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Cultura, identidad: dos nociones distintas

La historia de la antropología puede comprenderse como intentos sucesivos, casi siempre fascinantes, de construir conceptos, nativos y teóricos, que nos permitan avanzar en la comprensión de otros puntos de vista distintos de los nuestros, en trabajar la diferencia, en entender y explicar y la diversidad. ¿Acaso diferencia y diversidad sean meras ficciones? ¿Pueden reducirse a efectos discursivos, a inventos arbitrarios y efímeros? ¿Todas las diferencias culturales son reductibles a efectos ilusorios de las identidades construidas? Para intentar responder a estas cuestiones desde la antropología, creo, necesitamos distinguir dos nociones que lamentablemente aparecen sobrepuestas y entremezcladas de maneras confusas en el debate actual de las ciencias sociales y los estudios culturales. Me refiero a las nociones de cultura e identidad.

Una distinción conceptual clara y precisa entre “cultura” e “identidad” resulta imprescindible para el análisis antropológico de los procesos sociales. El concepto antropológico de “identidad” históricamente se constituyó y enriqueció a partir de estudios sobre relaciones interétnicas, fronteras étnicas y etnicidad. Proponemos aquí que un concepto de cultura con fuerte linajes se renueve incorporando aportes decisivos de las teorías sobre la nación. Cultura y nación, en tanto nociones teóricas, comparten por su alto grado de complejidad no sólo la característica de ser históricas, sino las de ser unidades heterogéneas y conflictivas.

 

Cultura e identidad

En los años cuarenta, Evans-Pritchard distinguió la noción de distancia física y de distancia estructural. Decía Evans-Pritchard que esta última es la distancia entre grupos “expresada en función de sus valores”, “la distancia entre grupos de personas en la estructura social” (1997). En otros términos, dos grupos físicamente muy cercanos pueden estar simbólicamente muy distanciados y viceversa.

Esta distinción tiene enorme actualidad: hay una autonomía absoluta entre la esfera territorial y la identitaria. Una persona de cualquier grupo puede sentirse simbólicamente cercana de alguien que se encuentre en la otra punta del planeta y sentirse extremadamente ajena a su vecino. Si alguna vez, aunque fuera equivocadamente, la diferencia se asoció a la lejanía, hoy se ha hecho patente la imposibilidad de esa presunción. El extranjero no está sólo del otro lado de la frontera: también ha cruzado para venir a vivir con nosotros. El extranjero somos nosotros cuando arribamos a otra parte, donde “otra parte” no significa otro espacio distante físicamente sino otra espacialidad simbólica.

Como estos contactos no sólo se han tornado cotidianos, sino que son evidentemente constitutivos, una nueva distinción se hace necesaria. En lo que antes se llamó la distancia estructural o la distancia simbólica, en realidad, se condensan dos dimensiones que tienen plena autonomía (o, al menos, no guardan entre sí relaciones de causalidad o determinación). Se trata de la diferencia entre la distancia cultural y la distancia identitaria.

Ante “la idea de la muerte en México” (Lomnitz, 2006), observando los nacionalismos, frente al “voce sabe com quem están falando” (DaMatta, 1979), sufriendo una guerra civil, presenciando la re-etnización de un grupo o pueblo indígena, intentando comprender la circulación de carnavales o religiones afro en las zonas de frontera, ante mapunkies o mapurbes,[1]  al ver movimientos subalternos apropiándose de las últimas tecnologías, necesitamos preguntarnos qué trabajo interpretativo pueden hacer las nociones, tan polisémicas y confusas, de cultura e identidad.

Cultura e identidad son términos necesarios para comprender los mundos contemporáneos. Sin embargo, han sido invitados a hacer su trabajo interpretativo de maneras tan disímiles, en sentidos tan contradictorios, que actualmente es difícil saber qué se pretende decir con estos términos. Una parte de esa confusión se deriva en que han sido sobrepuestos, mencionados a veces como sinónimos intercambiables, lo cual dificulta quizás enunciar uno de los interrogantes clave de cualquier proceso social y simbólico: ¿cuáles son y por dónde se desplazan las fronteras de la cultura y las fronteras de la identidad? ¿cuándo coinciden, cuándo se solapan, cuándo se encastran?

Este texto busca realizar un recorrido sinuoso para construir esa distinción. Distinción especialmente complicada porque es tan imprescindible para saber qué pretendemos significar como dificultosa por la imbricación entre ambos fenómenos que se produce cotidianamente. Antes de ingresar en ese camino sinuoso, enunciaremos de manera simplificada de esta diferencia.

Los seres humanos no escogemos nuestra lengua primera, simplemente aprendemos estructuras y vocabularios que nos rodean. Generalmente, aprendemos una lengua, aunque hay seres humanos bilingües y trilingües (los cuales, de todos modos, ignoran las restantes cinco mil lenguas que les son contemporáneas). Aprendemos códigos de comunicación kinésicos y proxémicos. No elegimos la comida que compartirá nuestra familia, ni si crecemos en una ciudad o en una aldea, en un continente u otro. Cuando comenzamos a elegir lo hacemos a partir de clasificaciones y significados sedimentados. Así, podemos crecer en sociedades con fuerte racismo o desigualdad de clases o género, o en sociedades más igualitarias. En mundos con unos u otros regímenes políticos. Cada ser humano incorpora la trama de prácticas, rituales, creencias, significados, los modos de vivenciar, de sufrir e imaginar a lo largo de su vida. Y como sucede con las lenguas, siempre son más los modos de significación que ni siquiera conocemos o comprendemos que nuestra modalidad específica. También, al igual que sucede con las lenguas, siempre tenemos la posibilidad de aprender un modo que no es el nuestro y hacerlo propio, aunque esto es crecientemente difícil a lo largo de las vidas humanas, ya que cada ser va siendo constituido, hecho, por su cultura o las culturas con las que se encuentra en contacto. Como dice Todorov (1991), siempre existe la posibilidad de rechazar las determinaciones de nuestra propia cultura, pero lo cierto es que la mayor parte de los seres humanos más que romper con esas determinaciones vive dentro de ellas.

Todos los seres humanos sentimos que pertenecemos a diferentes colectivos, a aldeas, ciudades, países, regiones, al mundo. A grupos etarios, de clase, género, a generaciones, movimientos culturales o sociales. En cierta medida, esas clasificaciones y los modos en que nos relacionamos con esas categorías identitarias están inscriptas en nuestras culturas. Pero hasta cierto punto cada uno de nosotros escoge con qué grupos se identifica, cuáles percibe como otros, qué significados y sentimientos nos despierta cada una de estas categorías.

En esta primera distinción, entonces, cultura alude a nuestras prácticas, creencias y significados rutinarios, fuertemente sedimentados, mientras la identidad se refiere a nuestros sentimientos de pertenencia a un colectivo. El problema teórico deriva del hecho empíricamente constatable de que las fronteras de la cultura no siempre coinciden con las fronteras de la identidad. Es decir, dentro de un grupo social del cual todos sus miembros se sienten parte, no necesariamente hay homogeneidad cultural.

La distinción entre cultura e identidad que buscamos desarrollar aquí es más enrevesada que esta formulación inicial y cada uno de los conceptos es en sí mismo más complejo. Sin embargo, esta diferencia entre tramas de prácticas y significados, de una parte, y categorías de pertenencia, de la otra, resulta un punto de partida necesario.

Un español puede hablarle a una mujer diciendo “¡hombre!”, tanto como un argentino usa el “che”, los chilenos el “huevón” o los mexicanos los “güey”. La cantidad de veces que un chileno dice “huevón” no indica nada acerca de cuán patriota es. “Che, qué país de porquería” es una expresión cotidiana en la Argentina: no debería ser indicador de patriotismo identitario.

Podría suponerse que prácticas y rituales con mayor densidad semiótica, como el tango, el chamamé o el forró son a la vez indicadores culturales e identitarios. Sin embargo, que un porteño baile el tango no nos informa nada acerca de su amor por Buenos Aires. Debemos comprender que se trata de dos preguntas distintas, no pueden responderse con los mismos datos. La presunción de que “bailar tango” o “comer asado” serían metonímicos respecto a una identidad se revelan más absurdas cuando reconocemos que el tango ha viajado hacia otras culturas y que se ha enredado con otras tramas de significados, y que japoneses o franceses, nacionalistas o no, puede bailarlo.

Ciertamente, en ciertos contextos una práctica, un ritual, una expresión imbrica cultura e identidad. Hace tiempo he mostrado cómo, en el contexto de Buenos Aires, inmigrantes de Bolivia recuperan danzas de diversas regiones andinas y despliegan un ritual comunitario en el cual se produce y fortalece una identidad específica (Grimson, 1999). En este caso, como en muchos otros, elementos de la cultura son tomados, utilizados y proyectados en relación a procesos identitarios. Allí se anuda un tipo de relación que, sin embargo, no puede extrapolarse fuera de ese contexto específico de sentido, ya que en cada espacio la relación entre ambos términos es una cuestión empírica a investigar y difícilmente podría presuponerse.

Es frecuente que diversos autores hablen indistintamente de la cultura y la identidad nuer, puertorriqueña o carioca. Así, entremezclan las rutinas cotidianas, las creencias y rituales con los sentimientos de pertenencia y su intensidad. De allí la idea de que si en un momento hay menor intensidad o difuminación de sentimientos nacionales eso implica que se desdibuja la cultura. Y viceversa: el esencialismo postula que toda apropiación e hibridación cultural es una pérdida de identidad. Así, es realmente un problema que se los considere sinónimos o automáticamente interdependientes.

Si la cultura tiene alguna relación con los habitus, las prácticas rutinarias, los modos de percepción y significación, y las identificaciones se vinculan a definiciones de la pertenencia, tomando las relaciones entre dos grupos cualquiera no hay equivalencia necesaria entre las diferencias culturales entre ellos y las distancias que mutuamente perciben en términos de pertenencia. De hecho, es frecuente que distancias culturales estrechas exijan, por múltiples factores contextuales, acrecentar subjetivamente distancias identitarias. Ejemplos abundan en el mundo actual: en la ex-yugoeslavia, pero también en el contexto palestino-israelí, pareciera que diferencias culturales comparativamente no tan marcadas devienen abismos identitarios irreductibles. Los méxico-americanos que desean y actúan para poner barreras a la migración desde México son otro ejemplo (Vila, 2000).

 

Esencialismo y deconstructivismo

Los conceptos de cultura e identidad se encuentran hace tiempo en el centro de los debates teóricos de la antropología y las ciencias sociales. Las críticas al esencialismo se han puesto tan de moda que se han tornado repetitivas. Al mismo tiempo, no siempre resulta claro cómo se pensaba la cultura y la identidad desde el esencialismo y qué es, con precisión, aquello que se le critica.

Quisiera proponer, esquemáticamente, un modo de lectura de dos posiciones que han prevalecido. Según la primera perspectiva en el espacio del planeta se encuentran distribuidas diferentes culturas, cada una de las cuales tiene una relativa homogeneidad, con fronteras más o menos claras y una identidad propia. Las nociones de territorio, sociedad, comunidad, cultura e identidad se encuentran anudadas en esta concepción que define el proyecto antropológico en relación a una ampliación creciente del conocimiento y comprensión de esa diversidad. En la medida en que las fronteras se encuentran definidas de manera tan fija, los grupos humanos aparecen cosificados, con lo cual se presupone la existencia de una esencia cultural y se reifican procesos que son históricos. Para esta perspectiva, que llamo culturalista clásica, la identidad se deriva simplemente de la cultura. Allí donde hay una frontera de un tipo la hay de otro, porque hay una implicación simple.

Durante el siglo XX ha habido un fuerte desplazamiento en el trabajo antropológico. La concepción clásica colocaba el énfasis en rescatar las “sobrevivencias culturales” previas al contacto con Occidente, justamente con la finalidad de subrayar las diferencias y archivar diversidades en riesgo de extinción. Esto implicó una opción metodológica de estudiar a los grupos humanos no occidentales como si no estuvieran siendo colonizados. Es sabido que en las etnografías clásicas prácticamente no aparecen los religiosos y administradores coloniales u otras figuran similares. El énfasis en narrar ese mundo como si no estuviera en contacto no sólo implicó negar el análisis de procesos de interacción, sino también producir imágenes ahistóricas y la idea de distancias culturales mayores muchas veces a las realmente existentes.

La hipervisibilización de los procesos migratorios, no producto de un incremento cuantitativo sino de que son las poblaciones antiguamente colonizadas las que se desplazan hacia Estados Unidos y Europa, junto con la compresión espacio-temporal del planeta (Harvey) relacionada con los cambios tecnológicos y comunicacionales, tornó inverosímil hacer como si se tratara realmente de mundos tan distantes. Desde los años ochenta se desarrolló una crítica que colocó el énfasis en la circulación, la permeabilidad, el carácter borroso de las fronteras e híbrido de las culturas. Los relatos nacionales que referían a la homogeneidad fueron desacreditados, no sólo por procesos de globalización, sino por dinámicas emergentes indígenas, afro, mestizas y regionales desde abajo que repusieron la distancia entre territorio jurídico, la cultura en el sentido tradicional y las identidades.

Estas tendencias contribuyeron para que se desplegara una fuerte crítica al concepto antropológico de cultura, comenzando por preguntarse si hay correspondencia entre territorio, comunidad e identidad y terminando por cuestionar cualquier acepción del concepto de cultura. En esta segunda perspectiva, habitualmente llamada posmoderna, algunos críticos no consideraron que era el proyecto de mapear la diversidad como si no hubiera interacción y conflicto el que generaba efectos de sustancialización, sino que consideraron que necesariamente “cultura” implica producir alteridades y fabricar fronteras. Comenzaron así a estudiarse interconexiones como si fueran entre personas o individuos, sin que se especificaran mediaciones o marcos culturales (Abu Lughod, 1997). En otras opciones, se propuso retornar a una visión dimensional de la cultura donde se trata de un adjetivo (la dimensión cultural), pero nunca de un sustantivo (Appadurai, 1996). Esto llevaba necesariamente a que cuando en la vida social la cultura aparecía sustantivizada por los actores sociales se propusiera que ella alude a la movilización de las diferencias y, por lo tanto, tiende a superponerse con “identidad” (idem).

Algo similar sucedió con este otro concepto comodín: identidad. Brubaker y Cooper (1997) han mostrado que hay versiones hard y soft de identidad. Esta noción “tiende a significar demasiado (cuando se entiende en un sentido fuerte), demasiado poco (cuando se entiende en un sentido débil) o nada (por su total ambigüedad)”. Los conceptos hard “preservan el sentido común del significado del término (el énfasis en la igualdad a través del tiempo o a través de las personas)”, siendo el mismo que se usa en la mayoría de las identidades políticas. Los conceptos soft rompen con ese uso práctico, pero quedan enredados en un “constructivismo cliché”, donde los adjetivos fragmentada, múltiple, contingente, negociada, hacen que nos interroguemos acerca de por qué -si es tan débil- necesitamos referirnos a identidad.

Hay tres aspectos claves que son entremezclados constantemente en las alusiones a la “identidad”: los atributos sociales, las relaciones entre las personas y los sentimientos de pertenencia (ver Brubaker y Cooper, 1997). Muchas veces tiende a presuponerse que si dos personas tienen atributos comunes, relaciones o sentimientos de pertenencia tienen una identidad. Es necesario comprender que estos tres aspectos no guardan ningún tipo de relación de causalidad entre sí.

Si se considera a los “atributos” desde un punto de vista objetivista, retomaríamos la distinción de Marx entre clase en sí (atributo en común) y clase para sí (sentimiento de pertenencia). Si se considera a los atributos como “clasificaciones sociales” y no como posiciones objetivas, en el sentido de que ser “pobre”, “negro”, “indio”, “blanco”, “marginado” es una definición muy variable entre sociedades, tampoco hay ninguna relación necesaria entre las personas socialmente consideradas indígenas y la existencia de una sentimiento de pertenencia. Si bien podrá suponerse que siempre el “atributo” es previo al “sentimiento”, ejemplos vinculados a la noción de “juventud”, pero también a noción de “raza” indican que también los sentimientos pueden intervenir sobre la construcción y clasificación de atributos.

En el caso de la conectividad interna del grupo es aún más clara la ausencia de causalidad mecánica con la identidad. Como Barth (1976) mostraba, personas con atributos distintos se comunican constantemente y eso puede generar tanto identificaciones comunes como exacerbar identificaciones distintivas. Como mostró Anderson, personas sin ningún contacto directo pueden imaginarse como parte de la misma comunidad e ir a la guerra. Podrá argumentarse que el print capitalism permitió esa imaginación al generar una comunicación diaria y homogénea, pero los estudios sobre nación en otros países (incluso con analfabetismo y sin medios masivos) indican que otros factores y agentes intervienen de manera decisiva en la construcción de esos sentimientos (Chatterjee, 1993; Chackabarty; Grimson, 2007).

Frentre a los argumentos ligados a perspectivas deconstructivistas y posmodernas que muestran que en una sociedad hay personas que creen en dioses y devoran animales cocinados de maneras muy distintas, se han propuesto al menos dos modos de retomar el concepto de cultura. Podrían designarse como la perspectiva distribucional y la diaspórica. Brevemente, ya que luego retomaremos esta visión, la perspectiva distribucional afirma que si bien los grupos no tienes rasgos culturales absolutamente homogéneos, tampoco podría afirmarse que los rasgos están aleatoriamente distribuidos en el planeta. Hay heterogeneidades e aspectos individuales, pero dentro de distribuciones comparativamente coherentes de rasgos culturales. Por lo cual, se propone descartar usos equivocados (exotizantes, homogenizantes, reificantes) del concepto de cultura, pero mantener los “usos óptimos” (Bruhmann, 1999).

 

Culturas en diáspora

La perspectiva diaspórica, entre otros desarrollada por Clifford (1997), desarma el nudo de “cultura” y “territorio” y propone la noción de “cultura viajera”. La generalización de la idea de diáspora, presente en muchos otros trabajos actuales, plantea el riesgo de reestablecer la esencialización que pretendía evitarse. Si todo grupo emigrante es considerado diaspórico se están confundiendo distintos procesos.
Vivimos en un mundo donde las grandes mayorías no se desplazan, ni debe presuponerse que todos los habitantes del planeta desean migrar. La gran mayoría de los migrantes, incluso, lo son por resignación, no por impulso o deseo. Sólo una ínfima minoría pertenece a los grupos nómades de alta calificación, que Lins Ribeiro conceptualizó, utilizando la referencia nativa, como “bichos de obra” por el hecho de que van de Mongolia a la Argentina y a distintas zonas de África construyendo, por ejemplo, represas hidroeléctricas.

Por eso, la idea de un mundo nomádico debe ser colocada bajo sospecha. Las nuevas nociones merecen ser sometidas a largas pruebas empíricas que contrarresten modas superficiales que favorecen la jerga a la comprensión. Migrantes de un mismo país y grupo social que no mantienen relaciones entre sí ni un fuerte sentimiento de pertenencia, indican que lo diaspórico es una forma específica, ligada especialmente a lo que llamamos sentimiento de pertenencia o identificación. Hay migraciones sin identificación. La adjudicación a todos ellos de una identidad diaspórica implica una esencialización.

Numerosos autores afirman que se ha incrementado el número o la proporción de migrantes o, incluso, que las migraciones son una característica de nuestra época. Migraciones ha habido en todas las épocas, a veces en proporciones mayores que en la actualidad. Lo que ha cambiado no es una cuestión numérica, sino política y cultural. Se han transformado los destinos de los migrantes, así como sus prácticas y sentidos de territorialidad. Por lo tanto, se ha transformado el significado de la migración en el mundo contemporáneo.

Algunos autores han conceptualizado como transnacionalismo el proceso inédito de interconexión entre zonas de origen y destino. Interconexión física que incluye comunicaciones por aire y tierra, así como un significativo mercado “étnico” o cultural de productos alimenticios, vestimentas, artesanías e interconexión virtual que incluye comunicaciones telefónicas, envíos de videos y telemática. La fluidez de esas comunicaciones y esos intercambios constituye un escenario donde las distinciones entre distancias físicas, culturales e identitarias se procesan cotidianamente.

El problema teórico es cuándo un fenómeno es efectivamente diaspórico, quién lo construye de ese modo y por qué. Cuando son los académicos, entremezclando migración, cultura e identidad estamos realmente en problemas. Los trabajos empíricos ofrecen otros indicios. Gordon (1998) analiza en la costa caribeña de Nicaragua diferentes construcciones culturales de “raza”, color y nación. Los creoles se consideran allí a sí mismos como parte de “diásporas diferentes” mientras negocian y naturalizan prácticas e ideas de lo que Gordon llama “sentido común creol”, sin aceptar automáticamente conceptos de negritud racializada.

Pareciera que “cultura” e “identidad” no encastran aquí de maneras perfectas. Justamente Gordon y Anderson (1999) distinguen entre diáspora como herramienta conceptual referida a un grupo de personas y diáspora en referencia a una formación de identidad. Otra vez resulta necesario preguntarse si los sujetos son agentes de procesos analizables, etnográfica o históricamente, como identificación diaspórica.

Yelvington (2003) ha cuestionado que se considere a la diáspora africana como un dato dado a partir de una negritud indiscutida o una “África secreta”. Afirma que “debemos localizar [locate] a la diáspora en tiempo y espacio, pero dislocarla [dislocate] de los cuerpos y lugares ‘racializados’ desde donde se supone que irradia” (2003:559). Así, propone analizar etnográfica o históricamente los indicios que ofrecen los sujetos que estudiamos y poder preguntarnos cuándo, dónde y quién en relación a la diáspora. La indicación de Yelvington es homóloga a la que proponemos: desnaturalizar la noción de que allí donde hay color de piel u origen común hay siempre una cultura y una identidad compartida. Desligar cada uno de estos aspectos y separar las categorías de los actores de las analíticas.

 

Diferencias

De hecho, a pesar del mismo origen o color de piel, los cambios generacionales generan de manera clara y a veces vertiginosa esas distancias culturales. Esto es clave, ya que los análisis de las ciencias sociales no han logrado hasta ahora revertir la persistencia de los adultos, a veces risueña, a veces dramática, en presuponer que sus actos o mensajes serán decodificados en la clave en que son enviados. Recordemos una escena del film Babel: un rifle, entregado como ofrenda de agradecimiento por un turista japonés a un campesino marroquí que hizo las veces de acompañante del cazador transnacional, es vendido a otro marroquí, de sectores rurales, quien, a su vez, se lo entrega a sus dos hijos para que vayan de caza. El padre imagina que el objeto sólo puede tener la función que él define, ya que esa es la función que ha tenido en su propia historia. Pero sus hijos son ávidos consumidores de otros textos, hollywoodenses, de acción y guerras, y prueban puntería como en un juego contra un ómnibus repleto de turistas americanos, hiriendo gravemente a una mujer. Su acto es reinterpretado por la sociedad adulta como un atentado terrorista. Babel, como no podía ser de otra manera, ofrece múltiples líneas interpretativas, pero podemos abordar una sugerencia: quizás detrás de actos que nosotros estamos dispuestos a clasificar de manera veloz y reductiva, inclusive actos trágicos, se encuentren solamente babeles, lenguajes aparentemente inconmensurables, al menos si no estamos dispuestos a asumir y pensar esa diferencia cultural.

No es casual que una analogía haya aparecido en la película realizada por once directores de distintas zonas del planeta titulada 11-09-01. Un grupo de adolescentes de Burkina Faso, atravesando las necesidades más básicas, se encuentran en la tapa del diario local con la recompensa ofrecida a cambio de la captura de Bin Laden. Minutos después ellos ven a Bin Laden caminando por su ciudad y deciden perseguirlo para hacerse del dinero. La ilusionada persecución del cuerpo que los niños significan como Bin Laden habla justamente de esa intersección entre lo lúdico, los medios masivos, el terrorismo y la interculturalidad. Más dramáticamente lo expone el film iraní sobre los refugiados afganos, preguntándonos cómo puede una maestra lograr que se comprenda el atentado a las torres gemelas por parte de niños que nacieron, viven y solo conocen casas de adobe. Simple y desglobalizador.

En la medida en que se pensaba la cultura como perteneciente a una comunidad territorial, la diversidad cultural era imaginada como algo distribuido en el espacio. Percibir las heterogeneidades de cada sociedad, pensar las pertenencias jurídicas disociadas de las pertenencias culturales, los derechos ciudadanos de los sentimientos de identificación, permite comprender cómo la diversidad se hace presente en cada espacio. Muchas veces se trata de extranjeros en el sentido de no tener acceso a cuestiones estratégicas. A veces, se trata de diferencias de poder que se culturalizan, en el sentido de que a esas desigualdades se les adhieren características educativas, de origen, de generación, étnicas, de género o las que fueran. Otras veces, efectivamente, se trata de extranjeros que no comprenden los lenguajes locales o hegemónicos, sean el inglés, el castellano, el digital, y esas diferencias culturales se politizan, especialmente cuando tienden a producir sedimentaciones, tipologías persistentes.

Esas dos variantes de la extranjería se imbrican. Unos no hablan la lengua local porque estructuralmente han quedado confinados al guetto. No tienen condiciones para escoger aprender otras lenguas. Nunca sabrán que sus recursos escasos, que los hacen pronunciar de modos peculiares por los que son socialmente estigmatizados, a la vez resultan estetizados en best sellers académicos como políglotas o encarnaciones de la multiculturalidad. Si pudieran escoger quizás preferirían ser ignorados por ensayistas que los objetualizan y contar con posibilidades efectivas de acceder a otros universos culturales.

 

Linajes y metáforas

Las teorías antropológicas de la identidad tuvieron como referencia y fuente de inspiración un proceso central. Desde fines de los cincuenta hasta la actualidad una dimensión clave de los análisis, conceptualizaciones y debates acerca de la identidad bebe de la etnicidad y las relaciones interétnicas. Esto no significa que se creyera que las identidades juveniles, nacionales o de los movimientos sociales funcionan, siempre, como identidades étnicas. Se trata de un proceso metafórico de construcción teórica por el cual el modelo de lo interétnico permite generalizar y trascenderse casuísticamente. Puede resultar difícil para aquel que no es antropólogo comprender qué relación podría haber entre la etnicidad y movimientos sociales no étnicos. En realidad, la pregunta no debería formularse de ese modo. Se trata de una relación entre perspectivas acerca de la instrumentalidad, la supuesta esencialidad, la relación entre identidad, comunicación y organización social, los procesos fronterizos y contrastivos. Se trata de la relación entre esos conceptos que fueron pensados en relación con la etnicidad y que, aunque cambien drásticamente, también pueden ser pensados para otros procesos.

En América Latina, un capítulo clave de la construcción de la antropología se realizó sobre la base de las relaciones interétnicas, con fuerte influencia de la “teoría de la fricción interétnica”. Cardoso de Oliveira definía así la situación de fricción interétnica: “situação de contato entre duas populações ‘dialeticamente unificadas’ através de interesses diametralmente opostos, ainda que interdependentes” (1962:127-8). En esta perspectiva, que buscaba la especificidad del conflicto interétnico en relación a conflicto de clases, los intereses definían al colectivo, y su identidad histórica y relacional. Los culturalismos, al presuponer que las identidades emergían de particulares perspectivas del mundo, no contribuían, sino por el contrario, a comprender las lógicas de los intereses.

El gran aporte de este enfoque ha sido desvincular cultura de identidad. En la medida en que las identidades son construidas, inventadas, manipulables, pueden postular la existencia de fronteras culturales que no siempre son empíricamente verificables. El caso más claro que permitió observar esto es el nacionalismo que en sus reclamos de homogeneidad cultural afirma fronteras que cualquier antropólogo iniciante pueden mostrar que no tienen correspondencia empírica. Este argumento después se extendió a grupos étnicos de diferentes dimensiones, llevando hasta el extremo los argumentos barthianos.

Generalmente, desde esta perspectiva las identidades son el resultado de intereses y procesos políticos (a veces se imbricados con económicos). Si bien esta visión ha contribuido a desustancializar las identidades y a desacoplarlas de la cultura, en las últimas décadas resultó claro que había menosprecio hacia el papel de esta última. Su énfasis en lo político, en la conflictividad y en los intereses chocó con los límites de su anticulturalismo. Se producía así otro capítulo frustrado de la relación entre cultura y política. [2]

Relación que desde otras perspectivas latinoamericanas, también en diálogo crítico con el marxismo, eran procesados a partir de otros linajes, más asociados a Gramsci, Bourdieu o Williams (ver, por ejemplo, García Canclini; Martín Barbero; Ortiz). Si se pretende intentar avanzar con la comprensión de la naturaleza de las fronteras contemporáneas, especialmente, acerca de la relación entre las fronteras de las culturas y las fronteras de las identidades, resulta necesario buscar articulaciones de ambas tradiciones.

Considero que para repensar la noción de cultura es necesario realizar una operación metafórica con el concepto de nación. La nación ha sido uno de los objetos más debatidos y analizados por la antropología y la historia en las últimas tres décadas. Fue pensada ya desde el siglo XIX por el esencialismo, el constructivismo, el deconstructivismo, el nacionalismo, el internacionalismo y el globalismo. Al mismo tiempo, tiene una peculiaridad empírica: constituye una unidad de alta complejidad porque en ella siempre se hace presente, de algún modo, una heterogeneidad que la define. Es decir, la nación es quizás la unidad que contiene la máxima heterogeneidad posible en su interior. Habrá que dilucidar la naturaleza de esa “unidad” y esa “heterogeneidad”.

Exploremos si es posible pensar metafóricamente la relación entre cultura y nación. El concepto tradicional de cultura, así como la idea antigua de nación, presuponían homogeneidad. Desde aquella perspectiva, en una cultura y en una nación las personas creían en un dios, hablaban una lengua, cocinaban ciertos animales y no otros, practicaban ciertos ritos. Resulta claro que las naciones que hoy conocemos no responden a ese estereotipo. Una gran parte de las naciones son multilingües, plurireligiosas, pluriétnicas, etc. Lo que resulta interesante es que muchas veces pretende conservarse intacto el concepto de cultura, como si hablara de unidades homogéneas exclusivamente, y de ello se deriva la idea de que “todas las naciones son multiculturales”. En esa formulación se equipara la cultura con grupo étnico. Por ello, “multicultural” y “multiétnico” parecen sinónimos. Esto es problemático, porque muchas otras heterogeneidades son excluidas de esa conceptualización. Si “identidad” bebió suficientemente de etnicidad, ya es hora de que cultura lo haga del concepto contemporáneo de nación.

El principal problema de la restricción de cultura para aludir a unidades homogéneas es que cuando observamos más de cerca esas mismas unidades resultan evidentes las heterogeneidades. En el mundo contemporáneo la distancia cultural intergeneracional se amplía, se procesan de nuevos modos las diferencias de género, las migraciones tornan visible y cotidiano al tercer mundo en los países centrales, y las conexiones mediáticas plantean nuevos paisajes de la translocalidad. Estos distintos modos de interconectarse también alimentan la heterogeneidad en el grupo.

Ahí emerge entonces otro camino, profundamente simplificador. Consiste en proponer que no pensemos más en esas unidades o en esos marcos. Se afirma y decreta que todas las fronteras han desaparecido, que lo único que hay frente a nosotros es porosidad, que hay mucha gente interconectada entre distintas zonas del mundo y así sucesivamente.

Desde mi punto de vista, se trata de una rendición incondicional ante la complejidad. Como el mundo es heterogéneo, complejo y dinámico decimos que toda catalogación, unidad o marco es una ficción del antropólogo. Cuando pensamos detenidamente en estas afirmaciones percibimos sus riesgos. El mundo es complejo pero los japoneses siguen sin hablar francés ni ruso en los primeros años de vida; los mexicanos no escucharon músicas rumanas en su infancia y no consideran como “propio” el cordero cocinado al estilo de Argelia.

Salvo excepciones, claro está, pero esta cuestión de tratar de guardar las proporciones no es menor en el debate. La mayoría de la gente no migra, la mayoría de la gente no es bilingüe, la mayoría de la gente no tiene pleno acceso a las tecnologías telemáticas, las lenguas primeras siguen siendo relevantes, la ubicación geográfica sigue siendo relevante. Y lo seguirán siendo en el futuro.

El mundo ha cambiado, claro está. Pero seguimos intentando comprender seres humanos que con recursos muy distintos despliegan su vida en regiones distintas del planeta y se comunican de modos diversos.

Debemos prestar un poco menos de atención a las modas académicas y un poco más de atención a los modos en que las personas reales, de carne y hueso, vivencian estos fenómenos que estamos discutiendo. Una minoría –cuantitativamente irrelevante- se siente “ciudadano del mundo”. Las mayorías sienten que habitan lugares, en países, en culturas y piensan “clásicamente” o sea “etnocéntricamente” en “los otros”. Cuando los ciudadanos del mundo no comprenden esto también piensan y actúan etnocéntricamente.

Si pensamos hasta qué punto las culturas son o no coextensivas con las fronteras nacionales, la distinción entre heterogeneidad cultural más o menos visible y el sentimiento de pertenencia más o menos poderoso se torna muy relevante.[3]  Si no fuera así habría que concluir en una ley general antropológica que afirmase que toda sociedad multilingüe y multiétnica tiene un sentimiento nacional de pertenencia más débil que una sociedad monolingüe y con rasgos étnicos homogéneos. O sea que mayor uniformidad implicaría más identidad y viceversa. Las cosas serían simples.

Sabemos que esto no es así y las sociedades nacionales ofrecen ejemplos diversos y complejos. Pero también estas desarticulaciones entre cultura e identificación suceden en (al menos) algunos grupos étnicos. No se trata aquí de reintroducir una perspectiva individualista que siempre interroga acerca de si no hay algún individuo distinto en cualquier grupo. Es obvio que en cualquier grupo hay múltiples diferencias. Sin embargo, cuando hablamos de cultura pretendemos decir que cada grupo significa, valora, jerarquiza sus propias diferencias de maneras distintas. Es posible que existan tantas diferencias relevantes en grupos relativamente pequeños como en grupos, por ejemplo, que se constituyen en étnicos en un proceso migratorio específico.

Así como dentro de fronteras identitarias instituidas por agenciamientos políticos hay una cierta heterogeneidad cultural, puede suceder exactamente lo contrario, como es frecuente en América Latina. Y en zonas de Europa, como la frontera entre España y Francia: grupos que hablan la misma lengua, celebran las mismas festividades, usan ropas similares, en fin, grupos que tienen algo así como aspectos culturales muy similares, terminan adscribiendo con el paso del tiempo a nacionalidades distintas y, a veces, en conflicto. Tanto para la perspectiva nacionalista como para la perspectiva romántica o populista, la desarticulación entre cultura e identificación constituye una anomalía que debe ser corregida. Los nacionalistas clásicos buscarán que no sólo la población se identifique con su patria sino que adopte sus “pautas culturales”. La multiculturalidad y heterogenidad es visualizada como un obstáculo para los intereses nacionales. En cambio, los románticos consideran la identificación étnica analógicamente como los marxistas pensaban la clase en sí y la clase para sí. La cultura es clase étnica objetivamente existente y la ausencia de etnicidad política sólo indica “falsa conciencia”. La conciencia étnica es un deber ser que si no se expresa es porque existe de manera invisible o existirá inevitablemente en el futuro. En cualquier caso el futuro no tendrá anomalías: en esa utopía cultura e identidad se reencontrarán.

Categorías, pertenencia y configuraciones

Retomamos varias de las críticas y dilemas que hemos analizado para intentar una enunciación breve de cómo entendemos que podrían distinguirse los conceptos de cultura e identidad.

A nuestro entender resulta necesario acotar las acepciones de identidad, en referencia exclusivamente a las clasificaciones de grupos sociales y a los sentimientos de pertenencia a un determinado colectivo. Toda sociedad, como hace tiempo mostraban Durkheim y Mauss, produce innumerables clasificaciones. La más fundamental de esas clasificaciones se refiere a las divisiones y agrupamientos de la propia sociedad y de las sociedades vecinas o significativas. A lo largo de su historia clasificaciones sociales, políticas, territoriales, ideológicas, estéticas, étnicas, de género, de generación emergen, tienen mayor o menor relevancia social y sedimentan. Porteño, tucumano, correntino, federal, peronista, gorila, comunista, hippie, rockero, punk, mapuche, boliviano, son hoy categorías que en la Argentina tienen sentido. Así, en un contexto histórico específico una sociedad tiene una caja de herramienta identitaria, un conjunto de clasificaciones disponibles con las cuales sus miembros pueden identificarse a sí mismos e identificar a los otros. Algunas de esas categorías son antiguas, otras son emergentes, algunas fueron fabricadas a su interior, otras han viajado desde lugares remotos.

Las características de esa caja de herramientas identitaria ofrecen un panorama acerca de cómo una sociedad se piensa a sí misma y cómo sus miembros actúan en relación a otros. Las categorías disponibles tienen distinta relevancia social. No se trata simplemente de que un término sea lingüísticamente comprensible, sino de que tenga potencia identificatoria. Así, por ejemplo, en el castellano que se habla en Argentina existen las palabras “mulato” o “mestizo”, pero ninguna de ellas tiene relevancia clasificatoria comparable al lugar que tiene el primer término en la “caja brasileña” o el segundo en la mexicana o peruana. Esas clasificaciones hablan, así, de una historia social, cultural y política incorporada en el sentido común. De manera análoga, en otros países de lengua castellana “gorila” alude específicamente a una animal, mientras en Argentina adquiere sentido político, como antiperonista.

En una sociedad las clasificaciones son más compartidas que los sentidos de esas clasificaciones. Así, “porteño” o “boliviano” puede adquirir sentidos negativos o positivos para distintos miembros de la sociedad y, como ha establecido la investigación antropológica, los sentidos negativos pueden desglosarse en diferentes tipos que van desde el racismo, el clasismo, el fundamentalismo cultural, u otros. Por ello, una parte decisiva de los conflictos sociales es una disputa acerca del sentido de las categorías clasificatorias. Hay movimientos sociales y culturales que buscan invertir sentidos estigmatizantes, como el célebre “black is beatifull”. En otros contextos, los movimientos pueden considerar que los sentidos peyorativos se encuentran tan sedimentados que la lucha por el significado debe implicar al propio significante. Así, reemplazar “black” por “afro”.

Por otra parte, conviene reservar la noción de identificación para aludir específicamente al sentimiento de pertenencia que las personas tienen respecto de un colectivo, siempre cristalizado en una categoría disponible. Como mostramos, los aspectos ligados a los atributos sociales y a las relaciones entre las personas no tienen vinculación causal alguna con sus sentimientos de pertenencia. En ese sentido, consideramos que la identificación es siempre una definición de los actores sociales y no una conclusión objetivista del investigador.

Las categorías identitarias, ciertamente, no sólo se usan para referir a una descripción de la sociedad o para aludir a la relación del hablante con su pertenencia. También, las personas las utilizan para referirse a sus interlocutores, situación clave de reconocimiento, aceptación o rechazo. Como es frecuente que exista una diferencia entre los modos en que una persona es considerada por las otras y cómo se considera a sí misma, para aludir a los modos en que una persona o grupo o institución se refiere a sus alteridades conviene reservar la noción de interpelación. Utilizando la caja de herramientas identitaria un miembro de una sociedad se identifica, es interpelado e interpela a los otros. Se afilia, desafilia, estimatiza, es estigmatizado, contraestigmatiza.

En ese proceso de circulación social de categorías y clasificaciones humanas, se disputan sentidos, desigualdades y jerarquías. Esas disputas son factibles porque se comparten las categorías, porque los significantes se anudan a algún significado, aunque no necesariamente al mismo.

Ese compartir un territorio de diferencia, de conflicto, una arena que es histórica, está vinculado a la noción de cultura. Frente a las visiones de que cada cultura es homogénea y frente a las propuestas que -como esa homogeneidad no se verifica- infieren que el concepto de cultura debe ser deshechado, necesitamos un concepto que explique por qué “chapaco”, “paisa”, “boricua”, tienen sentido en un espacio social y no en otro. También un concepto que distinga dos fenómenos: a) que en toda sociedad las principales categorías son polisémicas y contestadas; b) que en otras sociedades esas disputas no existan o sean completamente diferentes, como sucede con “mestizo”, “mulato”, “gorila”.

Hay tres elementos constitutivos de toda cultura que, sin embargo, no forman parte de las definiciones antropológicas clásicas de cultura: la heterogeneidad, la conflictividad y la historicidad. Algunas de las respuestas ante los posmodernos, como la de Brumann, mostraron que los clásicos no negaban aquellas características. Sin embargo, resulta claro que tampoco estaban presentes en sus conceptualizaciones, no sólo del término, sino de los análisis de las sociedades que estudiaban. Podría ofrecerse una lista de excepciones, que en algún aspecto podría incluir a varios autores clásicos. Sin embargo, se trata más de intentar actualizar el proyecto teórico de Leach en Sistemas políticos de Alta Birmania que de creer que ese u otro libro hace mucho que han resuelto todos nuestros dilemas teóricos.

¿Cuáles son los conceptos que las teorías históricas y antropológicas de las naciones pueden ofrecernos para pensar la cultura? A mi entender, el carácter imaginado de la comunidad se ha expandido al pensamiento sobre las identidades. Del mismo modo, la historicidad de lo social se ha incorporado a todas las dimensiones de la teoría. El hecho de que las naciones o las culturas sean históricas simplemente significa que son humanas. El problema no radica en el cambio, sino en eventuales préstamos, apropiaciones o híbridos que el cambio introduce.

A mi entender, el mayor desafío que plantea la noción de cultura se refiere a que, al igual que las naciones, si existen, son fenómeno de alta complejidad. La complejidad radica en que si observamos cualquier región del mundo encontraremos, incluso en espacios restringidos, múltiples prácticas curatorias, concepciones contrastantes de juventud, usos diferentes de tecnologías, cambiantes dioses siendo invocados, amor y repulsión hacia la carne de cerdo o de caballo, percepciones disímiles acerca del futuro de la humanidad.

La pregunta es si existen fronteras. No sólo líneas demarcatorias de pertenencias. Fronteras de significados, lugares reales o virtuales donde un santo o una virgen, un color de piel o un beso entre varones, un estilo de vestir o de caminar, cambian drásticamente de sentido. Si hay un límite que separa no sólo significados, sino, más bien, regímenes de articulación de significados. Si existen, dentro de esos marcos culturales hay diversidad. Pero esa heterogeneidad necesariamente estaría contingentemente organizada de algún modo. Si no se encontrara articulada, la noción de marco cultural sería ociosa.

Es sobre esta cuestión crucial que las teorías de la nación han realizado aportes decisivos. Chatterjee (1993) sostuvo que la nación tiene temporalidades heterogéneas y que, aunque sea proyectada como utopía, la nación es una heterotopía. Segato (1998) construyó la noción de formaciones nacionales de diversidad aludiendo a las modalidades históricas que en cada espacio nacional instituyeron formas específicas de interrelación entre las partes.

Retomando la idea de Segato puede haber naciones en las cuales los criterios étnicos, sociales o políticos tengan mayor o menor relevancia, producto de procesos históricos de formación del estado, de la construcción de los sentidos de la identidad y de la fabricación de alteridades. En un sentido similar, Briones (2005) propuso la noción de formaciones nacionales de alteridad para dar cuenta de estas lógicas políticas de la desigualdad y la heterogeneidad.

La cuestión es que en el espacio de la nación, al igual que en cualquier cultura, no sólo hay diversidad o heterogeneidad, sino una lógica instituida de interrelación entre las partes, que implica una noción acerca de qué es una “parte” y qué no puede ser enunciado como parte. En una investigación reciente que buscaba comparar la Argentina con Brasil preguntamos a más de doscientos mediadores socioculturales de seis ciudades argentinas y brasileñas cómo se divide la gente en su país (Grimson, 2007). No sólo encontramos criterios diferentes de clasificación de las partes, sino también significados contrastantes acerca de qué significa “dividir” en un país y otro. Dicho de modo simplificado, mientras en Brasil se divide para integrar cada parte en su lugar, en Argentina la división se vincula a confrontación (Semán y Merenson, 2007).

Los conflictos sociales generalmente tienden a desarrollarse en esa lengua compartida, utilizando las categorías identitarias sedimentadas en función de posiciones de sujeto autorizadas o alentadas. También hay conflictos sociales que disputan la propia lógica de la interrelación, generando posiciones imprevistas. En este caso, se trata de movimientos que trabajan sobre la propia frontera: no sólo sobre el sentido de una identidad o una posición, sino sobre la propia cultura, sobre el sentido de todas las interrelaciones.

Las heterogeneidades que se articulan no deben ser comprendidas sólo o principalmente como identidades y menos aún como etnicidades. En sus críticas a los abolicionistas del concepto de cultura  Brumann sostiene que los rasgos culturales no son homogéneos en cada grupo y contrastantes con el grupo vecino, pero que tampoco se encuentran aletatoriamente distribuidos por el mundo como si hubiera alguien nacido en Bali que hablara japonés, bailara tango, practicara el umbanda y defendiera la soberanía a los pueblos originarios del mundo andino. Incluso si esa persona es hoy factible, sería ridículo pensar los dilemas del mundo contemporáneo a través de ese caso. Brumann defiende una perspectiva distributiva de la cultura, señalando que una persona podrá no tener un rasgo determinado (hay argentinos vegetarianos y brasileños que detestan el carnaval), pero que esas características no son azarosas.

Es necesario agregar algunos elementos relevantes. Un lenguaje simbólico compartido implica que no es lo mismo no comer carne de vaca en Argentina que en otras regiones, porque la persona vegetariana sabe, tiene incorporado el lugar que ocupa la carne en el conjunto de las prácticas cotidianas del lugar en el que habita. No significa lo mismo “huir del carnaval” en Río o en Buenos Aires (nadie huye de un fenómeno menor), porque “carnaval” significa cosas completamente divergentes, y eso lo saben sus practicantes y los sectores altos que en algunos casos se deleitan diferenciándose de “la masa”, una masa que no existe de ese modo en París. Esa es la primera cuestión: las personas que habitan una cultura y no comparten uno u otro rasgo frecuente a su alrededor, significan de un modo distinto ese rasgo y esa diferencia que alguien que habita otra cultura. O sea, hay fronteras.

La segunda cuestión es que las culturas no son sumatorias diferentes de rasgos, como podría malinterpretarse de la propuesta de Brumann. Son combinatorias distintas, articulaciones específicas, estructuras (contigentes, históricas) de elementos que adquieren significado en la trama relacional.

Por eso, la presencia de un televisor o una laptop en una tribu indígena, de un muñeco del Pato Donald en un cargamento con ofrendas a la Virgen de Urkupiña, de cualquier proceso de incorporación de un símbolo, práctica o elemento que viaja desde otros lugares reales o virtuales, implica un nuevo lugar en esa combinatoria. Por lo tanto es un cierto trastocamiento de la articulación anterior, un cambio cultural menor o mayor. La incorporación del mismo signo a diversas articulaciones sólo puede comprenderse como homogeneización si se considera que las culturas son sumatorias de características con significados transcontextuales y que, por lo tanto, no hay marcos de articulación de las heterogeneidades.

 

Algunos problemas para concluir

Una cultura, como configuración, se encuentra conformada por innumerables elementos de diferente tipo que guardan entre sí relaciones de oposición, complementariedad, jerarquía. Una identidad, como sentimiento de pertenencia asociado a una categoría, es un elemento clave de una cultura. La relación de una configuración cultural con una categoría de identificación es de extrema complejidad.

Conviene señalar, antes de concluir, al menos dos problemas de esa complejidad. En primer lugar, cultura e identidad son categorías de la práctica y de análisis. Esto se podría resolver con una postura nominalista, pero lo cierto es que las categorías son convencionales. Nuestra propuesta es doble: aunque podemos considerar conveniente hablar de configuraciones culturales más que de culturas para especificar la conceptualización actual, así como de sentimientos de pertenencia o en otros casos de categorías de identificación más que de identidades, también creemos que es factible continuar usando los términos con linaje, pero especificando cómo los comprendemos.

El segundo problema es que siendo cultura e identidad procesos diferenciables y que no se vinculan mecánicamente, sí están muy entrelazados en un sinnúmero de escenarios y procesos relevantes. O sea, este trabajo de ninguna manera pretende negar que cambios culturales puedan implicar fuertemente cambios identitarios y viceversa. Por ejemplo, en la medida en que líderes sociales postulan que la pertenencia a una categoría implica una serie de reglas cotidianas o rituales, hay un entrelazamiento relevante. De la misma manera, para dar un ejemplo extremo, si un grupo humano es sometido y obligado a abandonar su lengua, podrá resistir en mayor o menor grado, pero nuevamente habrá cambios en ambos niveles.

El punto clave es que las fronteras no siempre son coincidentes, aunque los discursos identitarios postulen que sí. En ciertos contextos una categoría se pretende coincidente con una configuración ya construida o aún proyectada. En la construcción de un sentido hegemónico de esa categoría identitaria los actores exploran elementos presentes y a la vez polisémicos de la configuración cultural para asociarlos directamente al sentido que pretenden otorgarle de la identidad. Hay elementos históricamente asociados, mientras una enorme porción de elementos de la configuración se encuentran tan naturalizados que, aunque puedan ser contextualmente distintivos de un grupo, no son enfatizados o a veces ni siquiera visibilizados o a veces incluso negados.

Cultura e identidad aluden a aspectos analíticamente diferenciables de los procesos sociales. La relación entre esos dos aspectos no puede presuponerse y generalizarse para todos los casos. Podremos encontrar casos en los cuales en un grupo crecen o decrecen juntas las fronteras culturales y las fronteras identidades, así como podremos encontrar todas las combinaciones posibles entre ambos términos. Lo que resulta indispensable es analizar por separado los aspectos de la cultura y los de la identidad, así como asumir que las respuestas sólo se encuentran en cada caso empírico.

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Notas

[1] Dice Briones: Los mapunkies, mapuheavies y mapurbes “son jóvenes muy jóvenes que encontraron en las imágenes estéticas de un poeta guluche como David Añiñir la posibilidad de expresarse y sentirse expresados. Ser mapunky refiere a poder sentirse mapuche y anarco-punk a la vez, o de ser un Mapuche Punk. Ser mapuheavy implica ser Mapuche y Heavy Metal a la vez, o ser un Mapuche Heavy Metal. Ser mapurbe habla de la experiencia y posibilidad de ser Mapuche urbano, a pesar de lo que predica el sentido común preponderante”.
[2] Buscando superar ese anticulturalismo, por ejemplo, Pacheco de Oliveira –formado en la corriente crítica del culturalismo- intentaba en 1998 analizar a los “indios mixturados” del nordeste brasileño, explorando diálogos teóricos con Hannerz y Gracía Canclini.
[3] Sobre esta cuestión se produjo uno de los debates teóricos más interesantes de la antropología brasileña, que no podremos comentar aquí en detalle, entre Joao Pacheco de Oliveira (1998) y de Eduardo Viveiros de Castro (1999).

 

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