Otras escrituras posibilitan ir al encuentro de los hechos –un novelista toma muchas notas, maneja manuales de carpintería, diccionarios de plantas, diccionarios de aves, atlas, anuarios, almanaques y los distintos Calendarios de Ti: los que se usan para recordar tu cumpleaños. Un ensayista hace levantamientos de campo, a la menor provocación agarra una pala y se pone a cavar: el ensayo tiene mucho que ver con la poesía.
Tienta pensar que escribir poesía fue siempre un acto muy parecido. Es el mismo razonamiento que lleva a afirmar que la poesía siempre es la misma. Esta noción –convicción para algunos practicantes que ven en la poesía el espejo de su necesidad de duración- turba especialmente cuando uno se enfrenta a la realidad de la poesía en este momento histórico. Si bien la poesía ha girado varias veces sobre sí misma desde la muerte (hegeliana, decimonónica) del arte, fundamento filosófico de la emergencia de las vanguardias estético-históricas de las primeras décadas del siglo XX, y, también, ha rechazado esa “muerte” simbólica y retornado a las fuentes clásicas de la versificación, la clara y dura fachada y la tematización específica (tres momentos que sintetizan el instante de esplendor del rechazo que manifiestan las vanguardias a toda idea de tradición poética), su realidad ha cambiado en lo que respecta a las distintas concepciones que se tiene de esa práctica. Hoy coexisten una visión eternalista, intocada por el fuego de los días pero muy tocada por el fuego de los dioses que en algún rincón del éter esa visión eternalista apuesta a que todavía están, con nociones “vehiculares” de la poesía: una, la que transmite las necesidades de una comunidad específica, otra, la que usa la palabra poética como instrumento de persuasión o habilitación de conciencias para un cambio en la sociedad, y todas con una visión nihilista en cuanto a su posibilidad de acción en el receptor: nada hay que modifique la indiferencia del ser humano presente, ni el alma en pluma de Guido Cavalcanti ni el más árido y agreste Joao Cabral de Melo Neto, el Cavalcanti brasileño. Entre el contemporáneo de Dante y el integrante de la generación del 45 de la literatura de Brasil ha pasado mucho de agua poética por debajo, subterránea a veces, hilos de agua las más, salpicando la mirada crítica de una oscilación turbia entre pasión y desconcierto. Pero lo que viene al caso aquí, en este ahora, es la significación, el acto de escribir poesía considerado como fenómeno en sí mismo. Tengo mis dudas de que una visión precisa de la poesía no conlleve a su vez un modo de escribirla –no sólo técnico, no solo manuscrito o maquínico-: hay que encontrar la manera de no escribir ni para ni en falta, recuperar el modo de escribir porque sí, atento a cualquier afuera, al del anciano chino de la dinastía Tang que ve caer las hojas en el tiempo de los ojos de la amada que no está, al de Mallarmé cuando a pura mirada vencía la blancura de la página para emboscarse en los precipitados de un abismo con ruido de agua y de alas contra el cielo, al de hoy, aquí, atento a las voracidades de todo mundo que salta, habla, grita, rompe, aniquila, se dirige, conspira, baja por la calle empinada sumado a los que aman bajo los pinos, todo lo que señala nuestra fragilidad y nuestra impotencia ante las cosas y además, esto es importante, al peso de la palabra, peso mental que cuelga en la sombra que construye aparte. Esto último: escribir poesía es la única manera que conozco de creer en la existencia de un escucha para la palabra o, si no hay ya, de precipitar el momento de su creación: la creación del nacimiento de un escucha, eso que los scholars dicen cuando dicen: “cada escritor crea su lector”, eso no: la creación del nacimiento de un escucha para que un mundo ya inédito por olvidado, el de la atención, nazca.
2. Uno crea los espectros de su estirpe o su modo espectral de aparición. ¿Por qué siempre me sentí afín a Guillaume de Poitiers y a su “Farey un vers de dreyt nien” (“Hice un poema de nada”)? Porque así se hace un poema: tantos gramos de amor del hueco dejado por el cuerpo del amor más tantos grumos de harina para hacer pan humedecida por la lluvia que pasó entre las tejas rajadas dan esa especie de sueño que se conquista bajo un paraíso al momento estallado de toda una época: después del almuerzo al mediodía, semidormido sobre el ritmo del paso a paso del caballo por ahí uno pasa bajo las hojas, al borde de la sombra fresca, ladeando la cerca de piedra. Sumado a esta certeza: pudo haber sido de otra manera o no haber sido. Pudo no haber habido ese poema, ninguna hoja que diera sombra al paso del caballo, ningún Guillaume de Poitiers retirado a la luz natural de su castillo escribe ni una palabra sobre esas hojas amarillentas, crocantes como queso al fuego, deshidratadas de todo veneno y planta venenosa, ni de noche bajo la palidez de un candelabro. Podría no haber sido. Escribir entonces es jugar las veces que la conciencia tolere a la posibilidad de “pudo no haber sido” inmediatamente después de que realmente fue: un saldo, un resto, un excedente de la acción que cuajó. Eso nos vuelve -la cabeza del arte gira alrededor del océano mundializado de cosas, notas, noticias, niños palestinos arrasados- menos puros, más reales, medio perdida la noción humana en estas tierras.