Heredera descolorida de Marx, la hegemonía actual en Cuba habla del vecino del norte como de un ente irremediablemente diabólico. Pero resulta que en medio siglo de revolución, y en un país con una población de raza negra proporcionalmente mucho más elevada que la de Estados Unidos, nunca hubo una persona de esa raza que, como Colin Powell, ejerciera el cargo de jefe de las Fuerzas Armadas, equivalente en la Isla al que ocupó el afroamericano.
Aquí desde luego interviene de forma decisiva el carácter dictatorial del régimen, donde en media centuria sólo ha existido un jefe de las Fuerzas Armadas, a la vez ministro, además del Comandante en Jefe.
Tampoco se ha ascendido en Cuba a un negro como jefe del Estado Mayor General, y todavía hay quien guarda la esperanza de que un día se escoja un canciller de sangre africana. Ya el vecino cuenta dos: el mismo Powell y, en la actualidad, una mujer negra, Condoleezza Rice.
La respuesta política ante la evidencia resulta esperable: tanto Powell como Rice son conservadores. Vale, sin embargo, recordar que en la gestión anterior a la de George W. Bush, la del demócrata Bill Clinton, se designó para puestos en el gobierno a la mayor cantidad de negros, mujeres, hispanos y otras minorías que en toda la historia anterior del país.
Como afirma Francisco A. Herrera en el diario panameño La Prensa, “estos elementos han creado una plataforma psicológica para el reconocimiento de la posibilidad” de que un negro o una mujer lleguen a la Casa Blanca.
“¿Puede ser un signo de madurez superar el tema racial?”, se pregunta Herrera al meditar a Estados Unidos en campaña política. El periodista aduce que el cine y la televisión constituyen factores “de orientación de la cultura popular norteamericana”. Y en esta área también aventaja ese país a la revolución cubana.
No se conoce, por ejemplo, obra de ficción generada en el territorio caribeño donde un negro actúe como presidente de Cuba, algo que ha sido tema tanto del cine como de la televisión estadounidense. Más allá de un punto anecdótico que pueda contradecir las afirmaciones anteriores, lo relevante, sin embargo, es que la visibilidad del afroamericano en los medios hace que la aparición ficcional de un presidente de esa raza apenas haya llamado la atención de la mayoría de los ciudadanos estadounidenses. Y esto refleja el éxito de hacer presente al sujeto discriminado.
Ya se sabe que la mejor manera de no resolver un problema es ocultándolo. Cuando en Cuba se aborda el asunto, se hace a nivel de especialistas. Permanece ajena la masa de hombres y mujeres, de todas las pigmentaciones, que viven cada día el hervor, la injusticia, la desazón de las relaciones raciales.
Este es el cuadro que hoy prevalece. Recuérdese que hasta mediados de los ochenta, la muerte de la discriminación en la Isla era un suceso acuñado a toda hora por Fidel Castro. El cadáver nunca se halló.
Al mismo tiempo en que la autoridad proclamaba la “extirpación del cáncer de la discriminación”, al intelectual Walterio Carbonell se le privaba de la libertad por decir en una reunión que el negro no estaba en el poder en Cuba. Según me contó Carbonell hace algunos años, la reunión se efectuó en Casa de las Américas.
Raíces
Sin duda que con el caso de Obama estamos ante un síntoma de madurez de la cultura norteamericana, aunque la superación del tema racial no será tarea fácil. Allí por lo menos dan frutos la discusión y conciencia pública del dilema. En torno a Obama, el famoso escritor peruano Mario Vargas Llosa dijo que a pesar “de todo lo malo que se le puede achacar” a Estados Unidos, “cada vez ha conseguido rehacerse a sí mismo desde sus raíces”.
Pero la dificultad para la superación del tema racial se evidencia también en estos días, cuando afloran tensiones entre latinos y afroamericanos, que, según Wilber Torre en El Universal, se “disputan los empleos que nadie desea” y “con regularidad lo peor del sistema económico, asistencialista y educativo de Estados Unidos”.
Como se ha dicho, Obama es una figura relativamente nueva en la política norteamericana, por eso habla no de perfeccionar el gobierno, sino de trascenderlo: “Estados Unidos es más que sus divisiones y los partidos que insisten en ahondarlas”, afirma. Tal vez la primera potencia mundial ha comenzado a andar por aquellos otros senderos de la globalización que hasta ahora rehusaba.
James Crabtree escribió en Prospect Magazine que tras dos presidentes profundamente divisorios como Clinton y Bush, siente Obama que hay un considerable rédito electoral para el político que pueda ir más allá de esa polarización.
Vargas Llosa, ganado para la causa “obamiana”, lo describe frente a la comunidad negra, donde su discurso “es tan riesgoso como principista: nada de victimismos ni lloriqueos, con todas sus limitaciones el sistema es suficientemente flexible y abierto como para vencer el infortunio, progresar y alcanzar unos niveles de vida decentes”.
Aunque en Cuba la autoridad soslaya el tema de la acción afirmativa, esta estrategia se implantó en numerosas áreas en Estados Unidos, no antes, por supuesto, de las luchas que encabezaran próceres como el líder religioso Martín Luther King.
Fueron todos estos hechos, junto a la lucha pacífica, los que no pudo o no quiso prever Carlos Marx. A quien definió la religión como el opio del pueblo, Obama le responde con “el poder de la tradición religiosa afronorteamericana para impulsar el cambio social”.