Muy a menudo surgen interrogantes que plantean las relaciones de Aira no solo con el presente de la literatura sino con los restos o los fragmentos residuales en función de la historia y la cultura argentina. Desde esta perspectiva, se hace necesario volver a revisar teorías y posiciones en torno del realismo para leer con detenimiento qué es lo que Aira guarda de todo ello para su propia escritura. Si algunos pensaron al presente como el fin de la literatura y de los grandes relatos, o como una era etiquetada como posmodernidad, Aira nos hace notar que defiende programáticamente, en ficciones y ensayos, la médula misma de la literatura entendida como invención creativa.[1] Desde este punto de vista, Aira hace de la trivialidad y del detalle fuera de foco, el inequívoco trazo de su singularidad pero en el sentido de una extremada radicalidad o estado previo al cedazo o la poda que las normas de regulación imparten en la producción literaria. Por un lado, el gesto voluble y superfluo de quien recoge y redescubre elementos heterogéneos para armar una tradición: la Historia o lo actual. Pero los relatos, que casi siempre giran en torno del viaje como motivo clave, se nutren de la mutación de la forma para liberarse, a instancias de un errático destino, de las convenciones automatizadas de los géneros. Así, revisar y poner en otro lugar los materiales de la cultura decimonónica, exigen el máximo de destreza para hacer de lo banal el síntoma intermitente entre diferencia y repetición, entre continuo y variación: paseo, trayecto, deambulación son pretextos, parte del mismo procedimiento para satisfacer las exigencias de los planos, las perspectivas asintóticas, los juegos escópicos. De ese redescubrimiento, de la actitid posesiva y voyeur del coleccionista de siglo XIX, Aira se escurre por las enramadas de la serialización.[2] Y de esa relación entre objetividad y conciencia, construye una aporía en la que el desplazamiento del sentido es lo que define a su singular realismo.[3] Por lo tanto, en este sentido puede decirse que logra dar una vuelta de tuerca al exotismo que los viajeros de antaño buscan para mitigar su tedio, alimentar la inclinación por lo mórbido o apropiarse del sistema experimental del positivismo científico de las primeras décadas. De ahí también, sus sarcasmos que subrayan las frases hechas del racionalismo, haciéndolo girar hacia la ficción de origen de la cultura occidental. Del aislamiento en lo puramente estético y la observación de la realidad sólo como reproducción literaria que caracterizaba a Flaubert, Aira construye una visión de los fenómenos privados (ver por ejemplo el sustrato anecdótico en Fragmento de un diario en los Alpes (2002), El llanto (1992), La serpiente (1997) o históricos como El tilo (2003), o sociales como La villa (2001), aunque ambas líneas también participan de lo primero, con un alto sentido del pormenor cotidiano que la tradición descuida o relega a un plano más subordinado; el autor argentino, en cambio, hace del deslinde la motivación central de su escritura. El deambular rutinario (que siempre, en algún punto se interrumpe), es lo que marca la dirección de su trabajo artístico, antes que la distinción entre lo alto y lo bajo, o la técnica que une y distribuye los niveles de la estructura social en el facsímil de un producto literario. Por lo tanto, en Aira tampoco vamos a encontrar las circunstancias en las que un autor como Zola presenta las orgías plebeyas bajo el mandato de la moral. Aira se aproxima y adentra con el mayor interés en los sucesos menudos, deslizando el acento sobre la prosa contemporánea, de las prioridades sociales, económicas, históricas o políticas. La importancia que Aira le concede al acto de narrar funda la literariedad misma como inicio de una tradición que tiende a profanar o revertir los principios de un legado que reviste un sentido superior para el género. Así podemos leer la creación airana ante todo como operación manual de un novelista que esmalta sus obras sobre cosas verídicas y a la vez maravillosas. De ahí el uso del pretérito imperfecto que adapta a sus propias necesidades las fórmulas estereotipadas de los cuentos de hadas: “Había una vez”, así como la felicidad de los finales remeda el brillo de lo nuevo, el goce del objeto que nunca visto se presenta a nosotros como visible, pictórico y por eso mismo, perteneciente al mundo de lo real. Para Aira, lo real es aquello que da forma a lo literario mismo, a la narratividad que da cuenta de su verdad independientemente de la imperativa jerarquía de lo fáctico por encima de lo ficticio; por ello, también puede reconocerse su destreza en los ciento ochenta grados que el símil recorre, prescindiendo de las preceptivas de la adecuación que ya no indican la cercanía o el alejamiento de la verdad según los criterios del sentido común. Si Aira nunca abandona el estado de vigilia, la región de lo ficticio cobra vigor en cada una de sus advertencias; porque si hay algo que nunca se salta, es el cerco de lo literario que en su ínsito deseo convoca el germen de su creación: Aira construye y modela al lector sobre la lógica del niño, sólo que lo libera ahora de todas las renuencias que la tradición de lo extraordinario imponía con las moralejas.[4] De ahí, incluso la función del pretérito, que en sus variantes de imperfecto a pluscuamperfecto sugiere la inmovilidad eterna de su existencia de fábula; esto lo muestra bien un texto de materia rural como El vestido rosa (1984). Pero también, podemos mencionar otro ejemplo mucho más reciente, que desarrollaremos más adelante: el bondadoso joven protegido y salvado por hadas y duendes. Sólo que no se trata de Grimm, de Andersen ni de Perrault sino del musculoso Maxi amigo de los cartoneros que habitan la la villa del Bajo Flores, en una de las últimas y más audaces novelas de Aira: La villa (2001). A esta altura de la cuestión es casi innecesario declarar que la obra de Aira no persigue ninguna finalidad catártica, ninguna medida por la que el lector logre fáciles identificaciones. Siempre dispone de alguna señal para recordarle que está frente o dentro de literatura. Y aunque eso sea lo que mejor define “lo real”, Aira es un autor que tampoco prescinde de aspectos documentales que dan cuenta de una organización de la realidad con respecto a su problemática representación. De esto, La villa es una muestra cabal pero también, junto a textos como El congreso de literatura (1997) o La guerra de los gimnasios (1993) son ejemplos de microespacios, lugares donde las situaciones encarnan un singular vínculo con lo actual y con una fracción de la sociedad, donde el narrador acorta las distancias temporales volviéndose hacia una relación más inmediata. Textos como Ema, la Cautiva (1981), La liebre (1991) y, desde una iluminación lateral Un episodio en la vida del pintor viajero (2000) dejan entrever lo real desde un arco histórico (s. XIX). En La luz argentina (1983) o Un sueño realizado (2001, narradas en tercera y primera persona respectivamente), lo real cobra vigor en la magia de lo cotidiano, en la desmesura de la paradoja que ilumina la eternidad en el instante. Si bien es cierto que el modo de narrar difiere entre novelas, hay un hilo que cambiando de aspecto, tamaño y espesor atraviesa por igual cada uno de los textos: la lógica desplazada como materia y soporte de la narratividad, el sentido como posibilidad combinatoria. Los libros de Aira son mónadas que cuentan un mundo infinito en su planimetría puntual. En este sentido cada uno responde a una dirección que lo identifica respecto a un todo (Aira atropella el sentido común y desarma los mecanismos racionales: por lo común sobreviene una situación catastrófica donde el delirio y lo desopilante son elementos protagónicos). Esto ocurre en mayor o menor medida en la generalidad de su obra. Pero también cada uno se diferencia en la historia que narra, en los mundos que construye, evitando de este modo los vasos comunicantes que ligan los textos al modo de la saga.[5] Desde esta perspectiva, podemos pensar la obra de Aira en su conjunto como una relación entre invariante y variable, relación adecuada para comprender el funcionamiento dinámico (y no sólo la estructura estática) de la obra como sistema. Desde su punto de vista creativo como artista contemporáneo, Aira procede por fabricación de obras-detalle, válidas en si mismas. La cultura de masas que Aira hace ingresar en la escritura desde sus comienzos, está implicada con las nuevas tecnologías que nos proponen renovadas maneras de entender el detalle y el fragmento (el comic, el folletín, la literatura popular en Moreira, -1975- o El bautismo –1991-; la comunicación de masas en La mendiga –1998- o La villa –2001-, concretamente la televisión).[6] Una operación que define la obra de Aira es la acción de detallar, realizando un discurso que prevé la aparición de marcas de la enunciación, es decir, de la instancia que localiza al yo en el momento y el lugar en los que la enunciación se concreta; se trata de indicios acerca de la situación del sujeto que pronuncia su perspectiva por lo que podemos percibir la existencia de un sujeto-mirada que gradúa la velocidad de la visión. Incluso la naturaleza de dicha operación detallante, o mejor aún su función, se manifiestan en el entero de la obra en la cual, el narrador tiene como objetivo mirar más dentro del todo. De este modo, la función del detalle que es cada libro, radica en el descubrimiento potencial de caracteres que atañen a la obra en su conjunto.
Uno de los problemas que plantea la literatura rural de Aira es, entonces, la noción de nacionalidad y su relación con la Historia. Como la idea de nación está asociada al concepto de Estado Moderno, resulta productivo pensar el concepto de error y de olvido sobre los que reflexiona Renan;[7] en esta instancia pueden leerse estas nociones en función de una literatura que hace del azar y la contingencia, la lógica de articulación entre el mundo arcaico de la fábula y del mito y la modernidad histórica, que en el campo argentino se vislumbra a partir de las campañas al desierto de Roca y las expediciones que emprenden los europeos.[8] Error y olvido es lo que en Aira genera la torsión de la causalidad provocando la emergencia de la letra como síntoma del inconsciente.[9] Pero sin duda es el prisma de la narración y la inventiva aquello que dota de sentido a las marcas de lo nacional. En este sentido, la narratividad de la literatura airiana consiste en remontar las anécdotas a un tiempo inmemorial, a una especie de clima arcaico logrado por el modo verbal del relato; el pasado continuo pierde los orígenes generando el efecto remoto y evanescente en presencias, no obstante reales. La idea histórica de nación que se consolida en Occidente, implica una compulsión cultural sostenida por una unidad imposible.[10] Sin embargo, es alternancia entre velocidad y lentitud no solo inscribe los ritmos de Oriente y Occidente sino que parece tomar la fuerza simbólica de una forma verbal que amenaza la unidad bajo los efectos de una mirada alegórica. La argentinidad de Aira es el eslabón perdido que sirve a la obra incompleta de la civilización; así liquida sus certezas, desde sus mismos presupuestos lógicos, más dispuestos como las piezas de un juego de lenguaje que como tácticas políticas de la ideología. Encontrar cómo está escrita la nación en la literatura airiana supone sintonizar con la idea de diferencia en el lenguaje, mantener el misterio o el enigma de los acontecimientos que en Aira pierden transparencia y valor pedagógico, volviéndose imágenes microscópicas. La “localidad” de la cultura nacional, el elemento que roza lo pintoresco y la costumbre aún para deformarlas, no es unificada; tampoco plantea un contraste o una oposición con lo que está afuera o más allá de ella. La diferencia en Aira opera como figura quiasmática, como frontera que erradica la doméstica familiaridad por los festivos residuos de la barbarie. La pampa y Europa se entreveran en una sintaxis narrativa que prevalece por encima de lo puramente semántico. El efecto que depara la escritura será entonces la inestabilidad.[11] Volviendo a Homi Bhabha, lo que surge como efecto de semejante significación es el proceso de transformación de límites, bordes y fronteras en espacios entre, diríamos en insterticios o grietas en los cuales los significados de autoridad cultural van perdiendo peso y consistencia, se desestabilizan. Es el lenguaje de Aira lo que manifiesta que la otredad no emerge como realidad extraverbal, ni puede ser trascendida o superada dialécticamente. La narratividad de Aira consiste en la artesanía de la escritura, la joya de la letra legada y recibida en el rito cultual de los ancestros y en la massmediática conciencia del presente –tal como lo prueban el cine y el folletín, por ejemplo-. En el marco de la tradición, Aira repone los fragmentos dispersos o monumentalizados de las ficciones de la oralidad, allí donde los diálogos entre personajes o las reflexiones y comentarios del narrador terminan por componer una arqueología de lo nacional.
Podría decirse que en Aira habría que partir de una física de lo real, de la materialidad de la existencia debida a los imperativos de contar un suceso. Lejos de la opción entre vivir y contar, Aira resuelve la metafísica existencial con que Sartre impregnó la literatura. En Aira, no hay presupuestos que sirvan de modelos a lo narrable. Como si en Aira la anécdota fuera el soporte del dibujo, el mandala o la puesta en escena del acontecimiento en su radical visibilidad. Teniendo en cuenta la concepción material, física del arte y la vida, mas la invención del vacío colmado con acción y peripecias, creemos que se puede considerar a Aira un narrador barroco.[12] El trabajo de artesano sobre el detalle, la miniataura alhajada o el germen a partir del cual se produce la acción, la historia, trama la textura plisada sobre la cual se complementan lo grande y lo pequeño, el afuera y el adentro. En Aira no hay ni sentido ni lugar común. La historia, realizada sobre la nada, respalda al tiempo y en el sistema de inclusiones (del autor, del narrador, del lector y del personaje), el tiempo queda envuelto en el espacio formando un pliegue consustancial al campo y la ciudad. Desde una perspectiva barroca, esto es, la puesta en escena del artificio, la representación del nexo entre obra y artista, reclaman la incidencia del espacio, para completar, aún de manera inacabada, la construcción del mito “personal” del escritor.
“ME DEJO GUIAR POR EL CAPRICHO Y LA IMAGINACIÓN”
José Andrés Rojo, El País, 06/03/2008
En los libros de César Aira (Coronel Pringles, 1949) puede ocurrir cualquier cosa. Por ejemplo, que un enorme salmón cósmico amenace destruir el mundo, justo enfrente de la ciudad argentina de Rosario. Se trata de una maniobra más del profesor Frasca, el maligno científico que quiere hacerse con el poder. La amenaza la cuenta Aira en la primera de las cuatro historias que ha reunido en Las aventuras de Barbaverde (Mondadori), su último libro.
Con su tremendo volumen (se lo puede ver desde cualquier parte del mundo), el salmón avanza imparable surcando el espacio y va a chocar en Rosario y producir una catástrofe. “Cuando escribo ficción puedo permitírmelo todo”, dice el escritor argentino. “De hecho, cuando las cosas van saliendo previsibles doy un giro de inmediato”. Esta vez las peripecias que ha inventado Aira tienen que ver con los cómics. “Hay un superhéroe y un loco malvado, y también, como en Superman, están un periodista y una chica bonita, para que surja entre ellos el punto romántico”.
“He vuelto a los placeres infantiles, sólo que esta vez lo he hecho desde el otro lado”, comenta refiriéndose a su niñez de provincias donde los cómics y el cine eran imprescindibles para vivir. “Escribo abierto a todas las posibilidades. Me dejo guiar por el capricho y la imaginación y la fantasía”. ¿No tiene miedo de no resultar creíble? “No es algo que me preocupe mientras escribo, pero sí intento darle veracidad a lo que cuento. Quiero que todo funcione como en una novela tradicional, como en una pieza decimonónica de Balzac”.
César Aira dice que esta vez quiso crear un marco y unos personajes sobre los que escribir indefinidamente (“hasta que llegara el último cuá”, afirma), pero a la cuarta historia se cansó. Su obra es extensa (“hace años hicieron un estudio sobre mi literatura e incluyeron una minuciosa bibliografía: había publicado entonces 55 libros, a los que habrá que añadir ahora otros 15”) y ha contado los argumentos más disparatados, descrito situaciones excesivas, sacado de quicio a personajes de los tipos más diversos. “Mi idea es la de ir probando y ver lo que sale”, explica. “No me propongo hacer una obra seria, lo mío siempre ha sido una mezcla de cultura popular, plebeya, y alta cultura. Lo que me importa es que el lector pueda ver lo que estoy contando y escribir de la manera más transparente posible”.
¿Y cómo se enfrenta Aira a los afanes rupturistas de algunos grandes maestros del siglo XX? “Estuvieron obsesionados por transformar el lenguaje y a mí no me interesan los juegos con las palabras, ni tampoco la opacidad”. ¿Y qué entiende por alta cultura? “Seguramente el elemento que define a la verdadera literatura es el autor. Hay un momento en el que nos interesa Kafka, y no sólo sus obras por grandiosas que sean. Son figuras que consiguen abrirnos a nuevos mundos”. ¿Y al ensayo, qué importancia le da en su obra? “Los escribí cuando empezaron a hacerme entrevistas. Me ayudaron a aclararme las ideas, pero cuando los escribo siempre siento que hay alguien detrás de mí leyendo y que está pendiente de que no se falte a la verdad”.
Con la narración es diferente. Ahí ya no hay nadie detrás y Aira trabaja con extrema libertad. Le hubiera gustado pintar, pero era un oficio muy engorroso (“la pintura, los pínceles, tener que limpiarlo todo”) y se dedicó a la literatura, para lo que sólo hace falta “papel y lapicero”. “Nunca tuve tiempo para trabajar porque tenía que leer”, comenta, y reconoce que conserva el mismo ardor y entusiasmo que tuvo de joven para precipitarse en un libro. Recuerda a Bioy Casares, que les decía a los escritores que empezaban que no se desanimaran, que en 40 años las cosas empiezan a mejorar, para confesar que no le ha ido mal (“sólo me ha costado treinta años y pico”). Al final, cuando hay que definir su literatura surge una palabra italiana que utilizó Castiglione: sprezzatura. Tener un desdén aristocrático por cuanto supone esfuerzo, moverse con ligereza. Hacer las cosas, en definitiva, como si no costara esfuerzo, como si salieran con mucha facilidad.”Nunca tuve tiempo para trabajar porque tenía que leer”.
. . . . . . . . . .
[1] Sandra Contreras ha analizado extensa y minuciosamente las tensiones entre arte moderno y posmodernidad, subrayando el gesto y el hacer artístico de Aira, ligado indisolublemente a la vanguardia histórica y a sus conceptos: arte, estilo, invención, autor. Asimismo, destaca que ese regreso, imposible desde un punto de vista histórico, solo puede darse en la forma de simulacro y de la ficción, en la forma del como si, hacer como si la ficción de lo Nuevo no sólo fuera posible sino también indispensable. Creemos necesario subrayar dos cuestiones: A) Modernidad y Posmodernidad es un debate previo con sus propias dominantes culturales, con sus imperativos académicos y sus modas. B) compartimos la noción de simulacro, pero enfatizamos sobre todo la puesta en superficie que significa el acto artístico, la escena deliberada donde la invención vuelve a crear, en perpetuidad, la actuación como signo deliberado de esa acción. Ese es el sentido que nosotros reconocemos en la maniobra de Josefina, transmitida por la fábula de Kafka. Esa es nuestra interpretación de la lectura que Aira realiza de la misma. Cfr. Sandra Contreras, Las vueltas de César Aira, op.cit./También, César Aira en “Kafka, Duchamp” en Tigre 10, Gerhius (ILCE), Francia, 1999.
[2] En una nota anterior, ya hicimos referencia a una noción de lo colectivo desde la óptica de Nicolás Rosa. Ahora, Link plantea una distinción entre serie y colección a partir del principio clasificatorio que le corresponde a la segunda, reconociendo los aportes que realizara Raúl Antelo. Mientras que la serie puede agrupar elementos heterogéneos, la colección tiene que ver con criterios regulatorios y excluyentes, con los órdenes que la Modernidad decimonónica pone de relieve con museos, pinacotecas, parques botánicos. Cfr. Daniel Link, Cómo se lee, op.cit.
[3] Mímesis de Auerbach traza a lo largo de tres milenios la historia de la representación poética de la realidad en Occidente, delineando las actitudes del escritor ante los sucesos humanos, mostrando cómo se refleja el cambio de visión en la literatura. Tal como el autor expone en su epílogo, el libro se basa en la interpretación de lo real por la representación literaria o “imitación”, concepto que retoma del planteo platónico en el libro 10 de la República y de la pretensión de Dante de presentar en la Comedia la realidad. Pero es con el realismo moderno presentado en Francia a principios del siglo XIX, que la concepción literaria de imitación de la vida se desliga de las antiguas formas al convertir Stendhal y Balzac a personas comunes en objetos de representación seria, problemática y hasta trágica. Ellos aniquilaron la regla clásica de diferenciación de niveles. Antes, igual en la Edad Media que durante el Renacimiento, hubo también un realismo serio; había sido posible representar los episodios más corrientes de la realidad bajo un aspecto serio e importante, tanto en la poesía como en el arte plástico: la regla de los niveles no tenía validez universal. Aunque sea diferente el realismo de la Edad Media del realismo contemporáneo, esto da cuenta de que la brecha la introduce la teoría clásica. La idea de que la novela es la forma más adecuada para representaciones liberadas de la interdicción de la pobreza, indican que la auténtica novela realista es la sucesora de la tragedia clásica. Así, el cientismo de los Goncourt que resuena ya en Balzac, muestra que la novela es el género más apasionado y vivo del estudio literario y la investigación social, comportando a su vez, su forma más seria. Asimismo, la irrupción de la mezcla estilística provocada por Stendhal y Balzac, no se detiene ante “el cuarto estado” prosiguiendo en cambio hacia la evolución política y solcial. El realismo tenía entonces que abarcar toda la realidad cultural de la época, en la cual reinaba todavía la burguesía pero, las masas comienzan a amedrentarla al tomar consciencia de su función y su poder. Pero hay otras manifestaciones artísticas del realismo (la vertiente escandinava representada por Ibsen, por ejemplo), además de la concepción seria y grave de lo cotidiano que podemos leer en el realismo ruso (Tolstoi, Dostoievski), bajo las prescripciones de un concepto cristiano partiarcal que nada tiene que ver con la burguesía racionalista, activa que asciende al dominio económico y espiritual y que constituye la base de la cultura actual. Cfr. Erich Auerbach, Mímesis, México: Fondo de Cultura Económica, 1996.
[4] Las fórmulas fijas: “Erase una vez”, “Fueron muy felices y tuvieron muchos hijos”, encierran el cuento entre paréntesis señalando la perpetuidad del paso entre lo verídico a lo maravilloso y a la inversa. El narrador debe mantener despierta la atención del niño, puntualizar que se trata de un cuento por medio de palabras inesperadas. En este sentido, el hada es la encarnación misma de la inverosimilitud. Ya que no se trata de creer en las hadas; ya que están ahí para que no se crea en los cuentos. Cfr. Michel Butor, “La balanza de las hadas” en Sobre la literatura, Barcelona: Seix Barral, 1960.
[5] En este sentido nunca podría confundirse a Aira con Balzac. En el francés es recurrente la reaparición de los personajes, que mantienen reconocible su identidad aunque cambien su función y posición en las novelas, siendo además cada una de ellas dependiente de la lógica estructural que da forma a La comedia Humana. Eso mismo es lo que otorga importancia notable a la relación de la novela con la realidad, ya que no solo reaparecen personajes ficticios sino también los reales, de quienes el autor no agrega casi nada además de la referencia necesaria para puntualizar la época en cuestión. Pero debe reconocerse en Balzac el influjo que ejerció sobre toda la novelística posterior, a partir de la conciencia por la técnica que demuestra en su escritura. Cfr. Michel Butor, “Balzac y la realidad” en Sobre la literatura, op.cit.
[6] La constitución de un nuevo estilo y de una nueva estética, hay que considerarla como dinámica de un sistema, que pasa de un estado a otro reformulando las relaciones entre sus invariantes y los principios por los cuales se pueden considerar variables los elementos no pertinentes al sistema mismo. Incluso, la observación de criterios de pertinencia según los cuales se actúa por detalles o por fragmentos, puede decirnos algo sobre cierto gusto de época al construir estrategias textuales, sea de género descriptivo, como de género creativo. En este caso, la divisibilidad de la obra en términos generales muestra la posibilidad de nombrar cada una de las novelas como detalle o fragmento. La función específica del detalle, por tanto, es la de reconstruir el sistema al que pertenece el detalle, descubriendo las leyes que precedentemente no han resultado pertinentes a su descripción. Conste como prueba el que existen formas de exceso de detalle que transforman en sistema el detalle mismo: en este caso se han perdido las coordenadas del sistema de pertenencia al entero o incluso el entero ha desaparecido del todo. Cfr. Omar Calabrese, La era neobarroca, Madrid: Cátedra,1999.
[7] En la antigüedad no existe el concepto de ciudadanía. Lo que cuenta a partir de la Modernidad –y la Revolución Francesa es un punto de inflexión- es la fusión o la unidad de los elementos que componen la soberanía territorial. La idea de nación es, por lo tanto, relativamente nueva en la Historia y un factor que la determina es el olvido o si se quiere, el error histórico. Ver Ernest Renan, “ Qué es una nación?” en Homi Bhabha (comp.) Nación y narración, Londres, Routledge, 1990.
[8] Ver Graciela Montaldo, “Entre el gran relato de la historia y la miniatura. (Narrativa argentina de los años ochenta)” en Estudios. Revista de Investigaciones Literarias. Año 1, no.2. Caracas, julio-diciembre 1993. También, Nancy Fernández, Narraciones viajeras. César Aira y Juan José Saer, Buenos Aires: Biblos, 2000.
[9] Nos fue imprescindible la reflexión sobre la noción de uso que emprende Rosa a propósito del empleo de la literatura en la circulación de los discursos sociales. Como toda práctica, engendra efectos e innovaciones que devienen de una economía de ahorro y desgaste. En este sentido, la cultura deviene letra, desde la diversidad de sus rituales ciudadanos, de sus charlas sociales, de sus registros políticos, en definitiva de toda impulsión oral. La agauchada idea de botica y almacén con las cuales Rosa comienza su libro, nos sugiere la pertinencia de una relación entre gauchesca y vanguardia, tal como se produce en Aira. Cfr. Nicolás Rosa, Usos de la literatura, Valencia, Tirant lo blanch, 1999. Respecto del olvido, adopta una perspectiva metonímina y metafórica, una suerte de anáfora primordial que opera como significante a partir de la lógica de la alusión/elusión. Estas reflexiones se conectan con el trabajo del inconsciente y a su función de causa, que por el examen filológico que Rosa emprende con el latín y el francés, reenvían a la noción de cosa. A partir de aquí, nosotros queremos subrayar algo que nos va a ocupar a lo largo de todo este trabajo: la perspectiva material de la literatura o mejor, de la escritura. Ver Nicolás Rosa, El arte del olvido (Sobre la autobiografía), Buenos Aires, Punto Sur, 1990. Nueva edición, Rosario: Viterbo, 2004.
[10] Homi Bhabha apunta a la ambivalencia del término “nación” ya que su temporalidad cultural asume una realidad social mucho más transitoria de lo que parecen pensar los historiadores. La hibridez y complejidad del concepto se avienen con la metáfora del Janus moderno, a tono con la perspectiva del signo multiacentuado y con la significación en proceso, no acabada, de la Historia y los emblemas culturales. Ver Homi Bhabha, “Narrando la nación” en Homi Bhabha (comp.) Nación y narración, Londres, Routledge, 1990.
[11] Ver Jacques Derrida, Diseminación, Chicago University Press, 1981.
[12] De un modo similar a como Aira leyó a otro gran autor argentino, Copi. Ver, César Aira, Copi, Rosario: Beatriz Viterbo, 1991.