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“Lazos de familia” de Clarice Lispector

Con Lazos de familia, su primer libro de cuentos publicado originalmente en 1960, Clarice Lispector retorna definitivamente a Brasil luego de una prolongada residencia en el exterior, y es reconocida por el público y la crítica.[1]  Muchos de los textos que componen este libro consagratorio parecen retomar las temáticas que Clarice ya había esbozado en sus primeras novelas Cerca del corazón salvaje (1943) o La araña (1946), en especial las minucias de las relaciones familiares, sus miserias y también sus misterios. Al mismo tiempo, los cuentos anticipan temas –la vida como potencia desconocida, el lenguaje como creación o registro- que Clarice desarrollará con mayor intensidad en La pasión según G.H. (1964), Agua viva (1973) y Un soplo de vida (pulsaciones) (1978).

Algunos de los trece textos que componen Lazos de familia parten de situaciones que pueden resultarnos, en principio, cotidianas: el cumpleaños de una anciana festejado por toda su familia, la visita de una mujer a un zoológico, la diaria rutina de una joven para ir y regresar de su colegio. Otros, imaginan un hecho medianamente excepcional, como la gallina que, destinada a ser un almuerzo de domingo, súbitamente pone un huevo y pospone ese destino irrevocable, o el profesor de matemática que busca sostener la culpa que siente de haber abandonado su fiel perro, enterrando y, enseguida, desenterrando otro perro que había encontrado en las calles de su nueva ciudad. El conjunto de los cuentos, sin embargo, coincide en un punto: la construcción de una de coreografía de contactos. En efecto, en estas narraciones, en algún momento, se produce un contacto físico o visual, entre un sujeto y otro, o entre en un sujeto y una cosa o animal. Pese a lo que podría suponerse, el contacto no deviene reconocimiento de sí o del otro, por el contrario, da lugar a una suerte de extrañamiento. Reconocimiento y contacto entonces no funcionan aquí como sinónimos, sino más bien como términos opuestos.

Cada una de las narraciones de Lazos de familia se presenta como una detallada serie de movimientos que conduce a uno o varios personajes a un estado que puede variar entre la extrañeza perceptiva o la deriva subjetiva hasta alcanzar un fuera de sí. Esa coreografía produce deslizamientos, súbitos cambios de marcha, torsiones, gestos y hasta posturas específicas. Un ejemplo de ello es el personaje Laura en el cuento “La imitación de la rosa”, quien luego de ser tocada por la belleza neutra y perfecta del ramo de rosas comprado en el mercado matinal, ingresa, ella misma, en un estado de perfección, impersonalidad e inalcanzabilidad, visible en la siguiente escena

Ella estaba sentada con su vestido de todos los días. Sabía que había hecho lo posible para no volverse luminosa e inalcanzable. Con timidez y respeto, él la miraba. Envejecido, cansado, intrigado. Pero no tenía siquiera una palabra para decirle. Desde la puerta abierta veía a su mujer que estaba sentada en el sillón sin apoyar la espalda, de nuevo alerta y tranquila como en un tren. Que ya había partido. (Cursivas mías)

En la coreografía, la familia funciona de dos modos posibles. Atrae hacia sí el mundo exterior: una gallina, el cadáver de un perro, la mujer más pequeña del mundo, un búfalo atrapado en un zoológico, un ramo de rosas o dos jóvenes que transitan por una calle desolada. Estos sujetos-objetos, desplazados de su función habitual, articulan por un instante su existencia –súbitamente extraña y resplandeciente- con la de los personajes que ocupan el centro de la narración. La irrupción o el contacto con ese afuera permiten el reconocimiento de una forma de vida inquietante y deconstructiva del lazo familiar. Por otra parte, la familia también configura un ámbito que funciona como resguardo, sin dejar de hacernos notar que esa protección puede contener mucho desamparo. Espacio ínfimo constituido de toques violentos, como los abrazos que las madres de “Amor” y “La menor mujer del mundo” descargan sobre sus hijos; y de encierros, como lo atestigua el rol de los maridos en los relatos “Imitación de la rosa” y “Devaneos y embriaguez de una muchacha”.

Sin embargo, en ambos casos, articulación deconstructiva con un afuera y espacio de resguardo, actúa el lazo para volver a hacer efectiva la vigencia de la convención familiar. El cuento “Feliz cumpleaños” resulta elocuente en este sentido. La ceremonia de cumpleaños de la mujer más vieja de esa gran familia, que agrupa hijos, nietos y bisnietos, es todo menos familiar. Durante el transcurso de la fiesta, su mera presencia, muda y estática, produce inquietud. Siempre al borde del estallido, cuando éste finalmente se produce, el vendaval de palabras e improperios proferidos por esa anciana parece convertirse en el momento de una catarsis familiar. Sin embargo, ese discurso furioso y singularmente breve pronto se revela como una suma de desvaríos. Pese ello, algo ha sucedido. El discurso no ha revelado una verdad, como probablemente imagináramos, pero la gestualidad de esa mujer y el modo en que ese cuerpo acompañó el relato enloquecido, han exhibido lo innombrable de una vida que se encuentra al borde de su culminación. La escena final del relato, en la calle, luego de que el cumpleaños ha finalizado, luego de que se ha producido el contacto con el estallido de esa vida apagándose, narra la puesta en crisis del lazo:

Todos sintiendo oscuramente que en la despedida se podría quizá, ahora sin peligro de algún compromiso, ser bueno y decir una palabra de más -¿qué palabra? Ellos no la sabían ciertamente, y se miraban sonriendo, mudos. Era un instante que pedía ser vivido. Pero que estaba muerto. Comenzaron a separarse, caminando medio de espaldas, sin saber cómo despegarse de los parientes sin ser bruscos.

Definitivamente mayor que ella misma, como señala con precisión el narrador, la vieja es más que una madre, una abuela o una bisabuela. Ella es la muerte que se alza ante la mirada oscuramente comprensiva de los demás. Los que asistieron a aquella escena, y motivados por ella, intuyen en la despedida final que existe una palabra que podría conducirlos a otro lugar, que podría romper definitivamente el lazo convencional que ha logrado sostenerse hasta esos instantes. Esa palabra, que también buscará la protagonista de La pasión según G.H. y los protagonistas de Un soplo de vida (pulsaciones), perpetuamente aplazada, temida y prohibida, naufraga frente al temor por las consecuencias que podría desatar.

Las extrañezas y derivas producidas como resultado de los movimientos y fricciones de los personajes, promueve la sospecha insoslayable de que por debajo de un orden doméstico –pero también social- cuidadosamente reproducido, sobreviven fuerzas de una intensidad deslumbradora.[2]  Probablemente el cuento “La menor mujer del mundo” sea un ejemplo rutilante entre este sentido. Escuchando el relato de su hijo sobre la pequeñísima mujer encontrada en África por el explorador Marcel Pretre y publicada por el suplemento dominical de un diario brasileño, una mujer recuerda, frente al espejo, cuando de pequeña jugó, junto a otras niñas, con el cadáver de una compañera recién muerta como si fuera una muñeca. Luego de observar a su hijo, a quien decide comprarle un traje porque lo desea “limpio” y “ordenado”, lo más lejos posible de la oscuridad que puede representar un mono, y de regreso al espejo, compara su rostro, que imaginamos cuidado, con el la pequeña mujer africana y sonríe

intencionadamente fina y delicada, poniendo, entre ese su rostro de líneas abstractas y la cara cruda de la Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios.

La diferencia, tranquilizadora, que la mujer busca trazar entre abstracción y crudeza va mucho más allá de una sencilla oposición entre lo civilizado y lo salvaje. La necesidad de construir esa diferencia en realidad obedece a la percepción aguda de integrar un mundo para el que los “adelantos” y “desarrollos” de la civilización son apenas una delgada membrana a punto de quebrarse y de que, en cuanto se esos diques de contención se aflojan, enseguida aparecen formas de vida inusitadas, atravesadas por intensidades afectivas no exentas de crueldad y violencia.

En relación a ese mundo hecho de flujos e intensidades, el título Lazos de familia resulta sugestivo pues mediante ese sustantivo lazo remite tanto a la idea de “vinculo”, “unión” o “alianza” -los “afectos” que circulan por las narraciones”- como a cierta tradición sociológica y jurídica de fines del siglo XIX que intentaban dar cuenta de las nuevas conductas sociales producidas por las transformaciones tecnológicas y urbanas[3] . A partir de esta segunda definición, la palabra lazo refiere al cumplimiento de un conjunto de normas. Es la norma como institución la que pareciera funcionar para mantener a distancia, casi todo el tiempo, ese otro mundo percibido por destellos, emergente a través del contacto fortuito. Por ello, lo que se pone en cuestión en los cuentos de Clarice Lispector no es tanto una cierta hipocresía familiar, más propia de la literatura brasileña cultivada por sus amigos escritores católicos, sino la lógica del nomos. Es este punto el que coloca a la literatura de Lispector en nuestro presente asfixiado por crecientes estrategias inmunitarias y la vuelve contemporánea [4]. Frente al nomos, en lugar de una verdad interior o profunda se alza la anomia, cuya etimología significa, precisamente, “fuera de la norma”. Anomia que muchos de los personajes de Lazos de familia experimentan en la medida en que se desanuda o entra en crisis el andamiaje que supone el lazo entendido como nomos.

El lazo, en sus virtuales y fragmentarios desanudamientos –ese desanudamiento será la secreta materia política de La pasión según G.H. y de muchos otros textos de Clarice-, deja ver la dimensión inmunitaria de los ordenamientos sociales y familiares. En otras palabras, esa estructura social y familiar se revela como una instancia preventiva contra el riesgo de un afuera desconocido, atravesado por fuerzas e intensidades pero presuntamente mortífero. Como señala Roberto Esposito, contra la turbulencia de la vida, pues de eso se trata ese afuera, “debe el derecho inmunizar la vida: contra su irresistible impulso a superarse, a hacerse más que simple vida. A ir más allá de su horizonte natural de vida biológica” [5]. Es este impulso el que siente Ana, en el cuento “Amor”, a partir de la observación del ciego mascando chicle.

Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas de la calle eran peligrosas, que se mantenían por un mínimo equilibrio en la superficie de la oscuridad –y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacía dónde ir. Percibir una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento del frente, como si pudiese caer del tranvía, como se las cosas pudiesen ser revertidas con la misma calma con que no lo eran.

La expulsión de su entorno familiar y la percepción de la suspensión de la ley son, en la experiencia de Ana, una y la misma cosa. Su posterior paso por el Jardín Botánico supondrá, aunque fuera por unos pocos momentos, la potenciación de una forma de vida, es decir el ingreso a un espacio común, de contacto y contagio con la naturaleza atractiva y repelente del Jardín, como un esquema opuesto al ordenamiento inmunitario.

 

Las imágenes del mundo

¿Cómo es el mundo al que súbitamente acceden algunos de los personajes de Lazos de familia? Porque ciertamente los procesos de desubjetivación por los que atraviesan Laura y otros tantos personajes transforman, aunque sea por un instante, la percepción del mundo. Pero ¿qué imágenes nos ofrecen esos destellos? ¿Poseen palabras o la literatura se muestra impotente para nombrarlos y registrarlos? Los ecos o fragmentos de una teología negativa, que aparecerán en La pasión según G.H. como un nombrar a través de lo que no se dice, parecieran incluir los cuentos de Lazos de familia. El personaje Laura, protagonista del cuento “Amor”, acudirá por ejemplo a la figura del polvo para expresar la pérdida de sus rosas.

Habían dejado un lugar luminoso dentro de ella. Se quita de una mesa limpia un objeto y por la marca más limpia que queda entonces se ve que alrededor había polvo. Las rosas habían dejado un lugar sin polvo y sin sueños dentro de ella. En su corazón, esa rosa que al menos podría haber tomado para sí sin perjudicar a nadie en el mundo, faltaba. Como una falta mayor.

El polvo es aquello que resta, lo que funciona como prueba del vacío. Esa es una de las polaridades de la literatura de Clarice: la literatura como polvo. Sólo el polvo testimonia una experiencia intraducible en palabras. Sin embargo, y pese al polvo, en algunos cuentos de Lazos de familia podemos acceder a imágenes de ese otro mundo supuestamente innombrable. Poco antes de esa escena, la narradora, refiriéndose a las rosas, sostiene:

Eran algunas rosas perfectas, varias en el mismo ramo. En algún momento se habían montado con ligera avidez unas sobre otras pero después, realizado el juego, se habían inmovilizado tranquilas.

Escamoteada entre la perfección de las rosas, no deja de llamar la atención la palabra “avidez”. Dicha palabra se opone la idea de perfección como armonía e inmutabilidad. La avidez aquí dar cuenta del proceso por el cual las rosas llegaron a la perfección. Pero la carga semántica de avidez, que abarca tanto el deseo como la voracidad o la glotonería, y que constituye por lo tanto una pasión, aunque atenuada por el adjetivo “ligera” resulta amenazadora. Su belleza y tranquilidad se han construido sobre la avidez del impulso vital que las hizo montarse unas sobre otras. Por otra parte, la palabra “montar” también resulta significativa y lo es desde una doble perspectiva. Las rosas se han montado unas sobre otras lo que de alguna manera da a la escena un aire de lucha. Montar también reproduce la ambigüedad que contiene la versión original, que utiliza el verbo “trepar”, cuyo significado alude tanto a “subir” como a “copular”. En definitiva, el acceso a ese mundo otro –y allí estará la masa blancuzca de la cucaracha para corroborárnoslo- no es el acceso a un mundo perfecto.

Observemos ahora, y para contrastar, otra descripción de un florero con flores, realizada por el autor de la novela Un mundo perfecto (1932), Aldous Huxley, en este caso relatada en su texto Las puertas de la percepción, probablemente en la misma época que Clarice[6] , pero bajo los influjos de la mezcalina,

“Tomé mi píldora a las once. Hora y media después estaba sentado en mi estudio, con la mirada fija en un florerito de cristal. Este florero contenía únicamente tres flores: una rosa Bella de Portugal completamente abierta, de un rosado concha, pero mostrando en la base de cada pétalo un matiz más cálido y vivo; un gran clavel de color magenta y crema; y, pálida púrpura en el extremo de su tallo roto, la audaz floración heráldica de un iris. Fortuito y provisional, el ramillete infringía todas las normas del buen gusto tradicional. Aquella misma mañana, a la hora del desayuno, me había llamado la atención la viva disonancia de los colores. Pero no se trataba ya de esto. No contemplaba ahora unas flores dispuestas de modo desusado. Estaba contemplando lo que Adán había contemplado la mañana de su creación: el milagro, momento por momento, de la existencia desnuda.
“¿Es agradable?, preguntó alguien.
Ni agradable ni desagradable. Simplemente es” [7]

Pese a que Huxley rescata, al igual que el personaje Laura de Lazos de familia, ese puro ser de las rosas, nos entrega una imagen de ellas en que lo desusado y la disonancia quedan neutralizadas por esa apelación a Adán y porque en la existencia desnuda a la que hace referencia no hay una physis, es decir no hay un develamiento del trabajo del mundo.[8]  En el cuento “Amor” la protagonista Ana, luego de haber entrado en contacto con el ciego que mascaba chicle, se refiere al “trabajo secreto” que se realiza en el Jardín Botánico, lugar en donde su experiencia de extrañamiento alcanzará un momento culminante.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. Había en el piso carozos secos llenos de salientes como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos rojos. Con suavidad intensa rumoreaban las aguas. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era lo que pensábamos.

Al igual que la avidez de las rosas, lo que aparece aquí es, conjuntamente con la elevación de las copas de los árboles, con la dulzura de sus frutos, la maduración y la podredumbre de lo que está en lo bajo. Si una de las polaridades de la literatura de Clarice es la literatura como polvo, la otra será el polvo que suele ocultar las clásicas nociones de perfección. Lejos de cualquier visión lisérgica edulcorada de ese extrañamiento perceptivo o deriva fuera de sí, las intensidades con las que se encuentran los personajes de Lazos de familia implican el riesgo del exceso, de la nada o aun de la locura. Ello no supone, sin embargo, la ausencia de la risa. La risa es una potencia –como la alegría ante la muerte de la que habla Bataille[9] – que aparece, por ejemplo en el cuento “Los lazos de familia”, en la mirada estrábica de Catarina y que la conduce a abandonar a su marido para perderse en la playa junto a su hijo.

Acompañada de risa, felicidad o estremecimiento, toda forma de vida siempre posee una doble faz: su intensificación y también su potencial disolución. Luminosa y por momentos alcanzable, como un tren que parte pero que súbitamente detiene su marcha, la existencia que se insinúa por entre los lazos de una serie de familias, se constituye fuera del nomos y a partir de esos toques fortuitos. Esa existencia nos deslumbra con la intensidad de lo que hace convivir vida y muerte, lado a lado.

Notas>

[1] Clarice Lispector regresó definitivamente a Brasil en 1959. Hasta ese momento, aunque resulte sorprendente, los editores solían rechazar sus manuscritos.

[2] Ello coloca a Clarice al margen de la vertiente católica de escritores, integrada principalmente por Otávio de Faria, Cornélio Pena y Lúcio Cardoso, que representaban universos familiares y asfixiantes atravesados por la culpa, los celos y las perversiones.

[3] Emile Durkheim, uno de los fundadores de la sociología moderna, reflexiona sobre el lazo social tanto en La división del trabajo social, publicado originariamente en 1893, como en El suicidio, publicado en 1897.

[4] Para una reflexión sobre lo inmunitario en relación a la vida en común ver: Roberto Esposito. Inmunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires, Amorrortu, 2005.

[5] Y agrega “mediante la protección inmunitaria la vida combate lo que la niega, pero según una ley que no es la de la contraposición frontal, sino la del rodeo y la neutralización. El mal debe enfrentarse, pero sin alejarlo de los propios confines. Al contrario, incluyéndolo dentro de estos. La figura dialéctica que de este modo se bosqueja es la de una inclusión excluyente o de una exclusión mediante inclusión. El veneno es vencido por el organismo no cuando es expulsado fuera de él, sino cuando de algún modo llega a formar parte de este”, Op. cit., p. 18.

[6] De acuerdo a la documentada biografía de Benjamin Moser, Clarice,. San Pablo, Cosac Naify, 2009, los cuentos que componen Lazos de familia fueron escritos por Clarice durante la década de 1950. “La cena” es el cuento más antiguo del volumen, escrito en 1943 y publicado tres años más tarde. El libro Lazos de familia fue completado en 1955.

[7] Buenos Aires, Edhasa, 2001, p.20. El texto fue publicado originalmente en 1954.

[8] Entre las posibles acepciones de physis para la filosofía aristotélica se consigna la de origen y movimiento de todas las cosas.

[9] La conjuración sagrada. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.


 Sobre Mario Cámara

Ensaísta argentino, residente em Buenos Aires, coeditor da revista Grumo.