Algo de cínico debe tener el perro Bierce. El gimnasio de Cinosarge fue un enorme perro blanco y cínico. Diógenes y Antístenes eran los radicales libres de Cinosarge: filósofos de comportamientos perrunos. El rechazo a la civilización impuesta y el siervo como esclavo de los placeres artificiales conformaban las columnas cínicas. Desobediencia a las normas. Algo de eso representa Bierce. El hombre es un animal (ergo: el hombre tendría que animarse y defecar en público y en los textos como un animal). En los textos que escribió el estadounidense Ambrose Bierce (Ohio, 1842 – ¿?, ¿1914?) supura algo de esa sustancia cínica, perruna. En su biografía también. Aunque batalló aquí y allá asumiendo el orden y concierto militar hay varios elementos que contribuyen a su amargor y alejamiento de las convenciones: la no correspondencia del cargo que él esperaba en el ejército que le llevó a abandonarlo, el divorcio de su esposa tras la certeza de la existencia de un admirador excesivo tras ella, sus enfermedades y heridas de guerra le aguijoneaban y su genial desaparición añadió mas leyenda (posiblemente en 1914, posiblemente en México, posiblemente baleado contra una pared blanca y como gringo viejo que era). Me da que son componentes más que suficientes como para que Bierce hubiera decidido un día apuntarse al gimnasio de Cinosarge y habitar dentro de un tonel de vino. El amargo e irónico Bierce escribió mucho y con una calidad envidiable, con una mirada de perro blanco curtido. Pero quiero detenerme en sus relatos macabros. ¿No sería más apropiado hacerlo en su El diccionario del diablo o sus Cuentos de soldados y civiles? Sí, lo sería. Quizás lo sería. Pero tampoco merece la pena considerar a estas alturas qué es más apropiado. ¿Alguien se cree con poder suficiente para juzgar “qué-es-lo-mejor-en-cada-caso”? Vale más abrir otra vía. Así que prefiero tomar uno de sus cuentos macabros al azar, porque sí, en honor a la confusión, y ver si el perro escarba entre sus líneas.
El clan de los parricidas es la compilación afortunada. Y Aceite de perro el cuento ganador. ¡Cómo no! Es verdad que puede pensarse que de azar nada en la elección, porque coincide en exceso el título con la defensa perruna llevada hasta el momento en este pseudo-artículo. Pero no. Pura fortuna cínica, por supuesto, créetelo. Atendamos al personaje principal de la historia: Boffer Bings. Nació de padres honestos que desarrollaban dos labores: su padre era fabricante de aceite de perro y su madre tenía un local junto a la iglesia donde se deshacía de los niños no deseados. Así, a bote de metralla. En las primeras tres líneas del cuento ¡patapám! Queda la historia planteada y el lector con la sonrisa torcida, ladeada por el bofetón Bierce. Tenemos a un sujeto que nos resulta entrañable por su sinceridad, rodeado de unos trabajos familiares poco deseables para un joven pero trabajos al fin y al cabo. Así, Boffer Bings se ocupaba con toda su “natural inteligencia” procurando perros para su padre y deshaciéndose de los restos del trabajo de su madre. Una suma y una resta. Un poner y un quitar. Y aunque todos los agentes de la ley vieran con malos ojos el trabajo de su madre, como nos dice, no era una labor repudiada de plano. Simplemente la tarea de su padre era menos impopular que la de su madre. Eran trabajos aceptados, en mayor o menor medida, por los habitantes del pueblo. Y más adelante, cuando no se ha cumplido el primer cuarto del cuento otro manotazo en el rostro: “al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro”. Y la contravención del orden y la constatación de su carácter represivo se experimenta por nuestro querido protagonista cuando narra la noche en la que cambió la suerte de la familia: al entrar en la fábrica de aceite del padre, con el cadáver de un huérfano que recogió en el local de su madre, vio a un guarda que vigilaba sus movimientos, y lo eludió por una puerta lateral ya que le habían enseñado que “los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos”. Boffer Bings se sienta y espera que el guarda se vaya, mientras acaricia el pelo corto y sedoso de un niño, desnudo y, evidentemente, asesinado. Acaricia a ese niño que tiene el pecho abierto por el tajo que su madre le dio para matarlo, pero lo más grave es la condición del guardia. El medio que impide el fin es el guardia. Un pequeño obstáculo. “A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños”, queda dicho en boca del protagonista unas líneas más allá. Las leyes y convenciones se retuercen amargamente. El perro blanco escarba y defeca en público. ¡Ahí tienes lector! ¿Qué esperamos a partir de ahora? ¿Un acto de bondad supremo? ¿La actuación conforme al uso y las normas? Pues no, el niño oculta el cadáver, todos los niños lo hacen; es un comportamiento natural. Y si bien lo que hacía habitualmente era deshacerse de los cuerpos en el río, obvio, piensa en ese momento que lo mejor sería ocultarlo de otra forma más expeditiva. Es decir, arrojarlo al caldero donde el aceite de perro se generaba para luego comercializarlo. El aceite se envasa y el médico prescribe: Oil of dog.
¿Qué sucede más tarde? Evitaremos decirlo casi todo para que el lector continúe con la necesidad de la lectura del cuento si no lo ha hecho ya: que el aceite que se produce tras el ocultamiento es el de mejor calidad en mucho tiempo, que su padre está más que contento, que su madre decide trasladar su “negocio” a la fábrica del padre, que el comercio se amplía, fructifica, genera beneficios, y ya no sólo se admiten bebés y niños huérfanos, sino que el poder del dólar admite cualquier tipo de niño, con padres o sin padres, qué más da. ¡Unos verdaderos emprendedores norteamericanos! Y como buenos emprendedores viene la fama, la mala fama, las sanciones, la necesidad de ser el único amo del negocio, la desgracia, el fin del cuento, el negocio al garete. De lo que más se arrepiente el joven al final del cuento es ¡de un desastre comercial tan asombroso! No de las muertes, no. Ni de los perros siquiera. Ni un atisbo de piedad animal. Cuánta amoralidad, ¿no? ¡Qué desastre de comercio!, pensaría un cínico. Ése es el pensamiento preciso del protagonista. Detengámonos un momento en los pobres perros, tan sacrificados para esta historia. Por favor, recemos por el alma de los perros. El razonamiento común es sacudido desde el principio por Bierce. No es que se rechace el orden impuesto, uno usa y abusa de él, es lo más común en los altos directivos de hoy, los nuevos cínicos (alejados millas de Diógenes y Antístenes). En cuanto a la forma del relato, el cuento tiene más de cien años, no hay manera más mínima, directa y brutal de comenzar una historia. El desarrollo del cuento va en línea recta, no se pierde en afluentes que no aporten nada a la historia. Todo lo contrario. Al desprenderse de lo superfluo y dar por natural unos hechos fuera del orden sano de la mente convencional, amplifica su efecto. Es como si en cada párrafo te sacudieran, como si fueses un bobo golpeado por las patas de oso del perro cínico. Un perro ágil que es indiferente a los actos. Porque al fin y al cabo lo que importa es el negocio, aunque sea impúdico. La desgracia es el descalabro del comercio. Y es aquí donde deberíamos plantearnos la gran pregunta: ¿es que ya no se puede confiar en el ingenio ni para ganar dinero?