Cómo no decir nada.[1]
Hace algunos meses discutíamos con Martín Gubbins algunos de los poemas que entonces escribía (y que ayer nos presentó),[2] basados en la formación de palabras a partir de las letras contenidas en un vocablo mayor. El valor de estos juegos consistía, evidentemente, en encontrar la mayor cantidad de términos, pero mientras los revisábamos comenzamos a discutir hasta qué punto ese rendimiento era necesariamente la medida de una mayor o menor efectividad expresiva. Implícitamente, también estábamos pensando en una serie de prácticas experimentales cuyo énfasis está puesto en el agotamiento de las posibilidades disponibles de un determinado procedimiento o tecnología. Y entonces comencé a apuntar algunas preguntas que quisiera plantear hoy: dentro de las innumerables experimentaciones poéticas contemporáneas, ¿qué espacio cabe para un uso no definitivo sino parcial de esos hallazgos? ¿Qué ocurre si decidimos explotar una técnica vanguardista sólo a medias, o en una dirección contraria a la que se supone que debería tener, o detener la maquinaria cuando el experimento aún no se ha terminado? ¿Es posible un titubeo, una retracción?
Eran preguntas retóricas, por cierto, pero no inocentes. Calzaban con una tendencia latente en algunas obras que había preparado en años anteriores, y surgían ahora como una justificación tardía. Podían servir, por supuesto, de excusa para una performance inmóvil.[3] O para una sextina que realicé sin siquiera intentar mantener las estrofas que contuvieran las 6 palabras-rima, sino escogiendo simplemente seis versos-rima que se combinaban sin ningún esfuerzo.[4] O un soneto que, en realidad, era un texto en que cortaba pedazos de prosa incrustándoles las rimas perfectas de un soneto de Lezama Lima.[5] O un libro con sus páginas cortadas en tres, pero en el que la última sección repetía siempre la misma frase, como un ostinato, y así reducía la cantidad de combinaciones posibles.[6] O el que, según creo, es el primer poema-mascota virtual del mundo:
Me siento incómodo con mi cuerpo arriba de un escenario y no sé improvisar. No me creo capaz de escribir bien una sextina o un soneto. Una vez que me he propuesto trabajar con una restricción, limito su aplicación porque pierdo el impulso. Mi relación con todo tipo de técnica es ansiosa pero torpe. He perdido mucho tiempo solucionando los aspectos visuales o gráficos de una presentación, y aún más editando un poema sonoro, ocupando procesos muy engorrosos que, probablemente, se solucionarían con una función del programa que aún desconozco. Como no sé hacer animaciones, he tenido que suplirlas con lentas sucesiones de diapositivas en powerpoint. Dudo que alguna vez pudiera desarrollar un software. A estas alturas de mi vida, ya he asumido que nunca podré hacer un poema holográfico, ni menos producir un conejo verde. Aunque tengo un computador moderno y sofisticado, no soy moderno ni sofisticado.
No soy original, tampoco, en mis planteamientos. A pesar de los excesos de optimismo y seriedad en las vanguardias y neovanguardias, también ha habido espacios para la ironía y el descreimiento, o al menos la soltura y el juego. Hoy mismo, en esta era de fetichización tecnológica, se rescatan ciertas estéticas del error (como el “glitch” en la música electrónica) y retro (el movimiento “8 bit” en el mismo campo), o el uso de herramientas sencillas con fines más banales o deformadores (como el género “flarf” en internet). Hace algunos días leía también la propuesta pedagógica de de Kenneth Goldsmith, su “uncreative writing”, sugiriendo como técnica básica el traslado de un contenido hacia distintos contenedores, es decir, la escritura como simple copia. Todas estas tendencias parecieran oponer su sencillez o intrascendencia a aquellos ímpetus cibernéticos que Marjorie Perloff caricaturizaba en uno de sus ensayos: “As in any case of any medium in its early stages, digital poetry today may seem to fetishize digital presentation as something in itself remarkable, as if to say, ‘Look what the computer can do!'”. Pero también podríamos revertir esa misma acusación en mi contra: “Look what the computer can do wrong!” o “Look what the computer can’t do!”.
Sería una estupidez, sin embargo, que esta acumulación de prevenciones y falsas modestias impidieran mi acercamiento como lector a las producciones basadas en técnicas que nunca llegaré a manejar plenamente; la oportunidad de conocer y aprender de todo el rango de sus posibilidades es justamente una de las principales motivaciones para encontrarme aquí hoy. Es evidente que el uso del cuerpo, las matemáticas o la tecnología son capaces de marcar una expansión insospechadamente fértil para la poesía, llevando a un uso casi infinito de todas las posibilidades del lenguaje. Pero creo también que cada uno de nosotros debe detenerse a evaluar las propias capacidades e intenciones. ¿Qué ocurre, por ejemplo, si nos damos cuenta que, a pesar del entusiasmo, nuestros experimentos no dan para una digna emulación, ni siquiera para una mala parodia? Como en cualquier tipo de producción artística, considero ineludible una reflexión profunda sobre las características específicas de cada herramienta, de cada soporte, por lo que es preciso un conocimiento de esas posibilidades antes de tomar como opción estética la subutilización. No es un primitivismo impostado, ni una negación de la técnica, ni menos flojera, sino una conciencia crítica: si asumo que no soy capaz de recorrer hasta el límite las posibilidades de la plenitud y exuberancia de los procedimientos, renovándolos y cargando de sentido, debo girar para encontrar los riesgos que se abren, también, en los usos parciales, los tiempos muertos, los efectos fallidos, la ambigüedad y el malentendido. No se trata, entonces, de una vuelta conservadora a los usos mesurados del lenguaje convencional; se trata de encontrar, en la renuncia, la posibilidad de un descontrol que no es tan distinto al desenfreno del optimista.
Es necesario, entonces, disolver la idea de vanguardia como una búsqueda en una sola dirección: los límites no están sólo al frente, también están detrás, o al interior de cada palabra. Y esos límites los podemos traspasar mediante un uso excesivo de la sintaxis, la combinatoria o la explotación de su carga gráfica o sonora pero también mediante su vaciamiento. Es esa dirección negativa la que me ha interesado desarrollar, buscando una pérdida progresiva del sentido. Una forma de hacerlo es la problematización irónica de los formatos, ya sean clásicos o experimentales, en los ejemplos ya citados. La otra es el intento por dejar los contenidos de mi mensaje en un plano cada vez más distante, por ocupar las palabras para decir cada vez menos.
Hace años venía rumiando esta pretensión, pero sólo recientemente he llegado a la convicción cierta de que no tengo nada verdaderamente importante que decir al escribir poesía, que no tengo un mensaje particularmente atractivo para el resto del mundo ni para nadie. Un artículo de Ian Wallace plantea este problema como una marca del contexto contemporáneo: luego de siglos en los que la cultura ha acumulado obras maestras que dicen muchas cosas, “the ‘something to say’ given by literature is no longer needed, or rather, the preservation and accumulation of ‘great works’ renders contemporary works into pathetic clichés of greatness”. Ahora, entonces, “we have nothing to say. That this is true is indicated by the fact when literature does maintain an attempt to say something of importance, it inevitably talks about its own emptyness”. Y ésta es la experiencia de desprendimiento de la que otros poetas contemporáneos también dan testimonio: al indagar en las posibilidades de la retracción del lenguaje cabe la posibilidad de ir desapareciendo lentamente, no sólo como sujeto, sino como conciencia y comprensión. Luis Cardoza y Aragón lo explica inmejorablemente: “Yo escribo lo que no puedo decir. / Yo escribo lo que no puedo callar. / Cuando dije algo y después no lo entiendo, lo dejo, tal cosa quería decir. / Yo sólo quiero escribir lo que no entiendo”. Del mismo modo, Ulises Carrión se sitúa en esta incertidumbre: “Yo no quiero ni puedo imponer un contenido porque no sé qué quieren decir exactamente las palabras (¿y cómo saber si el lector sabe?)”. Pero es allí, precisamente, donde, una vez perdida la intencionalidad, surge la capacidad de provocar nuevas relaciones: “en mis textos las palabras no cuentan porque significan esto o aquello para mí o para alguien más, sino porque, juntas, forman una estructura. Esta abstracción de los contenidos particulares es, precisamente, la mejor (no la única pero sí la mejor) posibilidad de contener su propia negación”.
Es ese punto donde creo que se reúnen estas reflexiones: no sólo se trata de la subutilización de los procedimientos, sino también la subutilización de las palabras. Vaciar sus significados, inutilizarlos, y buscar allí la posibilidad de una liberación, de una subversión. No ocuparlas para lo que sirven, sino para otros fines. Hacer como que escribo, pero no escribir, hacer como que hablo, pero no hablar, hacer como que digo, pero no decir.
La poesía es la mejor manera de quedarse callado.
NOTAS
[3] Esta “Performance” la presenté antes de mi conferencia, y consiste en un texto leído en el que el performer no realiza ninguna acción.
[4] “Courant dolorosa”, incluida en la antología Diecinueve (Poetas chilenos de los novena), compilada por Francisca Lange.
[5] “La verdad sin dobleces”, incluido en la misma antología.
[6] Esto es la globalización:, editado por Foro de Escritores el año 2005.