La poesía para mí es una forma de disentir del lenguaje con el lenguaje. El lenguaje común está de acuerdo …con el lenguaje. La poesía está en desacuerdo con la reglamentación del lenguaje de uso. Entonces disiente. Cuando Jules Laforgue introduce en la poesía inflexiones del lenguaje disiente de la poesía simbolista de su época. Cuando Nicanor Parra quiere devolver el lenguaje de la poesía a la conversación, disiente de la poesía de lenguaje gastado que había caído en el manierismo –o esa, en una perversión estable – de ciertos usos de la vanguardia. No hay estabilidad. Es cuestión de momento. El error es la negación y la pretensión de estabilidad, el haber alcanzado el equilibrio que permitirá, para siempre y bajo el rótulo “Siempre fue igual”, repetir hasta el cansancio la misma fórmula. Si la poesía defiende a capa y espada lo imprevisible, si el lenguaje poético sigue la huella de la zanahoria ciega de lo imprevisible que tiene el abismo a dos pasos, ¿cómo no va a disentir? La poesía no está obligada a la obediencia. Salvo para los poetas latinoamericanos que están buscando la bibliografía que justifique su pereza – Oriente sabe, Oriente orienta, Oriente está de moda, el origen está de moda –, no conozco a ningún pensador oriental ni poeta oriental que haya dicho que la poesía es el ritual de la obediencia. Lo que conozco, y no lo escribió un oriental, es el “Tratado de la servidumbre voluntaria”.
Hubo un cansancio de la disensión en la poesía occidental. Se consideró durante muchos años que el arte había soportado, con los experimentalismos de principios del siglo XX, un mal momento. Era hora de volver a la quietud de las aguas. Cierta poesía reorganizó su paisaje: el bote, el lago, el puente, el vino dentro de la cesta cubierta con el mantel a cuadros rojos y blancos. Esa estabilidad. Pero esa estabilidad es de otra época, del siglo XIX, casi impresionismo francés. No estamos sobre agua serenada. La poesía como paisaje es un lenguaje consensual. Hay muchos otros. Los que hablan de lo mismo de la misma manera y sólo le cambian la experiencia.
No se puede seguir jugando a la poesía ganada. Y me refiero al concepto que alienta cada poema, en la concepción de lo que la poesía es, independientemente de la realización del poema. Los lugares poéticos no están ganados. Pero no ahora: no son espacios a ganar, son espacios a plantear en el sentido de transitar, de pasar por ahí. Y seguir. La poesía es tránsito, trashumancia, decía Pasolini. La reacción de “Solvencia y Disenso” y muy palpablemente “El camino Ullán seguido de Durante”, escrito con motivo de la enfermedad y muerte de mi amigo, el poeta español José Miguel Ullán, es contra la nostalgia lingüística de la poesía como lugar seguro, lugar de reposo del lenguaje, tierra de inmovilidad, continente anclado. Claro que no se trata de organizar el movimiento, la marcha – ya lo hizo el excelente poema de Enrique Falcón La marcha de 150,000,000 –, para dar las nociones de cambio y transformación. Se trata de rearticular desde un lenguaje lanzado de manera tangencial, ladeado al lector. Se pone en juego ahí la cuestión de la comunicación. Mientras no se resuelva el dilema de la poesía como cosa comunicante-cosa no comunicante, no se habrá salido de este punto giratorio, ya fijo de tan giratorio. La poesía no tiene por qué comunicar. Tampoco tiene por qué cerrarse a priori. La cuestión es poder transitar por espacios de incomunicación como parte de un mismo proceso, el de la movilización.
A mí la utopía me parece consustancial al arte: proponer los lugares que no hay.
Si una tradición no se transforma se petrifica. Pero no sólo: imposibilita toda alternativa, toda transformación. Es posible ver una ruina como la metáfora de una tradición, no sólo del tiempo. Lo que ocurre es que esa metáfora del desgaste y del paso del tiempo fue reauratizada por el presente vertiginoso e incierto en términos artístico-estéticos […]. Esa es la cuña metida que impide ver la necesidad de transformar la tradición – o sea: verla desde un presente –: todo lo pasado con su semántica de viejo, empolvado, degradado adquiere prestigio en sí por la ilusión de “estar en otra parte”, cuando en realidad está a tu lado o frente a ti. Mientras uno esté enamorado de un pasado añejo y distante que no sabe ya qué significa realmente, será muy difícil transformar el presente: ese pasado fantasmal será el gran punto de fuga.
Otra cosa es el prestigio, la necesidad de prestigiarlo todo. No hay que olvidar hoy que se trabaja artísticamente en el puro nivel de la superficie. ¿Qué tiene más prestigio, adorar una tradición cuyo significado es incierto, por no decir confuso, o intentar verlo desde el presente con el riesgo de desmitificarlo, acercarlo y vivir con él? Lo que se acerca demasiado pierde prestigio de inmediato. Es tan peligroso como lo que se aleja demasiado. La poesía actual, la escrita en la América Latina de hoy, oscila entre intentar seducir a un canon – en este caso el antiguo canon de la “cosa bien escrita”, trascendente, está dejando lugar a la “cosa mal escrita”, puro presente – o ignorarlo.
Se puede decir que en un sentido estricto la mayor parte de la poesía que se escribe en América Latina ya no existe: se ha vuelto tan previsible, tan predecible, tan preaudible que carece de materialidad. Cualquier alternativa – aun la de la caverna – tiene que pasar por una rematerialización del mundo. Este mundo sustituyó la materia por la mercancía. Si no lo plantea el lenguaje poético, íntimo de la materia, ¿quién va a señalar esa metáfora usurpadora?
Fragmentos de una entrevista de Nicolás Cabral al poeta uruguayo Eduardo Milán para la revista La tempestad.