En 1922, el primer libro de Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, avisa que hay cambio de planes para la poesía latinoamericana. Opuesto al lugar aristocrático de escritura-lectura sedentario, con fondo careta de encuerada biblioteca, hay ahora otro espacio menos elitista, más horizontal y móvil: el de la poesía vuelta otra vez un “transporte público”. Chau al “ripio lacrimal y el decorativismo de pacotilla” que entonces rankeaban en la tertulia y la academia. “La poesía debe ser hecha por todos”, dictaminó el conde de Lautréamont a fines del siglo XIX. Y con Girondo, a principios del XX, nuestra poesía atraviesa el frenesí urbano llevando en sí a algún traqueteado pasajero descifrador de sus signos. De gira con Girondo, a full con las eurovanguardias y una imparable tecnología comunicacional de masas, veinte postales en prosa se infiltran en el trajín diario de la cosmópolis moderna y las populosas soledades de su habitante, el tipo común de la calle, ese ciudadano que se mira escindido en una vida que parece no ser ya la de él: “al llegar a una esquina mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas del tranvía”. Pasaje del aristocratismo a la democracia, el arte moderno pierde el aura y gana las calles. Y la sentencia de Lautréamont, que fue divisa surrealista, es performateada por Girondo en un producto llamado libro, que pasaba así de un lujo rastacuero a ser por fin una mercancía más “al alcance de todos” (en 1924 la editorial Martín Fierro saca “edición tranviaria” de Veinte poemas… a veinte centavos).
“En dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas”, se preguntaba el ojo (yo) lírico girondino hace 85 años, y colgaba imágenes cosmopolitas con cámara turista, zoom precursor de los trips paranoicos del colonialismo pop: en Río, el Pan de Azúcar “perderá el equilibrio por no usar una sombrilla de papel”; en Dakar, “el candombe les bate las ubres a las mujeres para que al pasar, el ministro les ordeñe una taza de chocolate”; en Biarritz, “hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero”; en el Escorial, “los ruidos de las inmediaciones adquieren psicologías criminales”. Analogías disparatadas, obscenas, zigzagueantes al modo ultrarrápido de los cartoons; Girondo preanuncia nuestra era reality, exhumando extravagantes recursos pictóricos del siglo XVI, como el trampalojo (trompe-l’oeil): “El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto”. Así, en una biopolítica indiferente a la dialéctica futbolera de Boedo y Florida, desde el ecléctico futuro de la innovación formal, Oliverio trae a la modernidad periférica de los ’20, las técnicas arcaicas de un éxtasis sinestésico y microsensorial, de “poros abiertos como ventositas”.
Un tranvía llamado deseo
Es que el detonador dionisiaco de la poesía, al contrario de lo creído por los tontos, suele duendear suelto entre “la gente común”, esa que se mueve en “transporte colectivo” por la vida. “Hay el micro saber precario, de quien viaja en micro”, canta décadas después el misterioso César Mermet en “Aforismos del micro”. ¿O a diario, esas invenciones del duende no ponen a circular -a modo de chiste, piropo- metáforas, dobles sentidos en la música de las hablas “menores”: neologismos, sociolectos? Así, cuando el cuerpo vivo, polimorfo e hipersexuado de la lengua se escande en poesía, entonces muestra la hilacha: “jetas hinchadas de palabras soeces”. Por eso los textos de Girondo desnudan, hacen público lo que transportan: la tensión muda de los nudos socioculturales, en la lengua –que es “colectiva”. Investigador de las energías y los materiales de la física urbana –incluidas las palabras-, en él todo se enuncia en términos de carga y descarga desiderativas, desentendiéndose de la cesura entre lo abstracto y lo concreto: las entrañables chicas de Flores, por ejemplo, “van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído”. Simbiosis de ergón y analogía. ¿Recuerdan esa canción de Los Piojos, donde no hay ganas de llegar al poste del 53 (otro transporte público) pues, ay, hay un perfume de ausencia de una chica del barrio de Flores…?
Constantes, asimismo, las burlas de Oliverio hacia todo órgano de exclusión-inclusión (educación, religión, trabajo) con que los poderes nos organizan -y roban- la vida, la que “está en otra parte”, la nunca vista… Pero ¿ya Spinoza no dejaba entender que, en la gran telaraña de palabras y cosas que es el cosmos, las potencias de pasión son transversales a cualquier orden que intente apropiárselas? Es cuestión entonces de abrir las pasiones a alguna dinámica insólita, de desacostumbrarlas de los dispositivos disciplinarios con que la maquinaria socioeconómica minimiza a cero las posibilidades de desujeción en la gente: “La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona las sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles. Cuando una tía nos lleva de visita, saludamos a todo el mundo, pero tenemos vergüenza de estrecharle la mano al señor gato, y más tarde, al sentir deseos de viajar, tomamos un boleto en una agencia de vapores, en vez de metamorfosear una silla en trasatlántico”. El poeta, perplejo y bravucón, hurga pues en la farsa de las buenas costumbres, las manieras burguesas y los dogmas religiosos. En verdad, las blasfemillas girondinas (una: “Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!”) materializan una concepción libertaria del eros como “el” transporte público y colectivo de la vida. Y de la poesía como su nafta-súper.
La experiencia sensible
Antes de la nacionalización de las empresas del estado por Perón, en 1937 Girondo, defiende esa “actitud ante Europa”, y desde La Nación se la profetiza a su clase, en tres articulitos sobre política a seguir durante la guerra que, de tan voluntariamente malentendidos, le hacen fama de anti-aliado. Y en los ’50, cuando se aclamaba en la cancha de fútbol la vuelta del General, una vez Girondo concentró “en presencia”, en su larga barba de sacerdote whitmaniano, el cántico “¡Chivo, chivo!” del coro macho de los descamisados. Toda una práctica vital de escritura y percepción, que desemboca en un saber psicagógico sobre los intercambios sociales de los cuerpos, a los cuales Girondo les desata sus ligámenes morales y coercitivos: “…las chicas / se sacan los senos de las batas / para arrojárselos a las comparsas”.
La actitud extrema del poeta, de sostener una praxis vanguardista en una eterna y productivísima adolescencia, provocará desdenes en sus pares literatos: en tanto los viejos secuaces de las travesuras martinfierristas (ya en el caballito de bronce con que el suplemento cultural y la academia les mima el ego a sus escritores “adultos”) abandonen la barbarie de jugar con la lengua y los géneros, Oliverio, al contrario, irá más y más para atrás en su empiria poemática, hasta ese estadio fetal de la experimentación verbal que es En la masmédula, donde lo “corporal” ya se habrá fusionado erótica y letalmente con lo “fónico”, en un frenesí presimbólico, onda amnios maternal: “mi lu / mi lubidulia / mi golocidalove / mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma / y descentratelura / y venusafrodea / y me nirvana el suyo la crucis los desalmes / con sus melimeleos / sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermisferios limbos y gormullos”.
Escuela de rock
Pero, mientras sus contemporáneos lo ningunean (“Un borracho”, le clavó Borges), las nuevas generaciones –Enrique Molina, Aldo Pellegrini, Edgar Bayley, Francisco Madariaga- comienzan a agruparse alrededor del chamánico saber de este forever young y de su adorable “Algelnorahcustodio” (Norah Lange). “Era una especie de guía en la ruptura, de no conformismo”, rememora Olga Orozco, la grupi nº 1 de un artista siempre tan moderno (¿hoy sería flogger?) que, en 1960, no tuvo mejor idea que, casi un rockstar, grabar con su cavernosa y caprina voz un disco: “Oliverio lee ‘En la masmédula’ para los más jóvenes”. Y el título presagia la efectividad de su presencia -como cicatriz por descifrar- en lo mejor de la poesía que estaba al llegar: Paco Urondo, Marosa di Giorgio, Osvaldo Lamborghini (se sabía En la masmédula de memoria), Alejandra Pizarnik, Susana Thénon, Néstor Perlongher, Tamara Kamenszain, Roberto Echavarren, Régis Bonvicino, Washington Cucurto… e incluso el inmenso, maravilloso, galáctico Haroldo de Campos. “Toda una vieja apuesta, la invención; / y una apuesta más joven; la vida, su junción”, le canta Arturo Carrera en su poema-homenaje “El pie de Oliverio”.
Sin duda. después de Veinte poemas… Girondo producirá libros mejores: en 1942, el canto general Persuasión de los días; en 1946, Campo nuestro (una rareza atrapatontos, pues lo que parece una nacionalista oda a la pampa, ritmada con microlectura bárbara, desterritorializa cualquier campaña del desierto crítica); en 1954, En la masmédula. Pero en su tercer libro, Espantapájaros (al alcance de todos), de 1932, actualiza como política de escritura una doctrina antiquísima: “A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración”. Impulsa así una futura escuela poética (ya dimos la lista de algunos de sus discípulos, y la inscripción sigue girando abierta en las relecturas del porvenir…) basada en cierta arcaica ciencia consistente en entrar y salir “de un cuerpo a otro”, a fin de “vivir todas sus secreciones, todas sus esperanzas, sus buenos y malos humores”.
¿Acaso el abuso, pongámosle gramatical, de la “tantan yo” primera persona singular, el “yolleo”, homologada a la “interioridad”, cómo llamarla, autobiográfica del autor; sólo puede vigilantear todo intento de apertura intersubjetiva, de fuga textual a la otredad?: “Aunque me he puesto, muchas veces, un cerebro de imbécil, jamás he comprendido que se pueda vivir, eternamente, con un mismo esqueleto y un mismo sexo”. Por eso, al menos en el “campo” de la vida conocido como literatura, ¿no habría que hacer del caprichoso, despótico yo de cada cual, ese “egofluído” simultáneo y transversal a cualquier sexo, etnia, clase, reino, orden, especie?: “Exigió que sus esclavos le escupieran la frente”; o: “experimentar las sensaciones de la virgen mientras la estamos poseyendo”; o: “Desde el amanecer, me instalo en algún eucalipto a respirar la brisa de la mañana. Duermo una siesta mineral, dentro de la primera piedra que hallo en mi camino, y antes de anochecer ya estoy pensando la noche y las chimeneas con un espíritu de gato. ¡Qué delicia la de metamorfosearme en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente que nos fecunda… y nos hace cosquillas!”.
Durante medio siglo, como la de Juanele o Macedonio, la poesía de Girondo fue solitaria. Aunque, vía éx-tasis (etimológicamente: “salir-de-sí”), empezará a promover una lírica política en concordancia con las leyes “minoritarias” y anti-establishment del cosmos. Imagínense una república basada en tal empatía poiética: su bienvenida consecuencia sería una bioética hipersolidaria: “¿A un estudiante se le ocurre esperar el tranvía adentro del ropero de una mujer casada? Solidario del ropero, de la mujer casada, del tranvía, del estudiante y de la espera”. O sea, exceptuando al marido, “el Hombre” detentador de la Ley (que a la fuerza se apropia de los cuerpos y sus flujos y establece la circulación de objetos y discursos), todos los demás podríamos habitar felices este “campo nuestro”. Girondo fundó un poética que fue política y escuela libertaria en América, y sigue girando como el duende de un mosh por nuestras móviles, dispersas, transmigradas bibliotecas; por eso, los poetas de este continente bárbaro y lenguaraz lo seguimos leyendo girar en el transporte público y colectivo de su legado, descifrando “la cicatriz duradera de su zig-zag”, que -escande Carrera- “cierra en nosotros como un ay, y deja conocer / a todos / su maravilla nunca vista, rozada en la música / -como un rock…”.