Ya es de lo más significativo el solo hecho de que exista una cocina nicaragüense. Hay algunos países, sobre todo entre los formados por emigrantes de muy diversa procedencia, que no se pueden ufanar de una cocina digna del nombre de nacional, o sea, una cocina propia, vernácula, con carácter original. Los Estados Unidos son el ejemplo más conocido de esto. Con la excepción de Nueva Orleans que debe a sus orígenes franceses, españoles y africanos bien combinados, así como a sus viejas relaciones con el Caribe, una excelente cuisine créole, los Estados Unidos nunca se han puesto por encima del eterno fried chicken de los pueblos del sur o los socorridos ham-and-eggs del resto del país, que ni siquiera se distinguen por su originalidad. Para comer como es debido en ese gran país, hay que gastarse una fortuna en restaurantes franceses, italianos, alemanes o chinos –se encontrarán en Nueva York de todas las nacionalidades imaginables, incluyendo la nicaragüense– si no se quiere consumir de carrera los preparados comerciales que pasan por comida en automáticos y cafeterías o, peor aún, en farmacias y tiendas. Aunque la industrialización y la correspondiente comercialización de todas las funciones humanas, principiando por la nutritiva, hayan empeorado las cosas en los Estados Unidos hasta el extremo de que parezca ya sin remedio a los entendidos, no bastaría esto para explicar la inexistencia de una cocina norteamericana. Ésta nunca ha existido porque nunca se ha dado tampoco la unidad espiritual necesaria para el florecimiento de una cultura popular, colectiva, arraigada en el suelo nacional. Los brotes culturales de ciertas comunidades sectarias parecen haber sido débiles y aislados, sin influencia ninguna en la masa del pueblo norteamericano. La cultura del yanqui, más todavía que la del sureño, es en sumo grado individualista, enteramente personal y privada. Se deriva, sin duda, de la actitud religiosa del protestante, algo que se conquista en la soledad del espíritu, aisladamente de la naturaleza circundante y sin profunda relación con una comunidad social determinada. Ése no es, desde luego, el ambiente propicio para que logre brotar del suelo una cultura popular jugosa y con ella una cocina nacional o por lo menos regional. El puritano, por lo demás, era frugal, y desconfiaba de los placeres de la mesa casi tanto como de los otros placeres carnales. El norteamericano que sabe gustar de la buena mesa, lo ha aprendido en Europa, en la América Latina o en otra parte, cuando no en los restaurantes extranjeros de su país. Pero el resto de las familias norteamericanas, por lo menos un elevado porcentaje, ignoran en absoluto el arte de comer. Gastronómicamente hablando, son analfabetas.
En cambio un pueblo pequeño y pobre como el nicaragüense, creó su propia cocina, con los ingredientes traídos de España y los aportados por los indígenas de la tierra, mezclados en el caldero de su economía tiánguica, porque precisamente se formó como pueblo en el seno de una cultura colectiva de caracteres originales. Hay una frase de un escritor francés que se ha popularizado porque resume en dos palabras la situación: Une cuisine? Voilá une politesse! Donde haya una cocina nacional es porque existe una cultura. Hoy es frecuente hablar de una cocina típica. Se la equipara a los otros banales pintoresquismos de un país, con los que se espera atraer al turismo y sus dólares. Afortunadamente no es su tipismo lo que distingue a la cocina nicaragüense, como tampoco al pueblo, ni a Nicaragua, sino su autenticidad, el ser, como éstos, expresión de una misma realidad. Lo típico es lo propio visto con ojos de extranjero. Lo auténtico es lo de uno cuando se mira con los propios ojos.
Vista con ojos nicaragüenses, la cocina de Nicaragua es tan auténtica como cualquiera de las que existen. Lo que realmente importa es su existencia, la cual es indudable para el nicaragüense y está a la vista del extranjero que haya vivido en Nicaragua el tiempo suficiente para tomarle gusto a la comida del país o lo contrario. Es aquella una inconfundible cocina mestiza, cuyos antecedentes hispánicos e indígenas y aun africanos sería fácil establecer en un estudio detenido. Pero también son tales su calidad y variedad que no bastaría conocer los elementos básicos inicialmente entrados en su composición, para explicarse su carácter y menos su significado en la historia o, si se quiere, en la sociología del pueblo nicaragüense. Éste creó una cocina original tan abundante como rica, hecha a imagen y semejanza del tiangue nicaragüense. Está, naturalmente, emparentada con las de los indios y los conquistadores, pero es distinta de ambas, sin que esto signifique, desde luego, que supere a la española. Poco tiene, sin embargo, que envidiar a las cocinas regionales de España. La pobreza mayor de la cocina popular de Nicaragua –y si no es popular no es propiamente nicaragüense– consiste en la falta del vino y el aceite. La manteca de cerdo, su base principal, pesada aunque sabrosa, es incapaz de vuelo y carece de la fecundidad culinaria y las gracias lustrales del aceite de oliva. El vino, más que como ingrediente, se echa de menos como bebida para la mesa, como alma y espiritualidad de la comida. Por ser objeto de importación comercial nunca estuvo al alcance del pueblo. Esto fue una desgracia inmensa para la cultura popular, pues no es difícil imaginar la diferencia que existiría si, en vez de guaro, el pueblo bebiera vino. Los llamados vinos nicaragüenses, que, al decir de García Peláez, tenían fama hasta en España, eran seguramente de frutas de la tierra, como el de marañón o el de nancite, cuando no de frutas aclimatadas, como el de naranja, fermentos espirituosos que no son ni parientes del vino. Las verdaderas bebidas alcohólicas nicaragüenses –la chicha, el aguardiente, la cususa– son de carácter primitivo y salvaje, apenas controlables dentro del espíritu ritual de la fiesta, pero infaliblemente explosivas en el bochinche rural o en la guerra civil. Hay una frase de Gabry Rivas, sabia como un proverbio: “El que bebe guaro, mata con machete”. El guaro, sin embargo, en dosis moderadas es buen aperitivo y combina a la perfección con ciertas comidas o meriendas de carne, especialmente de animales silvestres, como el cusuco, o bien con sopas de varias clases, empezando con el mondongo. En tales casos el guaro es de rigor. Tiene, además, todo el estilo de la comida varonil, sólida y suculenta de Nicaragua. Lo cierto es que la fuerza de la buena cocina nicaragüense está en la carne, por la abundancia de ésta en el país y su precio regalado en la época colonial, que es cuando se inventaron o se arreglaron a la nicaragüense los incontables platos criollos en cuya preparación entraron las carnes.
En la lista de las sopas de carne, que va desde los caldos más ralos y las substancias más concentradas a los más suculentos pucheros, el mondongo es sin duda la más robusta y masculina –la masculinidad es lo que el pueblo nicaragüense lleva hasta la jactancia– la más famosa, al menos, pues por sí sola constituye una cena y justifica una mondonguería. Pero nada más rico y casero, para los días ordinarios, que la sopa de pobre, así llamada en algunos lugares del país, porque era hasta hace poco la que nunca faltaba en los hogares por humildes que fueran. Se parecía en esto al puchero español, del cual se originaba en parte solamente, ya que también seguía la tradición indígena, como lo indica la olla de barro puesta en el fogonero de la cocina, si no en el suelo sobre tres piedras, y todo cuanto hervía en su interior a la par de la carne con hueso: los jocotes celeques o verdes y las semillas de guava, cuyo sabor resultaba parecido al de la aceituna, los ayotes, chayotes, quequisques y yucas, los elotes partidos en dos o tres pedazos, los chilotes enteros, los tomates, los mimbros, el culantro y las demás verduras de la tierra o que en ella se daban. Sopas honradas y verdaderas, realmente populares pero sin nada que envidiar a las mejores de cualquier parte, eran y siguen siéndolo las de Nicaragua, principalmente la sopa de frijoles, las de gallina, la de pescado y la de cangrejos, cada una de ellas con un toque especial que no permite confundirlas con las de otros países, aunque lleven los mismos o parecidos elementos.
Como no prosperaron en Nicaragua los rebaños de ovejas, las carnes que se han comido siempre –si bien cada vez menos por su elevado precio– son la de res y la de cerdo, cuyas posibilidades gastronómicas la cocina popular explotó a maravilla en tres siglos de experimentos originales. El ganado criollo, aclimatado al país en las haciendas coloniales, producía no solamente carne abundante y barata para todos, sino de una calidad inmejorable, de donde salían los jugosos y suaves lomos de dentro y de costilla, buenos para las mesas más exigentes; los contralomos para ensartar en los asadores y asar en ellos sobre las brasas deliciosos cordones que se comparan con los mejores tasajos argentinos; las postas para carnitas deshilachadas y toda suerte de salpicones; las grandes lenguas, los sesos, hígados y riñones, las ubres y las criadillas o huevos de toro; todas las menudencias preparadas y condimentadas de mil maneras, lo mismo que las carnes molidas y aderezadas y luego envueltas o enrolladas con verduras o huevos en una sorprendente variedad de platos. Es significativo que entre los platos más característicos de la cocina nicaragüense figure en lugar principal, no uno de carne fresca, sino la carne en bajo –como le llama el pueblo a la carne en vaho– hecha al vapor con trozos de cecina, que son, según se sabe, tiras de carne gorda salada, aderezados con guineas o plátanos maduros medio encerrados en sus cáscaras, plátanos verdes y trozos de yuca, todo lo cual delata sus orígenes en las haciendas de ganado.
El cerdo, mas popular aún en Nicaragua que el ganado vacuno, pues eran raras las familias pobres, colonos campesinos, indios, artesanos o de cualquier otra condición, que no los criaran en sus patios y solares –andaban sueltos y en manadas, como los cabros, por las calles de pueblos y ciudades hasta que un día fueron expulsados por las autoridades sanitarias– el chancho, como el pueblo le llama, es el otro gran productor de carne para la cocina nicaragüense. Aunque las condiciones de la vida tropical no facilitaban, ni hacían necesaria la fabricación doméstica de jamones y otras conservas similares –una pérdida, no cabe duda para la despensa popular nicaragüense– se adaptaron, en cambio, a la forma de vida al sol y al aire libre, excelentes chorizos cargados de achiotes, conservados en largas sartas para colgar de los horcones o postes de las cocinas, chorizos que se comen y combinan de múltiples maneras, con huevos fritos y perdidos o maduros hornados, cuando no con arroz o frijoles o con ambos revueltos o simplemente con tortilla caliente; morongas o morcillas en nada indignas de sus antecesoras españolas, sino más bien en cierto modo superiores, combinadas con la telilla del mismo cerdo y con granos de arroz que le dan consistencia y mejoran su gusto; el pebre, esa suculentísima picadura o picadillo de la cabeza y las pezuñas del sabroso animal elogiado por Charles Lamb en uno de sus ensayos, y más que nada los chicharrones nicaragüenses que no tienen rival en el mundo. Pero la obra maestra de la combinación del cerdo de Castillla con la cocina aborigen, esto es, del mestizaje culinario, son los nacatamales nicaragüenses. El nacatamal –tamal o envoltorio de masa de maíz y de carne de monte– tiene, desde su mismo nombre, un evidente origen náhual, pero la forma nicaragüense de preparar la masa, condimentarla y aderezarla con trozos escogidos de cerdo y de tocino, trajo una novedad que superó no sólo a su antecedente precolombino, sino también a sus semejantes de México y Centroamérica. Dice más sobre la historia de Nicaragua un silencioso nacatamal que todas las páginas de don José Dolores Gámez sobre la Colonia. Dice, por ejemplo, que el indio mejoró su comida, perfeccionando su arte culinario y su gusto por los buenos manjares, con la adopción del cerdo de Castilla, criado en su propia huerta, junto a su rancho. Ya no tuvo que depender para complementar con carne sus tamales de maíz tan sólo de los azares de la caza del jabalí, el zahíno o el venado. Indirectamente habla también el nacatamal de los otros animales domésticos, especialmente las gallinas, que significaron una mayor seguridad económica que las de monte y los patos silvestres, y hasta un refinamiento para la vida de la familia india. Recuerda la aportación de la manteca de cerdo a la cocina indígena y el paso de las hojas de bijagua a las hojas de plátano, que ya suponen la valiosa novedad del chagüite. Cuenta, así, cómo el indio se apropiaba de lo que recibía y transformándolo en algo nuevo, lo propagaba luego en el tiangue. Sobre todo resume a su manera el silencioso proceso histórico en que náhuales, orotinas, chontales, etc., se convertían en nicaragüenses, haciendo al mismo tiempo nicaragüenses a los criollos y mestizos, combinando lo de los unos y los otros para crear entre todos lo nicaragüense.
La contribución indígena a la cocina nicaragüense no es menos importante que la española. En manos de los indios no sólo el cerdo, sino también la gallina, tratada a la manera de las silvestres, con una fuerte salsa recargada de achiote y sembrada de chiles colorados llegó a imponerse como uno de los platos más populares en las fiestas patronales: la llamada gallina de chinamo, cuyo nombre mismo la sitúa en el tiangue. De las aves que los indios cazaban en los pantanos y costas de los lagos o en las orillas de los ríos y los esteros, las que más se vendían en los mercados de antes y hasta en bateas de vendedoras ambulantes que llegaban muy de mañana a ofrecerlas ya sancochadas a las puertas de las casas, eran los piches y las zarcetas, pues la gente solía comerlas en el desayuno, sazonándolas únicamente con limón y sal. De las carnes de monte, la favorita ha sido siempre la de venado, cuyas piernas especialmente, cuando no se mandaban de regalo, se vendían también en bateas por las mujeres de los tiradores. Pero pasaba igual con los cusucos o armadillos y las guatusas –pues los conejos en general se regalaban vivos– y sobre todo las guarda-tinajas o tepescuintes, que, según don Antonio Batres Jaureguí, hombre entendido en los refinamientos de la mesa, es, sin disputa, como lo es en efecto, la más exquisita de todas las carnes del mundo.
Los indios, además, trasmitieron al pueblo nicaragüense lo mejor de su gusto por los reptiles. Nunca llegó, en verdad, la gente de Nicaragua, como sus antepasados indígenas, a formarse un apetito generalizado y tradicional por las orugas, tapachiches o langostas, gusanos y culebras. Estas últimas, si no son venenosas, aún las comen algunos campesinos mestizos en haciendas o caseríos remotos, y no es de suponerse que
resulten inferiores a las anguilas, siempre que se preparen debidamente. Los gusanos de maguey, populares en México, son excelentes y constituyen, con razón, una de las delicadezas de la incomparable cocina mexicana. Pero los mismos indios de Nicaragua, posiblemente contagiados de la repugnancia criolla y mestiza por aquellos manjares, terminaron abandonándolos por otros más afines al gusto colonial nicaragüense. La iguana, sin embargo, venció las objeciones de la gran mayoría y aún sigue figurando entre los platos característicos del país. Tal como suele prepararse, acompañada de sus huevos, en un recado de pinol con los usuales condimentos, aunque no goza del prestigio de las ancas de rana, no lo merece menos y las supera en todo lo demás. Para los campesinos y los gastrónomos populares vale más una iguana que una gallina. Recuerda el gusto de ésta y tiene el toque de aventura y misterio primitivo que ya han perdido las aves de corral.
Otro gran plato de Nicaragua es la tortuga. La sopa de tortuga de los ingleses –que no es sino una excusa de marineros para tomar la sopa– es toda austeridad, mientras el plato de tortuga nicaragüense quiere ser una orgía gastronómica. Más mestizo que indígena, lo que el plato sugiere sobre todo es la influencia directa de cocineras mulatas en las haciendas próximas a los lagos y a sus ríos tributarios. Ya la sola llegada de la tortuga evocaba en la gente a los ladinos tortugueros que vagaban por playas y playuelas o junto a los canales de los archipiélagos de agua dulce en las noches del plenilunio de marzo en busca de las tortugas salidas a poner y de las paseras de huevos de paslama ocultas bajo la arena. Hay que tener presente que era en las vísperas de Semana Santa, cuando la economía tiánguica se orientaba en sentido litúrgico. La degollación de las tortugas, ejecutadas por las cocineras, le daba el toque barbárico de fiesta primitiva a la preparación del plato para los días de abstinencia ritual. Pero lo que sugiere más que otra cosa la intervención de una cuchara negroide, no es la tortuga con sus reminiscencias de Jamaica, ni las docenas de huevos y tomates sacados de su vientre, sino el recado de pan y huevo, revuelto con manteca y vinagre y toda especie de condimentos, cuya abundancia y suculencia no tiene paralelo en otros platos nicaragüenses de procedencia indígena o española.
El pescado no rivaliza con la carne en la cocina nicaragüense como sucede en otros países. Esto también se debe a las circunstancias coloniales. El pueblo aprendió a comer en la Colonia y sus hábitos adquiridos entonces apenas han variado. Los pescados de mar y los mariscos nunca alcanzaron verdadera popularidad, porque las ciudades se fundaron y surgieron más cerca de los lagos y ríos que del Pacífico, cosa que, por otras razones, criticaba después el sabio Valle. El pueblecito de El Realejo era el único puerto nicaragüense, y sus precarias condiciones, así como la falta de caminos, no invitaban al desarrollo de la pesca marina. Los habitantes de León, cuyas temporadas en la costa del mar vecino eran más concurridas y alegres en la Colonia que a mediados del siglo XIX –según contaban al viajero Squier varias damas leonesas– adquirieron, parece, el gusto por las conchas en su jugo y las sopas de ostiones que competían con las de cangrejo. De occidente también provenían los ostiones secos que se vendían en los mercados hasta hace poco tiempo. Pero en el resto del país y en occidente mismo, la popularidad pertenecía a los pescados de agua dulce. Hoy son famosos los que se ofrecen a los pasajeros del tren de occidente en la estación de Nagarote, sofritos con pinol y adornados ligeramente con un recado de tomate a la manera tradicional. No es otra generalmente la manera sencilla pero inmejorable, en que las cocineras nicaragüenses continúan preparando los guapotes y mojarras, laguneros, barbudos y guabinas que aún llegan diariamente, vivos o frescos, a los mercados y que antes se vendían en bateas o en sartas, formadas en los verdes bejucos de las plantas acuáticas, hasta en las mismas puertas de las casas. Los gaspares se tendían a secar sobre la arena de la playa, junto a los ranchos de los pescadores, y se vendían como bacalao, especialmente en la cuaresma. Igual cosa ocurría con las minúsculas sardinas o pepescas que sacaban en cantidades fabulosas con redes apropiadas y que luego comían en tortas amasadas con pinol, gratas a los isleños y gente de las playas, que aún conservan el gusto indígena por esa clase de manjares. Los huevos de lagarto han desaparecido o van desapareciendo de los mercados. En otro tiempo fueron, al parecer, para las clases populares sin pretensiones elegantes, lo que el caviar es hoy para las clases adineradas con esas pretensiones.
Pero la base indígena de la cocina nicaragüense no es nada de lo dicho –no es ni la carne, ni el pescado, que para el indio dependían del azar de la caza y la pesca– sino el maíz. El maíz era la comida, la cocina, el trabajo, la vida, la religión del indio. Era el don de sus dioses antiguos, que los indios de Nicaragua trasmitieron a su país. Sigue siendo por eso, aunque ya no la base, una vasta provincia de la cocina nicaragüense. Ha recibido, naturalmente, influencias criollas y originado comidas mestizas, pero en lo esencial ha conservado sus formas prehistóricas de elaboración. El llamar platos a las comidas indígenas a base de maíz, resulta extraño, porque evidentemente son casi todas anteriores o cuando menos ajenas a la función del plato. Son comidas portátiles o transportables en envoltorios manuales, como de pueblos ya desde luego agrícolas, pero
todavía caminantes y siempre expuestos a migraciones. A esa necesidad responden las tortillas que se prestan a ser envueltas en atados, los tamales, cada cual con su propio envoltorio, y los pinoles que se llevan en jícaras o guacales, calabazas o nambiras. Todos esos motetes y otros de granos, hortalizas y frutas compondrían también la carga de la red que las indias se echaban a la espalda para llevar su mercancía al tiangue. De éste, principalmente, pasó el maíz con todos sus derivados comestibles a la cocina nicaragüense. Ya en la sopa de pobre se mencionaron los elotes y chilotes que son por sí solos comidas ilustres. Pero la primogénita del maíz es la tortilla. Su forma misma es un milagro de perfección funcional lograda por una raza de artistas plásticos que a menudo necesitaban desembarazarse de recipientes para comer en el campo o de camino. La tortilla es a la vez plato, comida y cuchara. Puede comerse sola y se comen en ella o con ella las otras comidas. Por eso es la comida de todos los días, no sólo para el indio, sino para el pueblo nicaragüense en general. El pan nunca logró desalojarla de sus territorios, antes bien la vio ocupar todas las mesas que a él le correspondían por derecho y sentarse a su lado junto a la cabecera, como un conquistador a su mujer indígena. Hasta la introducción de las panaderías comerciales modernas, el pan salido de los hornos nicaragüenses, tanto caseros como artesanos, fue inmejorable, casi tan bueno como el europeo, pero sin harina de trigo producida en el país en cantidad y calidad suficientes, su consumo dependió en buena parte, como el del vino y el aceite, de los azares del comercio y no arraigó tan hondo como la tortilla en los hábitos populares. Sin embargo, nunca faltaron en Nicaragua infinidad de golosinas, llamadas cosas de horno en occidente, como empanadas o empanaditas, roscas bañadas, pupusas, tostadillas, bizcochos, bizcotelas, quesadillas, guatemalas, tortas ricas, marquesotes, y las demás variantes criollas de la pastelería tradicional de España. Pero las golosinas de maíz –las rosquillas, las viejas, los bollos– eran más populares aún para el gusto mestizo por tener el sabor de la tierra y avenirse mejor, entre otros atractivos, con el chocolate o el pinolillo. En ese campo de la merienda, aunque poniendo más substancia, dominaba también la tortilla, no sólo en forma de gallitos –cuartos o mitades de tortillas con aliños de queso, frijoles o carnes– sino transformada por un toque de fantasía indígena o mestiza, en revueltas, rellenas y yoltascas. Es significativo que la yoltasca haya guardado su nombre náhual y la tortilla cambiado el suyo por otro castellano, de modo que ni los indios nicaragüenses sepan ya el que le daban antes de la conquista. Esto se explica, en cierto modo, porque la tortilla se convirtió en el pan del pueblo, mientras que la yoltasca –tortilla menos simple, hecha con masa de maíz tierno– siguió siendo merienda ocasional.
El maíz dio, además, los tamales –el tamal pisque, tamales o tamalitos rellenos o revueltos, nacatamales y yoltamales– que son también comidas sueltas, apropiadas a la venta ambulante y convenientes para viajes, paseos y meriendas. El tamal pisque es el único de ellos que ha conservado su pureza indígena, su condición antigua de alimento primario y manual –como el pan y la tortilla– con una masa fresca pero compacta, sin grasa o jugos que suelten humedad. Así se deja manejar, partir y repartir. Nada más cómodo para dar de comer a tribus migratorias, tropas o prisioneros. Un tamal con un tuco o pedazo de queso ha sido en Nicaragua, desde los tiempos de la Colonia, una ración frugal. El pueblo dice todavía: Tamal con queso, comida de preso. Esas comidas básicas, elementales –el pan, la tortilla, el plátano verde, el tamal– que son el acompañamiento obligatorio de todas las otras, se llaman en Nicaragua bastimentos. Parece natural que el nombre que se daba en la conquista a los abastecimientos o provisiones de boca para las huestes expedicionarias, quedara restringido a los alimentos más fáciles de transportar y repartir. Nicaragua, además, necesitaba de la palabra por ser uno de los países con mayor variedad de bastimentos. Hasta hace pocos años la costumbre era el pan en el desayuno, el plátano en el almuerzo y la tortilla para la cena. Pero se recorría en las comidas y meriendas a lo largo del año toda la escala de los bastimentos, desde los plátanos asados y los tamales hasta los guineos de menos prestigio.
Todo era bueno para comer con los frijoles que, andando el tiempo, constituyeron la comida obligada del pueblo. El ganarse la vida vino a ser para éste, ganarse los frijoles. La cocina nicaragüense inventó las maneras más afortunadas de prepararlos, aun los cocidos simplemente en su abundante jugo, que eran casi tan buenos, comidos con tortillas, como una sopa suculenta. Los incomibles frijoles en bala que actualmente se dan a los peones en no pocas haciendas son tal vez el más grave resultado de la decadencia de la cocina producida por la disolución de la sociedad. La buena sociedad y la buena cocina van siempre de la mano. Cuando el país tiene buena salud casan bien el arroz y los frijoles, la carne abunda y se prepara como se debe, la tortilla anda a la par del queso. A tres siglos de floreciente ganadería le debe Nicaragua los magníficos quesos de que aún goza, Difícilmente los hay mejores en otra parte que los quesos leoneses o chontaleños, los bien salados, ahumados y secos quesos de leche que hay que partir con un serrucho –y sin embargo, se deshacen en la boca– los ahumados y mantecosos de mantequilla, con el perfume y el sabor de la hacienda, y los frescos de mantequilla, blancos y temblorosos, para comer con maduros hornados. Y las cuajadas para las tortillas. Esos fueron los regalos más finos de las haciendas coloniales a las mesas nicaragüenses, donde las familias solían acompañarlos con las bebidas indígenas del maíz: el tiste y el pinolillo, batidos con esmero casi ritual en la jícara misma de cada uno, el pinol más ligero, el pinol cernido para los enfermos y convalecientes, el tibio para los viejos y hasta el pozol para las mujeres con criaturas de pecho. La otra bebida indígena, la del cacao, que era el teobroma de los dioses aborígenes, el chocolate de agua o de leche, con tortilla y cuajada, la preferían la mayoría de las abuelas en la cena. Si alguna de ellas hubiera tenido la feliz ocurrencia de escribir sus memorias culinarias, habría necesitado, por lo menos, un libro entero. No cabría siquiera enumerar en este elogio los platos nacionales creados con las verduras y frutas de la tierra. Sería menester un capítulo separado para cada verdura y cada fruta: el del ayote, el del chayote, el del pipián, el del jocote, y sobre todo, el capítulo del aguacate. Hasta la modestísima hoja de quelite, finamente picada y revuelta en masa de maíz con pedacitos de piña, jengibre maduro y costillas de cerdo quebradas en trozos pequeños, produjo el más original de los platos mestizos de antecedente indígena, el ayaco, o agiaco, cuyo nombre mismo ha venido a significar o significa revoltijo o mezcla. Como todos los platos realmente nicaragüenses, el ayaco es otro símbolo del mestizaje tiánguico.
No se puede cerrar, sin embargo, este banquete interminable, sin la brevísima alabanza de los postres. La dulcería de Nicaragua ha sido tan rica y variada, como su cocina. Atoles, atoles agrios, motajatoles, atolillos, manjares, almíbares, jaleas, cajetas, requesones, melcochas, alfeñiques, alfajores o gofíos, panecillos o mazorcas de chocolate, caramelos, confites de semilla de marañón, frutas azucaradas, tortas, pasteles, hojuelas, buñuelos, cosas de pan y cosas de horno, infinidad de dulces, golosinas, espumillas, mistelas, refrescos, se originaban por igual, según su estirpe, en los ranchos de los indios que en las queseras de los hatos y lo mismo en los conventos de monjas, panaderías y cajeterías que en las cazuelas o los puestos de tiangue. Todas las frutas y muchas verduras y semillas, si no eran ellas mismas postres o golosinas que se prestaban divinamente a la confección de almíbares, cajetas y refrescos. En las cajeterías del pasado se contemplaban kilometrales mesas o filas de mesas cubiertas de cajetas de coco o de leche, de batata o camote, de papaya y de cidra, de arroz, naranja agria y toronja, cajetas de sapoyol y piñonates. Con mangos, mameyes, jocotes, marañones, grosellas, papayas, hojas de higo, flor de azucena y dulce de rapadura, todo mezclado en una cazuela de barro, o bien, más refinadamente, cada fruta por separado en almíbar de azúcar y mezcladas después, se hacía el más nacional de los postres, el curbasá, que aún ahora es de regla en la Semana Santa. Para aliviar los rigores del clima, Nicaragua ofrecía los mejores refrescos naturales del mundo: la chicha de maíz o de coyolito, las horchatas de semilla de jícaro y de arroz, chingues, pozoles, y frescos de frutas o semillas, realmente refrescantes y deliciosos, como cebadas, chillas, piñadas, granadillas, naranjadas, limonadas, tamarindadas, pitayas, marañonadas o la finísima guayaba casera. Salvo alguna excepción, todos esos refrescos vienen de la Colonia, pero su edad de oro empezó en este siglo con la fabricación de hielo en el país, y por lo visto, será muy breve, porque van siendo rápidamente desalojados por las cocacolas y las fuentes de soda.
Y todo está presente en el curso del río (México, 2005). Tomado a su vez de José Coronel Urtecho. Prosa. San José: EDUCA, 1977. pp. 123-129.