gran Bretaña democrática), aunque quizá resultaban idénticos (puesto que, como enseñó Wittgenstein, en la negación de un estado –de cosas– está inscrito también el mismo estado –de cosas–): todos los estados son el Estado como máquina de violencia. Ese Estado es la versión hedionda del Espíritu, un hedor que este libro sabe atrapar. Caso Rosendi llega entonces a sitiar la esencia de la guerra moderna, de la que las Malvinas fueron sólo un “teatro de operaciones” paradigmático: un estado criminal que ya no puede matar más y manda a los suyos a morir en una confrontación estúpida, un sacrificio que sólo busca la permanencia del propio Estado, más allá de sus súbditos, sin importarle quedar sin un súbdito que no sea un fantasma. La tragedia es máxima porque ese Estado maneja símbolos reales, que, en la conciencia del súbdito, anteceden al Estado que dice su Razón: “Hay un pedazo que era nuestro, nuestro antes de que nosotros nos dividiéramos y nos desconociéramos, un pedazo que otros nos arrebataron. Ese pedazo –recuperado– puede volver a unirnos. Aunque no comprendas mis métodos, comprenderás que, en este caso, compartimos los fines: en esas islas está la esencia secreta que puede hacer que volvamos a reconocernos”. Es una falacia. Enfrente hay otro estado, más poderoso y, por ello mismo, más cercano al Espíritu Absoluto: cuando se imponga la supremacía del más poderoso, sólo quedará el hedor como huella de que en esas dos islas el Espíritu también se manifestó. No hay Bien ni Mal, o son indiferentes: sólo víctimas, paradójicos héroes indignos, casos contados (batallas, heridos y muertos con nombres, apellidos y apodos) y la escritura es el camino en pos de la palabra redentora, la que quizá no existe o sólo es el límite del decir.

Notas

1. Los poemas citados no incluidos en la antología que incluye este número de Adarve pueden leerse en la versión completa del libro, accesible, por ejemplo, en http:// www.poeticas.com.ar/Biblioteca/Soldados/frame.html o, en versión PDF, http:// paginadepoesia.com.ar/escritos_pdf/soldados.pdf.

 

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