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Suicidios, Montecarlo y kafka

Kafka por Andy Warhol

Que haya escritores en esto de la literatura ha sido siempre un problema para la Vida. Eternamente ridícula, los ojos de los creadores miran más allá. Unos no ven nada, otros saludan al absurdo y se ríen de ella, y los dolientes, recordando a Schubert, se preguntan si alguna vez alguien ha escuchado una música alegre, porque ellos no.

La primera vez que vi un suicida bien visto, fue en la azotea del piso de mis abuelos, allá por Navidades. Yo estaba con mis letras y mis drogas bien ordenaditas y él vino, me miró con desprecio y me dio una nota. “¿Ha estado en Montecarlo alguna vez?”, preguntó. Me dejó con la respuesta en la boca. El tipo era escritor y no era Hemingway.

Y es que, vaya a saber por qué, todos los que suman palabras y restan adjetivos están locos de atar; unos suicidas, lo que yo le diga. ¿A quién se le ocurre escribir en estos tiempos? Dicen que Camus dijo que el suicida ignora que va a suicidarse, es decir, que el acto viene naciendo en el corazón de forma silenciosa, como una obra de arte. Y un buen (mal) día…

Hay muchos; los mejores, los melancólicos.

Alejandra Pizarnik, ante todo Pizarnik, la musa de los cuerpos blancos con chaquetones largos y mirada perdida, en algún lugar de Buenos Aires, “pero hace tanta soledad que las palabras se suicidan”… Pavese, con su bello verano en los bolsillos de los pantalones de pana, en una habitación del Hotel Roma de Turín durmiendo el premio literario por su libro con una señora de aspecto un tanto frío… Keats, escribiendo “la Melancolía convive con la Belleza –la Belleza que debe morir-, y con la Alegría, que no cesa de llevarse las manos a los labios para decir adiós”, y esperando con un té a que Julio Cortázar le escriba un libro… Storni (Alfonsina), caminando hacia un mar gris con el verso “un rayo a tiempo y se acabó la feria” rebotando en su cabecita azul… Y cómo no, Arthur Rimbaud (suicida, snob y traficante a los diecinueve) y Silvia Plath agarrados de la boca y mirando desde su mesa lejana cómo Pizarnik y Pavese entran del brazo en el bar donde ellos esperan; sorprendiendo a Keats y a Storni intercambiándose en la mesa del fondo miradas hiperbólicas, sonrisas de metáfora; pidiendo un vino picado al mesonero para compartir entre tres de dos.

Hay muchos; los mejores, los que lo intentaron y no lo consiguieron.

Maupassant, el más francés. Estaba en su habitación una noche, y según cuenta Vila-Matas (¡levántese del sillón! Es el gran Vila-Matas, ¿no lo ve?) en su Bartleby y compañía, intenta cerciorarse de su inmortalidad, y va y se pega un tiro en la cabeza. Su mayordomo corre a la habitación y encuentra a Maupassant riéndose de la inmortalidad y apoyando el cañón de la pistola en la sien, apretando de nuevo el gatillo. Maupassant no morirá, dejará de escribir (es lo mismo) e intentará abrirse la garganta con un cortaplumas de metal, sólo una ligera herida…A partir de aquí, el internado en una clínica, los ataques de violencia y los desayunos puntuales, a las ocho y cuarto, con su amigo El Horla.

¿Las causas? ¿De qué? ¿De la escritura o del suicidio? Le tenía que haber preguntado al tipo de la azotea. No me dio tiempo. Él y su nota estúpida. Hay quien cree que la justificación del acto está en la soledad, en la ambición de independencia del individuo en la sociedad, en el (des)amor, en el derrumbe de la confianza de uno, en la negación de la escritura, en la aspiración a volverse alguien para el otro, en el fracaso, desprecio, deseo, en la televisión basura… ¿A quién le importa?

Y viene a mi mente un muchacho especial, ¿cómo era? Ka… Kafka. ¡Este sí que fue El suicida! ¿Acaso alguien se estrelló con tanta ansia contra el papel en blanco? Todo un kamikaze. Ya veo su pluma, grabada con cucarachitas, remontar todos los cielos y caer sin compasión en el inicio de una frase que alarga hasta hacerla metamorfosear en chiste. La llena hasta los huesos de comas, subordinadas, austeridad y grises irónicos. Todo para que el lector se ahogue leyendo, pensando en ese invento tan tonto que es la vida. Lo de siempre, vamos: que los cómicos siempre fueron los mejores suicidas…

Pese a todo, en la vida no debe pesar nada. Y yo sigo con mis vicios bien ordenaditos; también tengo la nota. Con letra de suicida garabateó: “Usted, sí, usted, atienda: no fume tanto que el tabaco le va a matar. Ahora que lee mi nota, si puede, dígale a Chejov que tengo una buena historia, porque la vida da eso, historias. Mire: un hombre en Montecarlo gana un millón. Vuelve a su casa, se suicida”.

Pavadas.


 Sobre Iván Humanes Bespín

Nacido en Barcelona (España) en 1976. Licenciado en Derecho por la Universidad de Barcelona y realizó estudios de Filosofía. Codirector de la revista literaria DADO ROTO. Es colaborador de la revista Escribir y Publicar y del sitio electrónico Literaturas.com, para los que ha realizado entrevistas a Martin Amis, Andreu Martin, Fernando Arrabal, Guillermo Martínez, Lázsló Krazsnahorkai, Peter Stamm, Agustín Fernández Mallo o Stephan Audeguy, entre otros. En el 2005 publicó el libro La memoria del laberinto (Biblioteca CyH), que consta de diecinueve relatos cortos. En 2006 el ensayo Malditos. La biblioteca olvidada (Grafein Ed.), del que es coautor. Y en 2007 en la obra 101 coños, que aúna hiperbreves e ilustraciones (Grafein Ed.). Su sitio en la red es www.ivanhumanes.com.