No poco se ha escrito sobre el estilo, la posición y la influencia de los poemas de Nicanor Parra (1914) en el ámbito de la poesía latinoamericana. Se lo suele ubicar junto a la obra de Nicolás Guillén (1902-1989), César Fernández Moreno (1919-1985), Ernesto Cardenal (1925) como una reacción, corrección y reenfoque de las corrientes poéticas dominantes a mediados del siglo xx. Sus publicaciones Poemas y antipoemas (1954), La cueca larga y otros poemas (1958), Versos de salón (1962), Canciones rusas (1967), Obra gruesa (de 1969 que reúne los libros anteriores y agrega dos libros más), y Artefactos (1972), le fueron suficientes para alcanzar una fama continental a fines de los años 60, instalándose como una propuesta a partir de la cual las nuevas generaciones van a nutrirse o que, al menos, van a tener que esquivar de manera consciente.
Como dice el título mismo de su libro del año 54, Parra llama a su empresa –tanto en algunos poemas como en la mayoría de sus entrevistas– “antipoesía”, dándose a sí mismo el título de “antipoeta”. Si bien esta es una estrategia clásica que cierta parte de la crítica ha seguido (considerar al autor como fuente de sentido para interpretar el texto), aquello no siempre conduce a un esclarecimiento detallado de la obra y sus procedimientos. De cualquier manera, desde el título mismo resalta el ánimo de enfrentamiento. Sí son esclarecedoras, en cambio, estas palabras que el poeta manifestó en un discurso en 1958: frente a “los poetas creacionistas, versolibristas, herméticos, oníricos, sacerdotales, representábamos un tipo de poetas espontáneos, naturales, al alcance del grueso público. […] Fundamentalmente, creo que teníamos la razón al declararnos tácticamente, al menos, paladines de la claridad de medios expresivos” (Obras completas I 709-710). En el fragmento citado, los contrincantes de Parra pueden ser clasificados en dos categorías no excluyentes: por una parte, está la vanguardia y sus herederos; y, por otra, lo que se podría llamar cierto “tono de solemnidad” pseudoprofético que predomina tanto en la vanguardia como en mucha de la llamada “poesía comprometida”, como la obra de Pablo Neruda o la última época de la poesía de César Vallejo. Así, la oposición es tanto de estilo literario (vocabulario, sintaxis, tropos) como de la posición literaria y pública que toma el sujeto poético. No obstante, la severidad con que impugna a sus antepasados poéticos no se dirige a autores del modernismo tardío como Leopoldo Lugones, Ramón López Velarde y Carlos Pezoa Véliz, ni tampoco a algunos vanguardistas como Oliverio Girondo. La polémica, como muchas otras veces, muestra una falta de perspectiva histórica que se debe a la virulencia localizada del debate.
Lo que Parra identifica como “claridad de medios expresivos” puede ser entendido de diferentes maneras y depende de la obra que se analice. Se suele repetir que Parra intenta hacer equivalente su poesía al lenguaje hablado, lo cual se manifiesta sobre todo en su trabajo de los años 70 y 80; pero quizás habría que afirmar con William Rowe que el “método de Parra no consiste en imitar la conversación, sino en zambullirse en las fuerzas que fluyen a través de ella” (151). Para algunos críticos los principales elementos formales de la antipoesía serían: el uso restringido de la metáfora y la introducción de cierta sintaxis prosaica, de profusas expresiones del habla y un vocabulario más cotidiano que tradicionalmente “poético”. Quizás habría que afirmar –de manera más sencilla, pero no menos polémica– que la “antipoesía” no existe como movimiento o como estilo, o más bien que es un invento de Parra para situarse en el campo poético, lo que los críticos han tomado como una verdad incuestionable. La estrategia de Nicanor Parra es plantear una poética que se afirma con alarde “radicalmente diferente” respecto de las vanguardias y el modernismo. Como es posible darse cuenta, esta oposición extrema es ya un gesto rupturista a la manera de los vociferantes manifiestos, y en ese sentido, es una continuación de los procedimientos de la vanguardia.
En el poema “Advertencia al lector” –ubicado en la tercera sección de Poemas y antipoemas– el autor mismo se defiende de las críticas que su libro pueda causar; susceptible, ataca antes de ser atacado. Aquí se establece un teatro (un diálogo exagerado y paródico) entre el autor y el lector, entre hipotéticos detractores y su defensa, entre “la tradición de la solemnidad” y su propuesta. Al inicio, el hablante comienza por desentenderse de los efectos negativos de su texto –sugiriendo que puede haber molestias–, pero a la vez insta al lector a acceder a la nueva poética, aunque no le cause placer:
El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese,
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.
(…)
y sigue: [1]
Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:
La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,
Menos aún la palabra dolor,
La palabra torcuato.
Sillas y mesas sí que figuran a granel,
¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!
Lo que me llena de orgullo
Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.
(…)
Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte:
“¡Las risas de este libro son falsas!”, argumentarán mis detractores
“Sus lágrimas, ¡artificiales!”
“En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza”
“Se patalea como un niño de pecho”
“El autor se da a entender a estornudos”
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio alfabeto.
“¿A qué molestar al público entonces?”, se preguntarán los amigos lectores:
“Si el propio autor empieza por desprestigiar sus escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!”
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.
(Obras completas I 33-34)
En la segunda estrofa el autor –o más bien el hablante del poema– margina su propio texto sosteniendo que los críticos (hiperbólicos “doctores de la ley”, ridículamente bíblicos) lo han declarado “fuera de la ley”, debido a que no emplea ciertas las palabras y sí otras. Lo que no se suele decir es que en la primera sección de Poemas y antipoemas, –en la cual hay poemas cercanos al modernismo tardío– sí aparecen muchas palabras “poéticas”, aunque sea para producir yuxtaposiciones irónicas o vanguardistas a la manera del Lugones del Lunario sentimental (1909) o de J. Herrera y Reissig: “rosa” y “luna”, por ejemplo, se encuentran profusamente [2] . Por lo tanto, empíricamente, este poema es falso en lo que se refiere a la totalidad del libro; pero ello no le hace perder su efectividad retórica. Así como se puede dudar de las acusaciones que el autor mismo expone, de la misma manera el contenido de su defensa es bastante incierto. Por ejemplo, al comienzo del poema hay incoherencia al renegar de toda la responsabilidad y a la vez interpelar al lector para que se dé por satisfecho; o también defenderse de las supuestas embestidas críticas mediante una afirmación directa, pero sugestiva: “porque a mi parecer el cielo se está cayendo a pedazos”; y al inicio de la tercera estrofa reproducida más arriba (en realidad la cuarta del poema), la aserción es tajante: “Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte”, la que tampoco se aclara mediante las enumeraciones que siguen. Solo al final del párrafo es posible deducir que, al proponer formar un nuevo alfabeto, el autor conmina a sus lectores a leer de otra manera. Los cuatro últimos versos estructurados con una sintaxis del habla (reformulaciones tentativas de una misma idea), adornados con lugares comunes habituales, el autor ejecuta su arte poética o manifiesto, ya que afirma que esta diferencia con la poética tradicional no es una carencia, sino su fuerza. El tono en que lo dice carece, eso sí, de la seguridad implacable que debiera exhibir, y la hipérbole del último verso parece más cómica que plausible. Así y todo, la distancia queda establecida.
Lo curioso de este poema es que se basa en la predicción de que va a tener detractores que en realidad no tuvo, salvo excepciones mínimas. De hecho, las tres secciones de Poemas y antipoemas ganaron los tres primeros puestos de un concurso. Por esto, más que exponer el juicio y la defensa de su propia poética, realiza un acto –performativo habría que decir– de automarginación, de ubicación en el panorama cultural y de reconfiguración de este mismo. Como ya ha sido notado, el uso de un vocabulario cotidiano y cierta utilización de expresiones habladas ya habían sido introducidas por Neruda y Vallejo [3]. La diferencia de la obra de Nicanor Parra se encuentra en la cantidad y el rendimiento expresivo que logra dar a la dicción poética: tanto en el lenguaje coloquial como en el uso de su sintaxis deshilachada y el tono relajado, que reniega por igual de la musicalidad modernista (a pesar de su constante uso del endecasílabo), de la falsa inocencia de la poesía popular, de la fragmentación fría de la vanguardia y del tono elevado de la poesía política y del intimismo individualista de la lírica.
En “Advertencia al lector” lo que fue denominado como una performance de automarginación y de relocalización, a pesar de no dar explicaciones certeras, se debe a una separación entre lo que el poema dice y lo que en efecto hace, o entre la denotación (la significación primera) y la connotación (significación segunda). Habla de claridad, de un vocabulario sencillo, de una nueva manera de leer; reconoce, incluso, que pueden ser limitaciones literarias o no tener un objetivo; pero ejecuta un arte poética como un simulacro de manifiesto al exaltar su proclama sin argumentos convincentes.
Su propuesta poética es, entonces, una solución contradictoria y paródica de las dificultades de la poesía anterior, que para ampliar el número de lectores e insertarse en la sociedad, incluye zonas de la experiencia cotidiana. Así, pese a que hace hincapié en la función comunicativa de la poesía, lo importante consiste en anular el poder del sujeto sobre su propio discurso (y así parodiar las aspiraciones universales de la poesía): por esto, el hablante no puede dejar de contradecirse a través de la divergencia entre lo que dice y hace el poema. Como se verá más adelante, el sujeto poético de Parra deja de ser lírico (suponiendo a este como inconsciente de la distancia entre escritor y hablante, entre sujeto de enunciación y del enunciado) y se vuelve un personaje dramático, muchas veces un antihéroe demente, un ciudadano confuso como cualquiera, incapaz de dar cuenta de las determinaciones y consecuencias de su propio lenguaje.
Federico Schopf hace una descripción acotada de los rasgos de la poesía de Parra en relación con la tradición:
Al discurso poético del modernismo, a la autocomprensión elevada de su poeta, a su sublimación de la realidad, al carácter “poético” de los motivos, personajes y objetos que trataba, a su restricción programática, la antipoesía opone el carácter tradicionalmente no poético de su discurso y de gran parte de sus motivos, la nivelación del antipoeta y sus figuras con el resto de los ciudadanos, la desublimación, la búsqueda de contacto con todos los lectores, a los que apela en tanto que sujetos corrientes y no personalidades escogidas.
(133)
La suma de todos estos rasgos mencionados muestra la capacidad que tiene esta obra de salirse del carácter elitista predominante de la poesía llamada “culta” que acarrea la historia literaria hispanoamericana, tanto de la vertiente barroca del Siglo de Oro y el Barroco de Indias, como del Modernismo, la vanguardia y cierta poesía política. Contra aquello, esta propuesta se plantea como una “democratización” o accesibilidad que conlleva un rechazo –emulando los impulsos de vanguardia– a la mayoría de los supuestos en que el género se basa: belleza, organicidad en la estructura, originalidad en la expresión, distancia entre el sujeto y su público, etc. Lo particular de su estrategia consiste en que la separación de ciertas costumbres de la institución literaria (vocabulario, expresiones, tropos, tono, sujeto y temas) y favorece una vuelta hacia la prosa, lo narrativo y el habla, pero también, debido al humor pícaro –a veces grosero– y a sus situaciones paródicas dentro del contexto social, sugiere una vuelta hacia ciertas formas “literarias” populares premodernas, como los romances medievales y del Siglo de Oro y –más cercana también–, la poesía popular chilena (la cual es descendiente de aquellas). Leonidas Morales se ha fijado en esto con claridad:
En efecto, la relación que hay entre el antipoema y el poema romántico y modernista, es en lo esencial la que se dio entre la novela picaresca y la novela de caballerías: al héroe un antihéroe, a lo elevado y noble, los andrajos y el mal olor, al castillo el burdel, a la princesa la prostituta y a la forma cerrada la forma abierta.
(La poesía de Nicanor Parra 51)
Esta “poesía de la claridad”, que ya no se muestra tan clara en sus procedimientos –aunque sí en su lectura– puede ser señalada como uno de los primeros discursos poéticos que basa su estética en la accesibilidad de su lectura, en su comunicabilidad. Esta preocupación por el lector y los efectos de los poemas en el público y, por extensión, en el contexto mismo de la escritura y su recepción, permanecerá en el autor durante toda su trayectoria. Es posible que sea desde este ángulo que Parra ha sido considerado una de las figuras clave de la poesía latinoamericana de la próxima generación, como Enrique Lihn (1929-1988), Juan Gelman (1930), Roque Dalton (1935-1975), José Emilio Pacheco (1939) y Antonio Cisneros (1942), entre otros. La importancia de estas hipotéticas filiaciones reside en el énfasis que casi todos ponen a la eficacia de la poesía. (Que esta generación haya sido marcada por la Revolución cubana y por los cambios e inestabilidades de los años 60 es, por cierto, un hecho clave). Este verso asequible y popular ha sido utilizado por los más notorios poetas políticos como Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Roque Dalton , con más o menos aciertos poéticos; pero también ha dado poetas críticos, preocupados por la historia y el tiempo (Lihn, Pacheco, Cisneros) y, por supuesto, poesía de resistencia en los años autoritarios (Heberto Padilla, Juan Gelman, Enrique Lihn).
Ahora bien, la divergencia entre el manifiesto y la parodia en “Advertencia al lector”, entre el hacer y el decir, cifra –además de la acción performativa ya mencionada– el procedimiento de la ironía en la obra de Nicanor Parra. Edith Grossman lo estableció claramente en 1975, al afirmar que el tema no es congruente con el lenguaje usado, la denotación con la connotación, el tono cómico y distanciado con la intención trágica y compasiva (93-100). En su acepción clásica, la ironía es un procedimiento retórico a través del cual se significa lo contrario de lo enunciado. Wayne Booth en The Rhetoric of Irony hizo una distinción ya clásica entre la ironía estable y la inestable: en la primera, el lector rechaza el significado primario del texto y reconstruye otro significado superior; y en la segunda, a pesar de impugnar el significado primario, el lector es incapaz de reconstruir un significado certero, debiendo residir este en la distancia crítica y la negatividad. Hay que recordar, además, que la ironía (estable), al implicar dos significados contradictorios y tomar partido por uno de ellos, debe dar señas al lector de cuál es el sentido ironizado. Muchas veces esta información adicional no reside en el texto mismo, sino en el contexto, hacia el cual el texto no solo apunta para constituir su sentido, sino que –de manera más radical– necesita para poder establecerlo. Por esta razón, la ironía es el tropo crítico por excelencia: por una parte, contradice un sentido (social), y la vez necesita del contexto para poder verificarse, instalando de esta forma una fuerte ligazón con el mundo, más allá de una simple significación y representación. Pero a la vez, al requerir del contexto para ser comprendido, la hace muy voluble. Así es como la sátira –en la Edad Media, el Siglo de Oro y la Colonia hispanoamericana– ha empleado con firmeza la ironía y ha funcionado principalmente como un cómico juez de hábitos, costumbres e ideas. Incluso se podría llegar a afirmar, seguramente con cautela, que la ironía inestable, más que estar poseída por un impulso nihilista que muestra la vacuidad del mundo, sus instituciones y sus significados, aspiraría a la posibilidad de un cambio.
En el poema “Advertencias” (al inicio de la sección “Camisa de fuerza” en la compilación Obra gruesa), la intención irónica es clara, pero en contraste el sujeto de enunciación es improbable:
Se prohíbe rezar, estornudar
Escupir, elogiar, arrodillarse
Venerar, aullar, expectorar.
En este recinto se prohíbe dormir
Inocular, hablar, excomulgar
Armonizar, huir, interceptar.
Estrictamente se prohíbe correr.
Se prohíbe fumar y fornicar.
(Obras completas I 179)
La cantidad y cualidad de lo prohibido, junto a la particular manera en que se encuentran yuxtapuestas, establecen claramente la ironía, ya que la mayoría de estas acciones no se suelen prohibir o, al menos, no de manera abierta. Acciones religiosas (rezar, arrodillarse, venerar, excomulgar), exabruptos físicos (estornudar, escupir, expectorar, aullar), acciones físicas (dormir, hablar, correr), eventos de contacto y separación (armonizar, huir, interceptar, correr), y finalmente “fumar y fornicar”, unidos como dos actos reprobables, son el catálogo perverso de estos versos. Por una parte, se dan a entender como la posible regulación de una institución delirante, pero ese delirio más que parecer una invención arbitraria se vuelve –a través del procedimiento irónico– una parodia de los requisitos sociales de comportamiento. El montaje extremo de estos versos pareciera imposibilitar la ubicación de una fuente segura de enunciación, ya que estas frases cortas e imperativas dan la impresión de que han sido extraídas de diferentes reglas (o carteles) de instituciones o recintos, o al menos emulan su estilo a la perfección. Se ve, entonces, que al estar imposibilitados de saber quién habla en este poema, el significado se abre a la manera en que las instituciones regulan la conducta. Y como el texto no apela claramente a alguna “libertad” posible, es admisible pensar que la ironía, como sostiene Booth, es inestable, ya que nada firme se establece.
Por lo general, Parra trabaja hasta inicios de los años 70 con una ironía inestable con la cual se sitúa como un “francotirador” contra la sociedad, sus instituciones, valores y discursos, sin intentar afirmar un sentido o proponer un nuevo catálogo de valores. Un inventario de las instituciones que los textos de Parra atacan es: la política y el Estado, el capitalismo y las condiciones laborales, la Iglesia católica y su sistematización de lo divino, la literatura y los medios de comunicación de masas, la administración del deseo erótico y el matrimonio, el requerimiento de comportamiento adecuado como consistencia psicológica, etc. Esta contradicción de los discursos sociales que tienden a encarnar el sentido colectivo de manera certera y trascendental, se lleva a cabo mediante un humor incoherente, siniestro o belicoso, cumpliendo, al menos, dos funciones en la lectura: primero, favorece un contacto con el lector (el cual se percata de lo grotesco de la situación), y segundo, la experiencia poética no termina en una clásica compasión lírica entre intimidades, sino en una identificación desdoblada, en donde el lector, finalmente, no puede reconocerse superior al absurdo, trágico y ridículo sujeto poético. Así, primero se establece una conexión, pero después, mediante la ironía, se niega la posibilidad de traficar con contenidos; más bien se conformaría con que el lector se reconozca preso de sus propias limitaciones y contradicciones.
La ironía, eso sí, no se dirige solo a la sociedad desde la seguridad del podio poético, ya que si la técnica es llevada hasta el extremo al enunciar sentidos contradictorios –como se ha visto–, el sujeto debe pulverizar el control sobre su discurso. Lo que antes fue mencionado como la crítica a una supuesta elevación del sujeto poético a través de una relativización de sus poderes, aquí se devela como una autoironía que desintegra cualquier unidad literaria o psíquica. Paul de Man, trabajando en esta línea a partir de Baudelaire, propone entender la ironía como un procedimiento psicológico, a partir del cual se logra una escisión dentro del sujeto y este desdoblamiento conlleva una alteración de su relación con el lenguaje y con el mundo (“Rhetoric of Temporality” 212 y ss.). Así, al mostrarse dividido, la única manera de mantenerlo vivo es a través de una distanciada dramatización del sujeto: ya no se presentará –a la manera lírica– expresando la interioridad o delineándose como figura literaria, sino como un personaje en un lugar o un momento específico. El sujeto ya no “dice” su discurso, sino que se reconoce creado y desfigurado por el mismo, y es mediante esta autoironía que se deshace la supuesta unidad del individuo lírico para así encontrar, en su lugar, el monólogo dramático en la poesía de Parra. A través de los monólogos los personajes son capaces de narrar, argumentar, divagar y agredir con irresponsabilidad y picardía, produciendo una profusión de inesperadas inversiones carnavalescas. Así, los hablantes que encontramos en estos poemas constituyen un abanico de seres –principalmente hombres– con problemas psíquicos, sexuales, laborales, políticos y religiosos, o en posiciones sociales desfavorecidas, como burócratas menores, ladrones de poca monta, campesinos, mendigos, etc. Por lo mismo, los antihéroes de Parra no disertan con la solemnidad que dan los temas serios, sino que ellos mismos se dedican a exponer sus propias opiniones, paradojas y deseos insatisfechos. En comparación con el Neruda de las Residencias y con el Vallejo de Trilce, la gran diferencia de Parra es que la alienación que muestran sus personajes no es cifra de ningún dolor universal ni tampoco un lugar de redención posible, sino que su rendimiento es cotidiano, demasiado cotidiano y, por lo tanto, tan trágico como cómico.
Peter Bürger propuso que la crítica de las vanguardias a los códigos artísticos aspira, finalmente, a acercarse a la “vida” (¿a la vida de quién?, habría que preguntarse, de cualquier forma). Pero no por ello la vida se eleva a lo maravilloso (como querían los surrealistas), sino que la “vida” en Parra, al exhibir lo improbable de sus valores, disuelve también la unidad y alcances de la obra literaria. Un arte fragmentario para una vida fragmentaria, en definitiva, que muestra la imposibilidad de proyectos comunes y unidades colectivas. No obstante, Parra mismo ha aspirado a la romántica función poética de ser “la voz de la tribu”, es decir, de hablar por “los que no tienen voz”, pero ha debido reconocer desde un inicio que sus componentes apenas se sostienen por sí mismos, además de que la tribu está fragmentada y que es imposible que una voz sea capaz de aunarla de manera positiva. La única manera de apuntar a lo colectivo es hacer hincapié en la necesidad y la imposibilidad de comunicación y satisfacción mediante el montaje de voces diferentes. Por esto, ya no es viable una voz profética que penetre en las profundidades o se eleve a las alturas, sino solo una voz que trabaje en las zonas de incertidumbre de los sentidos sociales (políticos, religiosos, comunicativos, amorosos).
Debido a toda esto, la obra de Parra ha sido leída de diferentes maneras. Ciertos motivos se asemejan fuertemente a la sensibilidad existencial y a la literatura del absurdo (muy en boga en la postguerra), en su necesidad de buscar un sentido como eje organizador del mundo, manifestado sobre todo por sus carencias: la soledad, la incomunicación, la angustia, la incoherencia, la máscara, la fragmentación de la experiencia, la falta de trascendencia, etc. O como crítica social –a la manera de un marxismo simple o de la Escuela de Frankfurt–, en donde la alienación psicológica es una causa de la perversión y crisis de la modernidad, el capitalismo, sus instituciones y los medios de comunicación de masas. O en clave psicoanalítica, en donde lo fundamental es la manera en que el deseo es conducido. O de manera “postmoderna”, en donde la crítica a las instituciones es un símil del agotamiento de las “grandes narrativas” que organizan la historia y las colectividades [4].
Es importante hacer notar que, en todos estos casos, al mostrar un cierto estado de cosas que en la actualidad se encuentra degradado, se implica que hubo anteriormente un estado originario, bucólico, no contaminado. Es posible, leyendo a Parra con sospecha, que esto sea una argumentación falaz, porque solo es necesario leer la historia de Chile o de América Latina –y acaso del mundo– para darse cuenta de que nunca ha habido un momento en donde las contradicciones y las divisiones sociales no han estado presentes. Tan solo el mito de la Edad de Oro o del paraíso terrenal de Adán podrían ser hipótesis plausibles. O quizás este razonamiento se base en una idealización de la vida campesina o provinciana, de la cual Parra participó en su infancia, frente a la cual la vida de la ciudad se mostraría como corrompida. Pasajes de su obra poética, en particular su trasfondo nacional o nacionalista, apuntarán a esto.
Obras citadas
Bürger, Peter. Teoría de la vanguardia. Barcelona: Ediciones Península, 2000.
De Man, Paul. “The Rhetoric of Temporality.” Blindness and Insight. U of Minnesota P, 1983. 187-228.
Grossman, Edith. The Antipoetry of Nicanor Parra. New York: New York UP, 1975.
Morales, Leonidas. La poesía de Nicanor Parra. Santiago: Universidad Austral de Chile / Editorial Andrés Bello, 1972.
Morales T., Leonidas. Conversaciones con Nicanor Parra. Santiago: Editorial Universitaria, 1990.
Parra, Nicanor. Obras completas I (1935-1972). Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2006.
Rowe, William. Poets of Contemporary Latin America: History and Inner Life. New York: Oxford UP, 2000.
Schopf, Federico. Del vanguardismo a la antipoesía: Ensayos sobre la poesía en Chile. Santiago: Lom Ediciones, 2000.
* Este texto forma parte del libro Lugar incómodo. Poesía y sociedad en Parra, Lihn y Martínez. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2010.
Notas
[1] En la trascripción de este poema, no se han reproducido ciertos párrafos en donde hay referencias a Sabelius, Wittgenstein y Aristófanes, las cuales han sido interpretadas por Grossman (50-59) como empresas de claridad, simplicidad y accesibilidad intelectual, paralelos a los esfuerzos parrianos contra el oscurantismo, la belleza, lo sublime y el sentimentalismo poético.
[2] Una muchacha es como una “múltiple rosa inmaculada” (16); también la metáfora “como la araña que pende / del pétalo de una rosa.” (26); unas palomas son ridículas como “una rosa llena de piojos” (28); se encuentra una “letrina cubierta de flores” (43); una “venenosa luna miserable” (24); aparece sin razón una “pierna humana que cuelga de la luna” (36); un sujeto lanza “iracundas miradas a la luna” (52) y hay, por último, “sangrientos boxeadores que pelean a la luz de la luna” (56).
[3] El mismo Neruda había intentado ampliar el vocabulario en Residencia en la Tierra (1933, 1935); pero sólo al reenfocar políticamente su obra con su Tercera residencia (1947), debe apelar a un lenguaje más sencillo, alejándose de los fárragos surrealistas que Neruda mismo llamó una “poesía impura”. Más tarde, la misma serie de las Odas (1954, 1956 y 1957, con su agregado Navegaciones y regresos), intentó simplificar su estilo con el objetivo de acercarse a la experiencia cotidiana y ampliar su contingente de lectores. Respecto a los póstumos Poemas humanos de Vallejo (fallecido en 1938), es posible extender el argumento, en la medida que es ahí cuando se aleja de las complejidades sintácticas, léxicas y fragmentarias de Trilce (1922) y se acerca más explícitamente a un realismo de responsabilidad política.
[4] La lectura de Schopf se acerca a la escuela de Frankfurt, por ejemplo; Valente a un clásico existencialismo católico (ambos son clásicas lecturas de la postguerra) y, en cambio, Binns es el paladín del “postmodernismo”.