Este trabajo está dedicado a explorar la plataforma teórica e ideológica desde la cual puede pensarse la relación entre literatura nacional y políticas culturales de estado en la Venezuela de la revolución bolivariana. Mi hipótesis central desde el punto de vista histórico y político es que la revolución que acontece en mi país no es una ruptura respecto al orden de la democracia que se desarrolló entre 1958 y 1998, sino una prolongación e hipertrofia del extraordinario poder que ha tenido el estado petrolero venezolano en casi una centuria de nuestra historia (Caballero). La debilidad institucional y las carencias sociales y económicas de la dependiente sociedad venezolana han sido suplidas por la presencia omnipresente del caudillo (Pino Iturrieta), en la más dura tradición del cesarismo democrático. Incluso intelectuales afectos al gobierno revolucionario como Javier Bierdeau (Prieto 46) aceptan el carácter autoritario de éste. Cito:
Hay un grupo de gente, entre quienes me cuento, que somos muy críticos con la aplicación del concepto de cesarismo democrático en Chávez. Hay gente que traslada la tesis de Vallenilla Lanz a Chávez o la democracia plesbicitaria a Chávez, porque en lo esencial, el liderazgo personalista y paternalista, por llamarlo de algún modo, del presidente, tiene mucho que ver con la ausencia de mediaciones y articulaciones partidistas. (…) Pero si esa figura se hace permanente, la democracia adquiere un tono, un estilo, marcado por cauces que ya conocemos en Venezuela: presidencialismo y caudillismo. (Prieto 46) (las cursivas son mías).
El socialismo venezolano sigue la senda del estado dueño de la sociedad y el poder político y económico, la misma de la democracia venezolana populista antes de 1998, año del triunfo electoral del presidente Chávez, y de los países socialistas en el siglo XX. Ante este panorama es necesario reflexionar sobre los siguientes puntos: ¿Tomando en cuenta la historia intelectual venezolana, los venezolanos hemos prohijado la emergencia del super-estado chavista? ¿Por qué tiene sentido hablar a partir de la literatura y las políticas culturales de un gobierno revolucionario? ¿Cuál es el sentido de nación, pueblo y cultura que subyace en las políticas culturales del gobierno revolucionario? ¿Qué tipo de pensamiento se le puede oponer a la hipertrofia estatista de la revolución? Estas son las interrogantes que guiarán las siguientes líneas.
Intelectuales jacobinos versus democracia e institucionalidad
El pensamiento, la literatura y el arte en Venezuela forman parte de una irrenunciable herencia pero, para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como destino inevitable. Venezuela, o parte de ella, sigue siendo militarista, revolucionaria, bolivariana y, desde luego, heroica, seducida todavía, en palabras de Tulio Hernández en “Posesión e instrumentalidad del héroe criollo”, “(…) por una cultura de la contramodernidad y un sentimiento redentor y jacobino para el cual la institucionalidad democrática es secundaria al lado de la justicia.” (31). Esta cultura puede estar relacionada con el hecho de que el petróleo ha tenido una catadura diabólica para nuestros intelectuales: nos modernizó pero nos convirtió en esclavos del estado, desde la perspectiva de intelectuales liberales como Arturo Uslar Pietri, o del imperio, desde la perspectiva de los profesores (as), investigadores(as) universitarios(as), escritores(as) y artistas de izquierda, herederos de los sueños pro-soviéticos y pro-cubanos de los años sesenta, y con extraordinaria influencia en las universidades públicas y en la vida cultural, artística e intelectual del país. En nuestra historia intelectual del siglo XX se impuso la idea de que había que rebelarse contra la modernidad esclavizante de la riqueza petrolera a cualquier precio, dejando a un lado, incluso, los logros políticos, económicos, jurídicos y sociales obtenidos a lo largo de la centuria pasada. Vale la pena citar estas palabras de la escritora venezolana Ana Teresa Torres (Kozak 33):
(…)es cierto que a partir del fracaso de la lucha armada venezolana y las guerrillas en los años sesenta, muchos intelectuales se integraron a las universidades y a instituciones culturales como el INCIBA, los museos, las editoriales. Pensamiento, cultura e izquierda se integraron en una trilogía que influyó en la formación de las nuevas generaciones y en la opinión pública, en el sentido de convencerlos de que la democracia venezolana era solamente un sistema político formal pero sin “verdadero” fondo democrático. Sin embargo, los intelectuales que a fines de los ochenta más propiciaron la antipolítica -el rechazo a los partidos y al oficio mismo de político-, y que de ese modo contribuyeron a crear un vacío de representación favoreciendo el advenimiento de un gobierno de corte militar y antidemocrático, fueron los llamados “notables”-Uslar Pietri y Juan Liscano entre ellos-, calificados de intelectuales de derecha. Los escritores e intelectuales venezolanos han sido, somos debería decir, unos analistas políticos poco confiables, siempre tenemos que ser contestatarios, renovadores, criticar, impulsar modificaciones, porque lo que existía, por principio, estaba mal. Esta perspectiva vale para la democracia –olvidándose su ascenso en los años sesenta y setenta para insistir en su caída en los últimos veinte años-, y explica también nuestra precariedad institucional. Cuando yo llego como gobierno en vez de ver que hay una institución que quiero mantener, que ha hecho cosas importantes que hay que conservar a pesar de las que estén equivocadas, mi actitud es que yo lo voy a hacer todo nuevo, desde el principio.
Para el año 1998, fecha del ascenso al poder del presidente Chávez, la revolución contaba con esta herencia intelectual y con lo que Karl Marx denominaría “condiciones objetivas”: los errores de la democracia venezolana en la conducción económica, la dependencia de los ciudadanos respecto al estado populista rentista y el carácter tutelado de nuestra sociedad con todas las secuelas de corrupción, violencia, empobrecimiento e impunidad que todos conocemos. Sin caer en la vanidad y en la tontería de darle al pensamiento, la literatura y la enseñanza universitaria un peso mayor al que realmente pueden tener, sin duda contribuyeron a crear un clima intelectual e ideológico favorable a la debilidad del ejercicio democrático venezolano y al ascenso de liderazgos personalistas. Los intelectuales venezolanos desde distintas tendencias políticas hemos atacado la democracia sin ofrecer en los últimos veinte años anteriores a la llegada de la revolución bolivariana un pensamiento alternativo que diera fortaleza y sentido al cambio político-social. Se me podría objetar que la crisis de la democracia representativa ha tenido un carácter internacional y que los intelectuales venezolanos(as) no han sido los únicos(as) que se han alejado de los partidos y de la arena política. Sí, pero el caso nacional tiene una particularidad única, que consiste en que los(as) intelectuales nos conformamos con la simple destrucción y cuestionamiento de los partidos políticos, obviando que no eran dueños de la corriente ideológica a la que alguna vez se afiliaron: socialdemocracia, socialcristianismo, liberalismo, neomarxismo. Mientras el Partido Socialista de Chile o el PSOE español se renovaron, Acción Democrática y, más a la izquierda, el Movimiento al Socialismo perdieron su espacio político y junto con ellos se dejaron a un lado las corrientes de pensamiento que los inspiraban. Se trata del triunfo soberano de la anti-política, tal como lo plantea Colette Capriles en su libro La revolución como espectáculo.
Revolución, repetición y anacronismo
La revolución bolivariana propone transformaciones radicales, abjura del pasado silenciándolo y define la sociedad e historia venezolanas como un solo y gigantesco error corregible por la voluntad suprema del soberano redimido por el caudillo Hugo Chávez, reencarnación de Bolívar y continuador de su obra inconclusa e interrumpida por ciento setenta años. La exclusión económica y social fue el caldo de cultivo para que se impusiera esta visión, negadora del más mínimo logro de la sociedad venezolana. Esta matriz ideológica ha sido la usual en un país en el que el poder reside en el manejo de la renta petrolera a través de las riendas del estado: los excluidos de la fiesta millonaria se entronizan en el poder, cambian funcionarios, inventan novedades y dejan subsistir algo de lo rescatable del pasado. En el caso concreto de las políticas culturales, todo los organismos adscritos a la Plataforma Política Editorial del Ministerio del Poder Popular para la Cultura1, señalan explícitamente en sus páginas oficiales en INTERNET que su labor se articula en el contexto de los cambios sucedidos a partir de 1998 con la fundación de la Quinta República y, más recientemente, con la construcción del socialismo nacional bolivariano. Las dos próximas citas pueden ilustrar lo que indico; ambas pertenecen a artículos escritos por el Ministro del Poder Popular para la Cultura, Francisco Sesto, y aparecen en la página oficial de la institución que dirige:
Las islas, los conucos, los feudos, los territorios personales creados a costa de los bienes del común. He ahí un elemento clave para comprender la gestión cultural pública del pasado. Lo normal era que quien dirigiese una institución o, incluso, una dependencia de una institución, actuase a su arbitrio con una especie de patente de corso que le permitiese hacer lo que le viniese en gana. Que lo hiciera bien o mal puntualmente, ese no es el caso a juzgar. Lo importante es, visto desde aquí, desde el punto de vista de los intereses generales, que su voluntad se colocaba por encima de todo. No procuraba una articulación orgánica con las demás instituciones. No intentaba, ni siquiera, considerar las ventajas de un trabajo de equipo.
Para quienes hablan de autocracia, aquella forma de actuar era, sin duda, un perfecto ejemplo de comportamiento autocrático. (“Adiós a las islas”, on line)
Si lo que queremos es diferenciar esta cultura, la nuestra, la integral, la integradora, la del pueblo que somos, la que reúne múltiples culturas en su seno, si lo que queremos es diferenciarla, digo, de la cultura exquisita de las elites, entonces diferenciemos la de ellos. La nuestra es la cultura. La de ellos es… bueno, vamos a inventarle un nombre. Dibujémosle un adjetivo al lado, como quien le dibuja un bigote cómico a la fotografía de un personaje. (“Como en una ensalada”, on line).
En resumen, y dentro de la mejor tradición negadora venezolana, cultura nacional no es lo que hemos construido múltiples sectores sociales venezolanos en el tiempo, sino las prácticas simbólicas consideradas como tales por el gobierno y que difieren de las que se hacían “antes” por parte de las “elites”. No estaría de más precisar que en ese “antes” despreciado surgieron, por ejemplo, Biblioteca Ayacucho, el Sistema Nacional de Orquestas Infantiles y Juveniles, la masificación de la educación, la red de museos del país y Monte Ávila Editores.
Hay que señalar que esta negación de los logros pasados de la sociedad venezolana está impregnada no del aliento utópico del futuro que signó a los experimentos socialistas del siglo XX sino de una triste obsesión por tiempos idos. La pulsión anacrónica se evidencia no sólo en el culto a los héroes venezolanos del siglo XIX –en especial a Simón Bolívar, el Zeus de nuestro Olimpo patrio- sino en la admiración vasalla por el sistema cubano, la exaltación de figuras como Ernesto “Che” Guevara -cuyo rostro aparece en las vallas de organismos oficiales- y el rescate del vocabulario de los años sesenta relativo a las ideas de antiimperialismo, pueblo y la preeminencia de los colectivo sobre lo individual. Se impone una perspectiva del socialismo y de la ortodoxia teórica marxista anterior a las revisiones realizadas en las últimas décadas y que mira si acaso de soslayo la caída y los errores de los socialismos autoritarios del siglo XX. Cito a Iván Padilla, Viceministro del Poder Popular para la Cultura, y su definición del sustrato ideológico del Socialismo del Siglo XXI:
Aunque el presidente de la República repite insistentemente que la fase superior del capitalismo es el neoliberalismo salvaje, no está mal recordar que el líder de la revolución bolchevique decía que esa fase superior era el imperialismo.
No se trata de que estemos intentando atizar contradicciones en los criterios. El socialismo del siglo XXI, del cual habla el líder de la revolución bolivariana, quizás tenga muy poco que ver con el socialismo de Proudhon, de Saint-Simon, de Levi Stauss, de Marx o del mismísimo Vladimir Lenin. Bueno, sin ánimos de conciliación, es probable que igualmente tenga mucho que ver con todos esos socialismos. (Padilla 58)
(…)
Ahora, nuevos rumbos y nuevas expresiones ha alcanzado esta lucha por la hegemonía, en la que la hegemonía de la clase dominante y explotadora es enfrentada y vencida por la hegemonía de los dominados, de los explotados, del proletariado. La mejor tradición de esta lucha está expresada en la actualidad por el desafío propuesto por el líder comandante Chávez, quien claramente señala que el enemigo es el capitalismo y el imperialismo y que con este rumbo hacia el socialismo del siglo XXI, la guerra de posiciones nos obliga a definir una nueva forma de socialismo que, si bien toma mucho de los socialismos a que nos referíamos al comienzo, su mayor riqueza la toma de la mejor moralidad contenida en el pensamiento y los testimonios de revolucionarios como el Crsto, Marx, Ghandi, Guevara, Bolívar, Martí y tantos otros sembradores de valores nuevos, de cultura nueva, de pensamiento humano y humanista. (Padilla 61)
Sin duda, las posiciones anacrónicas que abundan en los personeros del gobierno nacional son incluso abiertamente discutidas por intelectuales pro-revolucionarios como Rigoberto Lanz, estudioso venezolano del debate modernidad-postmodernidad, como la historiadora Margarita López Maya, inclinada por una democracia radical (en el sentido dado por Chantal Mouffe en La paradoja democrática) que respete las conquistas de las democracias representativas del siglo XX y que no repita los desmanes de los socialismos autoritarios de la centuria pasada, y como Esteban Emilio Mosonyi, experto de categoría internacional en materia indígena, que advierte que el antiimperialismo y la retórica anti-estadounidense de la revolución pueden servir de pretexto para justificar la ineficacia estatal del gobierno venezolano o pueden atraer sobre Venezuela desastres de impredecibles consecuencias. Pero, no cabe duda, el líder supremo, Hugo Chávez, y su entorno cercano, aúpan, tal como evidencia su apoyo irrestricto a Cuba y su exaltación de los logros de su revolución, una visión anacrónica de la revolución en pleno siglo XXI, una visión personalista y excluyente de otras perspectivas sobre el mundo.
Políticas culturales y revolución bolivariana
El problema medular para mí en esta ponencia no es si el gobierno venezolano tiene proyectos o logros en el sector de las políticas culturales de estado; el problema es que tales políticas responden a un modelo de control de la sociedad venezolana que coloca en el ejecutivo nacional las riendas económicas, políticas e ideológicas de la gestión cultural, privilegiando una relación vertical caudillo-pueblo (los consejos comunales llevándose por delante a alcaldías y gobernaciones) y dejando a un lado las numerosas experiencias positivas cosechadas por modelos de municipalización de las políticas culturales. El objetivo es cercenar los liderazgos políticos de base y los liderazgos intermedios para favorecer al supremo comandante Hugo Chávez. Desde el punto de vista de la difusión y recepción de la literatura, la hipertrofia estatista y el personalismo presidencial se traducen en un debilitamiento de las posibilidades de autonomía y gestión regional, municipal y, en general, pública y privada, a favor de la centralización de las actividades en el poder ejecutivo a través del Ministerio del Poder Popular para la Cultura y su Plataforma del libro y la lectura. Uno de los síntomas preocupante de esta gestión es la división del campo literario venezolano en dos circuitos de escritura, difusión y recepción claramente diferenciados, situación que, desde mi perspectiva, debilitará cada vez más las posibilidades de los escritores(as) y pensadores(as) opuestos al régimen de circular dentro del país tomando en cuenta las presiones existente sobre el sector económico privado en el contexto de la revolución. En cuanto a las características mismas de esta política cultural es preocupante el ansia del poder ejecutivo central de dominar desde la producción editorial hasta la distribución y venta de los textos literarios, en coherencia con políticas de estado en las que todas las áreas de la vida venezolana están intervenidas por la presencia ubicua del super-estado petrolero y con un ideario que ni siquiera admite la posibilidad de que los sectores opositores del país puedan alguna vez obtener el poder central. Una expresión concreta de esta presencia ubicua y de la consigna de que no hay vuelta atrás respecto al socialismo, la tenemos en el “Manifiesto sobre la gestión cultural a favor del libro y la lectura”.
Nosotros y nosotras, quienes llevamos adelante la coordinación, en todos los estados del territorio nacional, de la Plataforma del Libro y la Lectura del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, en el marco de la Revolución Bolivariana que tiene como eje transversal la construcción de conciencias libres y liberadoras, nos dirigimos al pueblo venezolano para reiterar nuestro compromiso con el Gobierno Revolucionario que preside el Comandante Hugo Chávez Frías y que, desde este Ministerio, impulsa un proceso de democratización del libro y la lectura para disfrute y formación de todos los venezolanos y venezolanas.
Apoyados en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, en el Tercer Motor Constituyente: Moral y Luces, y en el Quinto: Explosión del Poder Comunal, participamos en la construcción de una poderosa Plataforma que propone al libro como medio de comunicación, recurso de formación ciudadana, de emancipación de la conciencia social y de preservación del patrimonio creativo de nuestro pueblo, y actuamos fundamentados en el convencimiento de que la lectura y la escritura constituyen prácticas socialistas.
(…)
Creemos en el libro como reflejo de nuestro carácter pluricultural y multiétnico, que potencie el desarrollo endógeno y la participación protagónica del individuo en su comunidad, basado en una nueva ética y estética socialistas, y en la construcción de relaciones humanas que dignifiquen la vida. Esta participación haría de Venezuela un país de lectores y escritores, contralores a su vez de la gestión cultural pública en torno al libro y otras publicaciones.
En consecuencia, reivindicamos el Sistema Social del Libro y, con ello, a los seres humanos que participan en los procesos inherentes a éste: oralidad, escritura, producción editorial, promoción, distribución, comercialización y lectura, orientados a la búsqueda del Libro Necesario, es decir, del libro que proyecte las riquezas espirituales, que se escriba desde la esencia generosa del heroico pueblo venezolano, que reinvente, cree y transforme cada día nuestras circunstancias, para así poder superar los infinitos desafíos que este tiempo histórico demanda a favor de la construcción de una patria motorizada por el socialismo bolivariano.
Coordinadores y coordinadoras regionales de la Plataforma del Libro y la Lectura del Ministerio del Poder Popular para la Cultura reunidos en Caracas los días 27, 28 y 29 de junio de 2007. (on line)
Sobra decir que los libros de los opositores no cuentan entre los “libros necesarios”. Se trata, pues, de una gestión cultural orientada hacia la construcción de una hegemonía ideológica (en el sentido dado por Antonio Gramsci a este término) cuyos únicos puntos de aceptación de la constitutiva diversidad política, social y cultural venezolana son el estar a favor o en contra del gobierno y la desigualdades de clase, en detrimento de las múltiples diferencias existentes en la sociedad venezolana. Un ejemplo de cómo funciona este sistema de anulación cultural por exclusión política es un fragmento de un artículo del ya citado Ministro del Poder Popular para la Cultura, Farruco Sesto, que expresa la política comunicacional oficial del gobierno bolivariano. Esta política consiste en definir a los opositores políticos de la revolución como enfermos psiquiátricos, en la mejor tradición soviética pero sin “gulags” ni intelectuales presos. Nuestra enfermedad se llama “disociación psicótica” y es producida por las infernales trasmisiones de los medios de comunicación que cuestionan la acción revolucionaria. Cito al ministro, cuyas opiniones contenidos oficiales de su ministerio, más allá de lo risible de las mismas y su poco impacto real:
Un importante poeta, conocido por todos, no acepta que coloquemos su obra en una antología de la poesía venezolana. Se sitúa políticamente en el sector disociado. Y dice que no puede aceptar su inclusión en esa antología por una cuestión de principios.
¿En qué consistirán esos principios?
Sabemos, sin embargo, que no tuvo inconveniente, en su momento, para alinearse con la oposición fascista y firmar manifiestos en apoyo al paro petrolero, pidiendo la salida del Presidente.
(…)
Y añadir también otras pregunta más, quizás formulándolas desde la ingenuidad que siempre nos acompaña: ¿Cómo es posible ser un buen poeta y, al mismo tiempo, un ciudadano de comportamiento tan dudoso?
(…)
Una última pregunta se impone: ¿será que, en definitiva, no es tan buen poeta? Ante la duda, creo que ha llegado la hora de releerlo. (“Poeta autonegado” “on line”)
Estas palabras hablan por sí solas: un poeta si no es revolucionario no es buen poeta. La concepción de lo literario que esconde esta baladronada oficial es lo que nos importa. Tal como lo plantean George Yúdice y Toby Miller en su muy conocido libro Políticas Culturales, las políticas culturales intentan educar a sujetos éticamente incompletos para que respondan adecuadamente a determinados intereses. En este caso deben responder al tercer motor de la revolución socialista bolivariana, “Moral y luces”, pensado para cincelar al hombre nuevo del Socialismo del Siglo XXI y asentado en un trípode conformado por la educación pública, el control desmesurado y unilateral de los medios de comunicación y la centralización de la gestión cultural, trípode que funcionaría para retirar o impedir el acceso al poder de vastos sectores de la sociedad. Dentro de este orden de ideas, las políticas culturales del estado revolucionario definen un rescate ético y político de la venezolanidad como oposición al impacto de la cultura de masas estadounidense y a la globalización, identificada con la preeminencia económico-militar de Estados Unidos en el mundo actual. Se establece entonces un puente entre el pasado indígena precolombino, la gesta emancipadora y antiesclavista, la guerrilla izquierdista de los años sesenta y el super-estado petrolero repartidor de la riqueza de siglo XXI. La noción de mestizaje es utilizada como bandera identificando la presencia de rasgos culturales de origen africano e indígenas con el legado emancipador bolivariano, que de liberal e ilustrado ha pasado a socialista pre-marxista. La nación es el producto, sí, del mestizaje, pero nuestra identidad raigal como venezolanos intenta separarse de la conquista y colonización española en una de esas piruetas típicas de la izquierda de los años sesenta. La literatura, herencia directa del legado europeo, es vista como espacio de necesaria lucha contra la cultura de masas y la globalización, rescatando un sentido de la escritura y el arte muy propio de las reflexiones marxistas gramscianas y lukácsianas (Walter Benjamín no tiene lugar aquí) sobre las industrias culturales que deja de lado por completo toda la reflexión sobre modernidad, tradición, lo popular, lo culto, las mediaciones, las industrias culturales y los procesos de hibridación cultural manejados por teóricos como Néstor García Canclini. La cultura de masas de inspiración estadounidense es el enemigo a vencer en la educación del pueblo. La revolución bolivariana postula que las prácticas culturales deben abonar el terreno de la salvación ideológica y política de la multitud infantilizada, a la que hay proteger de la obscenidad consumista del capitalismo controlándola y dictándole lo que tiene que hacer y pensar.
Reflexionar y escribir sobre la Venezuela de hoy
Ante todo es preciso recalcar que la revolución bolivariana ha puesto en pugna diversos puntos de vista y concepciones de la vida venezolana, en otras palabras, ha colocado en abierta confrontación diferentes relatos, diferentes deseos, historias y proyectos respecto a la nación venezolana como realidad pasada, presente y futura. Es de notarse el modo en que la revolución bolivariana privilegia la igualdad sobre la libertad, pero no en el sentido de estimular una reparación perdurable de la injusticia sino en el de una relación clientelar que privilegia el reparto de la riqueza sujeto a la discrecionalidad de un estado y un líder todopoderosos. Por supuesto, las relaciones clientelares no generan igualdad sino igualitarismo y amparan el conformismo y no la libertad (Campos). La revolución bolivariana, hoy convertida en socialismo del siglo XXI, propone un modelo de sociedad armónica en la superficie –el pueblo sujeto de redención social- e igualitaria de modo coercitivo –sólo será ciudadano quien requiera de la intervención del estado en todas las áreas de la vida social-, situación que asegura el poder del comandante-presidente, visto en este contexto de hipertrofia del estado como el único factor de encuentro entre la multitud de diferencias políticas, sociales, económicas, regionales, genéricas, culturales y étnicas que le dan vida a Venezuela. Luchar contra la revolución bolivariana implica, entonces, luchar por la diferencia en tanto ejercicio de la libertad y en tanto posibilidad de escoger, discutir y poner en práctica diversas nociones de la nación, la democracia y la participación política en el marco de las instituciones del estado (Bobbio; Mouffe; Arendt). Luchar contra el populismo estatista representado en la figura todopoderosa de Hugo Chávez implica la negación de la violencia armada, el caudillismo, el militarismo y la imposición de un pensamiento único de cualquier signo. Y es que sin duda, el éxito de la revolución bolivariana es la prueba definitiva del fracaso de la civilidad en Venezuela, y el fracaso de la civilidad golpea a muerte la eficacia del relato democrático como proyecto nacional y la posibilidad de que el poder económico, político, social y cultural pase a un número de manos cada vez mayor. Más allá de la retórica presidencial a favor del “poder popular”, hay que tener claro que la Revolución Bolivariana Socialista del Siglo XXI no es, como ya se dijo al principio de este trabajo, una ruptura dentro de un orden político e histórico, sino la manifestación absoluta de cómo el estado petrolero en Venezuela y su relación paterno-destructora con la débil y dependiente sociedad venezolana ha signado la vida nacional (y, por ende, la literatura, la cultura y el pensamiento) hasta hoy. Si algo puede hacerse desde la mínima trinchera del pensamiento, la escritura, la vida universitaria es pensar en cómo modificar radicalmente esta relación sin caer en la tentación de convertir al mercado en el terreno de resolución de los conflictos sociales, políticos, económicos y culturales que nos aquejan. Esta sería la finalidad específica del ejercicio escritural, docente y de investigación como posibilidad de resistencia política frente a la revolución bolivariana y sus políticas destinadas a asfixiar las diferencias.
Bibliografía
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