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“A xustiza pola man” de Rosalía de Castro

Aqués que ten fama de honrados na vila
roubáronme tanta brancura que eu tiña,
botáronme estrume nas galas dun día,
a roupa decote puñéronma en tiras.

Nin pedra deixaron, en donde eu vivira;
sin lar, sin abrigo, morei nas curtiñas,
ó raso cas lebres dormín nas campías;
meus fillos… ¡meus anxos!… que tanto eu quería,
¡morreron, morreron, ca fame que tiñan!
Quedei deshonrada, murcháronme a vida,
fixéronme un leito de toxos e silvas;
i en tanto, os raposos de sangue maldita,
tranquilos nun leito de rosas dormían.

-Salvádeme, ¡ouh, xueces!, berrei… ¡Tolería!
De min se mofaron, vendeume a xusticia.
-Bon Dios, axudaime, berrei, berrei inda…
Tan alto que estaba, bon Dios non me oíra.

Entonces cal loba doente ou ferida,
dun salto con rabia pillei a fouciña,
rondei paseniño… ¡Ne-as herbas sentían!
I a lúa escondíase, i a fera dormía
cos seus compañeiros en cama mullida.

Mireinos con calma, i as mans estendidas,
dun golpe, ¡dun soio!, deixeinos sen vida.
I ó lado, contenta, senteime das vítimas,
tranquila, esperando pola alba do día.

I estonces… estonces, cumpreuse a xusticia:
eu, neles; i as leises, na man que os ferira.

Aquellos que de honrados tienen fama en la villa,
ladrones me robaron, las blancas ropas mías,
arrojáronme lodo sobre mis joyas ricas,
y de mis otras galas fueron haciendo trizas.

Ni una piedra dejaron donde vivido había;
sin hogar, sin abrigo, erré por la campiña,
al raso con las liebres dormí sobre las briznas
y mis hijos, ¡mis ángeles!, que tanto yo quería,
¡murieron porque el hambre les arrancó la vida!
Y quedé deshonrada, marchitaron mnis días
diéronme triste lecho de abrojos y de espinas…
y los zorros en tanto, los de sangre maldita,
en su cama de rosas, descansados dormían.

-Jueces -grité-, ¡salvadme!, pero vana porfía
de mi ruego mofáronse, vendióme la justicia.
-¡Ayudadme, Dios mío!-grité, desvanecida.
Mas Dios tan alto estaba que oírme no podía.

Entonces como loba rabiosa, o mal herida,
cogí la hoz acerada, de hoja cortante y fina,
rondé en torno despacio… ¡ni las hierbas sentían!
Y la luna ocultábase, y la fiera dormía
al lado de los suyos, en su cama mullida.

Contempléles con calma, y la mano extendida,
de un golpe… ¡de uno solo! les arranqué la vida.
Y allí al lado, contenta, sentéme de las víctimas
esperando serena que amaneciese el día.

Y entonces… sólo entonces se cumplió la justicia…
Yo, en ellos, y las leyes en mi mano homicida.

La cuestión de la justicia, entendida como desafío al mismo tiempo ético y político, traspasa problemáticamente muchas de las obras de Rosalía de Castro, escritora que a la que la historiografía literaria gallega ha deparado unánimemente la consideración de “poeta fundacional”. Pero tal vez el texto que permite ilustrar mejor su posición ante el derecho sea el titulado “A xustiza pola man” (“La justicia por la mano”1). Entre los numerosos aspectos que han merecido comentario en este poema2, el enigma que lo vertebra adquiere un peso muy relevante. ¿De qué fue acusada exactamente la voz? ¿De qué modo fue juzgada y condenada antes de que el texto dé comienzo? El lector nunca llega a conocer con precisión la naturaleza de su deshonra, aunque el juicio popular descrito en la primera estrofa apunte hacia un castigo vinculado con la esfera de la vida sexual3. Desde el arranque del poema el sujeto formula la necesidad de invertir la ley existente, una ley fundamentada en la apariencia: “Aqués que ten fama de honrados na vila”. La honra no es más que apariencia de honestidad, velo de disimulo ante los otros que, en último término, se sustenta en un entendimiento de lo social como vigilancia. Mas, frente a lo social como dispositivo de vigilancia y modo de imposición general de las “buenas costumbres”, ¿cuál es la comunidad política exigida con violencia por la voz del poema?

La justicia universal de la extranjera

Toda deshonra exige testimonios. Como ha sido estudiado para el teatro español del Siglo de Oro4, la deshonra multiplica la ofensa en la misma medida en que la hace pública. Pocas transgresiones más abiertamente sociales que las que alteran el sentido de la distinción entre lo público y lo privado, entre lo propio y lo común. La mujer ha de ser castigada ejemplarmente porque, sea lo que sea aquello que ocurrió, ha tenido el poder de desestabilizar los cimientos de la vida en esa comunidad. De ahí que el castigo afecte al cuerpo -las ropas son la dimensión social de la corporalidad, aquello que permite al cuerpo habitar el espacio social- y a la casa: “Nin pedra deixaron, en donde eu vivira / sin lar, sin abrigo, morei nas curtiñas”.

Resulta significativo que el enunciado “sin lar, sin abrigo” anticipe casi literalmente la condición del sujeto protagonista del poema “Estranxeira na súa patria” [“Extranjera en su patria”], que pertenece a la misma sección de Follas Novas y que está situado muy poco después de éste. Emplazada en la vieja baranda de un templo, la protagonista del poema contempla una misteriosa procesión de desaparecidos, un desfile de fantasmas en quienes reconoce a sus deudos, a sus amantes o a sus vecinos:

Contemprou cal pasaban e pasaban
collendo hacia o infinito,
sin que ó fixaren nela
os ollos apagados e afundidos
deran sinal nin moestra
de habela nalgún tempo conocido.
I uns eran seus amantes noutros días,
deudos eran os máis, i outros amigos,
compañeiros da infancia, sirventes e veciños.
Mais pasando e pasando diante dela,
fono os mortos aqueles prosiguindo
a indiferente marcha
camiño do infinito,
mentras cerraba a noite silenciosa
os seus loitos tristísimos
entorno da estranxeira na súa patria,
que, sin lar nin arrimo,
sentada na baranda contempraba
cal brilaban os lumes fuxitivos5.

El “sin lar, sin abrigo” de “A xustiza pola man” y el “sin lar nin arrimo” de “A estranxeira na súa patria” están tan próximos en la forma como en el sentido. No es sólo que en una inversión de la recta justicia la mujer fuese objeto de un acto de humillación pública llamado a remarcar su desvío moral. Es que además el sujeto es privado de casa y obligado a vivir en la naturaleza y entre los animales; es decir, simbólicamente fuera de la comunidad. Sin honra y sin propiedad la protagonista de este poema es, como la del posterior, una extranjera. Pero su precariedad con respecto a la norma social la dota de una nueva legitimidad ética y de un punto de vista insólito: al haberse quedado fuera, puede juzgar a distancia lo que ha quedado dentro.

Esta extranjería sintetiza los dos principios de articulación identitaria que han sido reiteradamente subrayados en la interpretación de la obra de Rosalía de Castro, y que afectan a la construcción literaria de dos formas de subjetividad comunitaria: los desprovistos de derechos sociales y las mujeres6. Que el poema figure las dos condiciones en el mismo sujeto demuestra que en verdad lo decisivo no es tanto la emergencia de dos formas de identidad colectiva (los oprimidos, las mujeres) como la emergencia del principio de igualdad en tanto que exigencia primera de la vida social, principio formulado aquí de modo negativo. Si por algo se caracteriza la comunidad implícita al poema es por la carencia de igualdad. La igualdad sería aquello que la acción revolucionaria última, representada en el poema como violencia de una mujer contra sus verdugos, vendría finalmente a restaurar.

La reciente filosofía política francesa se ha referido a los extranjeros, y más concretamente a esa clase específica de extranjeros que nuestras sociedades denominan inmigrantes, como agentes privilegiados del cambio social. En un contexto político y económico cada vez más sombrío, las luchas de los colectivos de inmigrantes han revelado su capacidad para tomar el testigo del viejo proletariado, desafiando las limitaciones de una concepción de la comunidad formulada de acuerdo con una clave identitaria o nacional7. ¿Quiénes serían los extranjeros sino aquellos que, por haber sido excluidos de las leyes comunes de la propiedad y del Estado, obligan con su presencia a redefinirlas? También el sujeto que hace justicia en este poema es una extranjera, por eso mismo más apta para instaurar una justicia universal que el ciudadano natural, a menudo cómplice del disimulo. Es así como, tanto de la incertidumbre con respecto a lo sucedido como de la extranjería del sujeto, el poema extrae su potencia de genericidad. Lo que le acontece a la mujer les aconteció sin duda a otras personas, y puede seguir sucediéndoles a otras en el futuro. La voz del texto no es sólo portavoz de una causa individual, sino singularidad presente en la que se repiten, una y otra vez, las injusticias del pasado.

Hay una gradación de culpabilidades que el poema identifica con claridad, sugiriendo que la injusticia es resultado de una cadena de errores que, para ser revocados, demandan una reparación ritual. La mujer es humillada en dos ocasiones: como resultado del ataque y como resultado de la pasividad de los demás ante ese ataque. Culpable no es sólo quien castiga la deshonra con la deshonra, sino quien priva a la madre de los hijos generando nuevos efectos de culpa. La domesticidad revela así su extrema implicación en la trama de las relaciones sociales. La figuración, en el texto, de los niños que se mueren de hambre es también la figuración de la comunidad que permite que los niños se mueran de hambre. Este contexto de complicidades hace equivalentes a quienes han causado el daño y a quienes lo consienten. A esta luz, la interpelación a los jueces los convierte a ellos también en cómplices. La justicia existente es falsa porque no cumple con su función. La justicia existente, en este texto, es la culpable.

Frente a la elección de una tercera persona para el poema “Estranxeira na súa patria”, llamada a acentuar la distancia de la voz con respecto a lo que ve pasar, aquí debe funcionar otra estrategia enunciativa. Al situar el poema bajo la órbita de un “yo” afectado por el pathos de la deshonra, la autora posibilita la identificación extrema entre la protagonista y el “yo” de quien lee. Y del cumplimiento de ese pacto singular emerge la posibilidad futura de un “nosotros”. Hoy sabemos que la universalidad constituye uno de los fundamentos del derecho, pero lo que intensifica este efecto en el poema es el hecho de que la universalidad de la justicia sea ejecutada, de un modo sin duda problemático, por una mujer a la que su propia comunidad ha designado como extranjera.

Una ley sensible al corazón

La obra literaria de Rosalía de Castro ha sido vinculada al pensamiento de Jean Jacques Rousseau (Davies 1985), aunque tal vez la idea de la bondad originaria del ser humano non sea la más apropiada para mostrar la existencia de un aire de familia entre la escritora y el filósofo. Frente al proyecto de Rousseau, la literatura de Castro permanece notablemente apartada de cualquier voluntad de originismo, sea en su concepción de la naturaleza, sea en su entendimiento de la relación entre la sociedad y el individuo. La representación del medio natural en sus poemas y novelas aparece más vinculada a los conflictos derivados de su consideración como territorio o como objeto de explotación que a su figuración como paraíso perdido, y en la concepción de la realidad social la autora siempre se muestra más crítica que idealista.

En cambio hay un aspecto en el que la relación entre Rosalía de Castro y Rousseau podría proporcionar claves pertinentes desde el punto de vista de la filosofía política. La enunciación rousseaneana del contrato social, vinculado a la exigencia de una ley “sensible al corazón de los ciudadanos”, permite vislumbrar la posibilidad de una conjunción antes inédita entre el dominio de la sensibilidad y el dominio de la comunidad. No por acaso en el siglo XVIII tiene lugar la denominada “revolución sentimental”, que en buena medida constituye la cara íntima de la revolución francesa, y sin la cual no podrían comprenderse adecuadamente términos de profundas implicaciones políticas como el de “terror”8.

En este vínculo entre lo emocional y lo común es necesario situar también la preocupación de Rosalía de Castro por una ley sensible, nudo de pensamiento al que dedica, entre otros, “A xustiza pola man”. Si la justicia se hace, podría decir el poema, ha de hacerse para todos, y no únicamente para quien recibió el daño. Este es el sentido del dístico final, donde la mujer se muestra como instrumento del cumplimiento de una ley que la trasciende:

I estonces… estonces, cumpreuse a xusticia:
eu, neles; i as leises, na man que os ferira.

La justicia se cumple en las manos. La ley se hace sensible al encarnarse en el cuerpo. En este caso, como en el del Terror revolucionario, sensible significa ante todo violenta. Pero aquí no es el Estado el que ejecuta. La muerte a mano de otros -no la ejecución, sino ese dar la muerte propio de una lógica sacrificial-, implica el cuerpo a cuerpo con el asesinado, y esa igualdad del combate singular posibilita el paso de un acto individual en un acto colectivo. La violencia, en este momento, es el punto de juntura entre el sujeto y la comunidad. El nuevo contrato se cumple porque sabemos que quien sacrifica va a ser sacrificada. Sabemos qué va a suceder a la mañana siguiente, intuimos qué es eso que la voz espera con serenidad.

Según esta hipótesis, en “A xustiza pola man” la afirmación del principio de igualdad, condición y consecuencia de la soberanía del sujeto, surgiría como resultado de un acto violento, precedido de varias acciones violentas, y que a su vez engendrará violencia. Con razón el poema nos fascina y nos horroriza al mismo tiempo, pues desde la modernidad, y a pesar de las muchas salvedades que es posible reconocer en esta regla, la tradición filosófica occidental ha tendido a desvincular la justicia de la violencia. Es sabido que en el mundo griego y latino la cólera había sido defendida por filósofos y poetas, que la consideraban como uno de los principales elementos de individuación y, en sentido político, como fundamento de la ética de guerra9. En contraposición con este modelo, la justicia moderna se presenta a sí misma como superadora de la primitiva ley del talión, aunque sin duda un sustrato de antiguas concepciones de la ira permanece en aquella célebre consideración de Freud, que había definido la justicia como el término medio entre la cólera y la venganza.

En este contexto, resulta interesante constatar el modo en que a menudo los intérpretes de “A xustiza pola man” han intentado o bien minimizar la responsabilidad del sujeto ficcionado o bien a subrayar la distancia entre los valores atribuibles a la autora y los valores predicados en el poema, ignorando el hecho de que probablemente es la violencia del texto lo que nos mantiene sujetos a él. Seguramente porque, además de herederos de la paz ilustrada, somos hijos de Freud y lectores de Antígona.

Justicia y Derecho

Igual que la tragedia de Antígona, si algo nos enseña “A xusticia pola man” es que siempre hay una diferencia entre la justicia y el derecho. En la realidad evocada por el poema, el derecho es lo contrario de la justicia. En la medida en que resulta de la aplicación de una regla general, el derecho implica elementos de cálculo, y el castigo físico a la protagonista bien podría ser uno de esos elementos. Por oposición al derecho, la justicia se abre a una dimensión incalculable, pues decidir entre lo que es justo y lo que es injusto no depende de ninguna regla. El problema vendría de la dificultad de conciliar el acto de justicia, referido en el texto a una comunidad singular, y por lo tanto a una situación irrepetible, con la norma de la justicia, que ha de revestir necesariamente una forma general. Para Derrida ese es precisamente el fondo de la experiencia aporética de la justicia: que obliga a calcular lo incalculable10.

El poema de Rosalía de Castro es turbador porque intenta calcular lo incalculable, obligando a quien lee a entender la violencia como justicia. Si, en ese trayecto descrito del “yo” al “nosotros”, el pacto ético del poema se cumple es porque como lectores hemos ratificado de algún modo el gesto violento. Este efecto se incrementa si confrontamos el original gallego con su versión castellana, en la autotraducción de la escritora. Así, en los dos versos finales de “La justicia por la mano”, la agresividad implícita al verbo ferir se incrementa en virtud del sintagma “mano homicida”. El hecho de que la mujer asista impasible al cumplimiento de la ley, su calma y su alegría, después del estallido de la rabia, dificulta concebir el homicidio únicamente como un modo de venganza. Cuando la ley no es sensible a la igualdad de los sujetos, cuando no se conforma a lo que una comunidad de iguales debería demandar de la ley, surge la injusticia, descrita también en el texto a través de sus efectos de violencia sobre la mujer ultrajada y sobre sus hijos. Ante esta violencia, la lógica del poema sostiene que el individuo debería restaurar la justicia por su propia cuenta, en un acto de carácter a la vez excepcional y ejemplar. Es excepcional porque no es común: no todas las personas están dispuestas a cambiar a ese precio la herencia de injusticias recibida. Pero es ejemplar porque, no siendo común, el acto sólo cobra sentido en relación con la comunidad.

La comunidad (y no sólo los individuos que cometieron la humillación) es la interpelada en esa supresión de la justicia existente, en ese acto que pretende abolir el pasado para instaurar una nueva posibilidad de ordenar lo común. Es por eso por lo que la ciudad de Dios y la ciudad de los hombres, interpeladas en el poema, se muestran, en paráfrasis de Jean-Luc Nancy, como “comunidades inoperantes”. Los dos regímenes de legalidad deben dejar sin respuesta la interpelación de la mujer para que ella acceda a la plena autonomía -que, en términos subjetivos, implica una extrema soledad- y pueda dar lugar a un acontecimiento de carácter disyuntivo, capaz de instaurar “un pensamiento del tiempo mismo en la disyunción más que en el encadenamiento, en la secesión más que en la sucesión” (Nancy, 2008: 22).

Contra el derecho de las víctimas

La potencia de la acción protagonizada por la mujer en el poema descansa tal vez en su capacidad para revertir la relación entre víctimas y verdugos. Quien fue atacada es ahora quien ataca, mas en este gesto no está operando sólo el principio de legítima defensa, que cerraría el proceso de justicia en ese acto. Es por eso por lo que he defendido que el poema-castigo no es un acto de venganza, sino la posibilidad en acto de revocar la justicia simulada existente para reemplazarla por una justicia real, aunque esa impugnación tenga como resultado último -en un fuera de campo que el poema solamente insinúa- la ejecución final de la protagonista.

Esta resistencia de Rosalía a presentar la mujer como víctima podría relacionarse con algunos de los postulados de Alain Badiou en la conferencia “La idea de la justicia”, impartida el día 2 de junio de 2004 en la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario. Dos de las hipótesis de Badiou nos ayudarán a entender mejor el sentido de la resistencia rosaliana a lo que el filósofo denominaría “derecho de las víctimas”. La primera tiene que ver con la constatación de que, frente al uso abusivo de la palabra “víctima” en la sociedad contemporánea, en la realidad “hay víctimas y víctimas, hay vidas más preciosas que otras”11, lo que nos permitiría concluir que “la idea de víctima supone una visión política de la situación; en otras palabras es desde el interior de una política que se decide quién es verdaderamente la víctima. En toda la historia del mundo, políticas diferentes tuvieron víctimas diferentes, por lo tanto, no podemos partir únicamente de la idea de víctima, porque víctima es un término variable” (Badiou, 2007b: 21).

En el poema rosaliano, la indistinción entre víctimas y verdugos ayuda a reforzar paradójicamente esa necesidad de distinción a la que apunta la hipótesis de Alain Badiou. Si la mujer fue víctima de una agresión y después devuelve esa agresión como verdugo, y si finalmente va a recibir por sus actos el castigo del derecho, que la convertirá otra vez en víctima, ¿dónde comienzan y dónde terminan las condiciones de posibilidad semántica de la oposición entre verdugos y víctimas? ¿Comienzan y terminan únicamente en los actos que les dan sentido verbalmente? ¿O hay algo más que nos permita establecer una jerarquía entre todos estos actos? Es evidente que ni la práctica ni el concepto de justicia son reductibles a la semántica, pero también lo es que los problemas semánticos no pueden excluirse ni de su concepción ni de su ejercicio. Dicho en otras palabras, la justicia puede ser universal, pero también es histórica. Y que la iconografía occidental la haya representado como a una mujer ciega -o que, como apuntaré en el siguiente epígrafe, alguno de sus principales teóricos la haya relacionado con el concepto de “velo de la ignorancia”- no hace mucho por despejar estos problemas.

El segundo argumento de Badiou contra la “justicia de las víctimas” tiene que ver con el modo en que la víctima “se designa a sí misma”:

Esa sería otra hipótesis: la víctima se presenta como tal, como víctima, y es necesario que nosotros le creamos. En tal caso, la noción de víctima se convierte en una cuestión de creencia, o, si ustedes quieren, la injusticia se nos revela a partir de la presentación de una queja. En este caso, la injusticia está ligada a la protesta de la víctima, pero sabemos que hay distintos tipos de quejas -esto es algo que el psicoanálisis ha estudiado: la queja neurótica, la queja que justamente no plantea la cuestión de la injusticia -lo que Nietzsche llama “resentimiento”), que no crea ninguna justicia. Con frecuencia esta queja es una demanda al otro, y no es realmente un testimonio de la injusticia (Badiou 2007b: 21).

Lo importante sería establecer las condiciones para que la queja pueda llegar a convertirse en testimonio. Más allá de la violencia, ¿qué hay en el poema de Rosalía de Castro que permita proyectar los argumentos expuestos en contra de sus verdugos más allá del dominio del lamento, sea cual sea la empatía que sus razones puedan despertar en el lector? Una respuesta posible es la que se detiene en las implicaciones de la palabra poema. En el acto de habla de este poema, la voz da cuerpo a un testimonio para que sea el lector quien pueda absolverlo o condenarlo. Como cualquier obra que formule explícita o implícitamente un dilema de naturaleza ética, “A xustiza pola man” supone una mise en abyme del juicio, a través de la cual el lector se convierte en juez y parte. Por tratarse el acto de habla de un poema, el juicio del lector será, al mismo tiempo, ético y estético, pero ambas dimensiones del juicio, aunque estrechamente conectadas, no siempre actuarán recíprocamente en el acto de lectura. Podemos aprobar el poema y condenar la acción; y podemos incluso confiar en que, al entender el sentido de la acción en el poema, lograremos entender algo mejor todo aquello que, según el derecho, es condenable fuera del poema. Acaso la ficcionalización de la violencia pueda adquirir, en este contexto, un valor ritual. La función ética de ciertos poemas descansaría así en su capacidad para situar al lector en la posición de juez, impidiéndole mantenerse a salvo, es decir, en una posición de neutralidad axiológica. Tal vez sea posible comprender mejor el sentido de estas consideraciones regresando al arranque de la conferencia de Alain Badiou:

Podemos comenzar, a propósito de la justicia, diciendo lo siguiente: la justicia es oscura; la injusticia, por el contrario, es clara. El problema es que nosotros sabemos qué es la injusticia, pero es mucho más difícil hablar de lo que es la justicia. ¿Y por qué esto es así? Porque hay un testigo de la injusticia, que es la víctima -la víctima puede decir: “aquí hay una injusticia”-, pero no hay un testimonio de la justicia, nadie puede decir. “yo soy el justo” (Badiou 2007b: 19).

Frente a lo sostenido por Badiou, pero en estrecha complicidad con el sentido de su argumentación, la imposibilidad de un testimonio de la justicia sería, precisamente, lo que algunos poemas consiguen revocar. En el lugar de enunciación de la poesía, en ese espacio de proclamación de una justicia capaz de trascender infinitamente el derecho, podría resonar la expresión: “yo soy el justo”, donde la justa no sería la mujer, sino el poema. Porque en “A xustiza pola man” lo relevante no es que la voz afirme ser la víctima, sino que el texto consiga hacer justicia allí donde el derecho no ha podido hacerla. Al anularse a sí misma como víctima, la voz permite que el poema proclame: “yo soy lo justo”.

De acuerdo con esta hipótesis el poema sería un espacio de suspensión del derecho, un espacio donde la violencia puede llegar a tener lugar como justicia. La tesis de Nehamas (2007), para quien un objeto de belleza tiene el poder de hacernos aspirar a un mundo realmente digno de ese objeto, podría leerse a esta luz también en sentido inverso: la observación del horror en lo real debería despertar en nosotros el deseo de una reparación ética. Y es justamente en ese espacio en donde el poema podría actuar con eficacia, particularmente en nuestras sociedades, desprovistas de ritos que permitan conjurar o canalizar la violencia material o simbólica de la que inevitablemente estamos rodeados.

Justicia y clarividencia.

En 1971 el filósofo John Rawls publicó su ya clásica A Theory of Justice (1971), fundamento de una concepción de la justicia de estirpe liberal y utilitarista. Sustentada en principios como los de “equilibrio reflexivo”, “consenso superpuesto”, “posición original” o “velo de la ignorancia”, la teoría de Rawls implicaba una defensa de la justicia como equidad radicalmente separada de ese “cálculo de lo incalculable” al que hemos aludido anteriormente.

Según Rawls, el “velo de la ignorancia” funcionaría como una de las principales garantías de la justicia, pues la ignorancia de lo que es particular a uno mismo (el género o la clase, por ejemplo) supondría la existencia, en el contrato social, de una serie de principios justos para todos. El “velo de la ignorancia” -velo que, como metáfora, rasga la voz que interpela al cielo y a la tierra en este poema- parece tropezar con la demanda de una justicia consciente. En oposición a la idea de que las particularidades del sujeto reducirán la genericidad de la justicia, “A xustiza pola man” muestra que es la diferencia consciente, y no la igualdad simulada, la que puede desencadenar un principio de mudanza en la comunidad. Lo que activa la justicia en este poema es la memoria, la marca sobre el cuerpo de una afrenta infligida, que convierte la desigualdad en el motor desencadenante de una transformación futura. Nada más apartado de la idea de la justicia como equidad que este texto, que dialoga mucho mejor con la tradición marxista de pensamiento sobre la justicia, no por casualidad abiertamente enfrentada en el presente con la de Rawls12.

El riesgo sería identificar “A xustiza pola man”, de nuevo al falso modo rousseaueano, como efecto de un corte absoluto de la mujer con la comunidad. El error sería entender nuevamente la tragedia de Antígona como un enfrentamiento entre el nomos de la ciudad y la ley natural. Tanto Antígona como la mujer del poema son sujetos de derecho, y en ese mismo sentido usan el lenguaje para atacar o para defenderse -pues ¿qué es el poema sino la última voluntad de una condenada a muerte, la voluntad de justificar un acto de justicia? Lo que la voz hace posible, dando lugar incluso a un acto extremo, no es tanto un impulso como una decisión responsable y consciente, amparada en el hecho de que la demanda de una ley sensible fue dejada sin respuesta. La justicia que la mujer ha hecho posible exige una comunidad a la que vincularse, aun cuando esa comunidad no sea la que existe, sino la deseada.

Una de las limitaciones del feminismo crítico en la interpretación de la obra de Rosalía de Castro es que, al reificar la condición diferencial de la mujer como una condición separada de otras, impide percibir lo que puede suponer, en términos comunitarios, la elección de una mujer como protagonista de un poema sobre la justicia. La máxima sostenida por Pascal, según la cual “el hombre debe superar infinitamente al hombre”, entendida en el presente como fundamento de una democracia infinita, alcanza un nuevo matiz en “A xustiza pola man”. Al ser llevada a cabo por la mano de una mujer, la ley sensible del poema da lugar a una superación infinita de la división de los sexos. Así, continuando a Pascal, la mujer superaría infinitamente al hombre y a la mujer. A esta luz, que su delito-enigma sea de naturaleza sexual no hace más que reforzar la importancia decisiva de las mujeres en una reconsideración profunda de lo común13.

La mujer del poema combate la justicia como simulacro para instaurar la justicia como ajuste a lo real. En ese ejercicio de concreción extrema, la protagonista habita plenamente el Jeztzeit, ese aquí y ahora que Walter Benjamin había atribuido a la temporalidad revolucionaria. “A xustiza pola man” supone, en términos políticos, la instauración de un tiempo nuevo y de una nueva posibilidad de pensar lo social. En el eje de pensamiento sostenido por el poema, lo relevante no es el castigo de la humillación infligida a una mujer, sino la posibilidad política abierta para todos en virtud de esa reparación. Tal vez lo más importante del poema -y esta es la tarea que nos deja en herencia a sus lectores- no haya sido explícitamente enunciado en el poema. Podríamos decir, como de la verdadera justicia, que lo más importante de este poema está todavía por llegar.

Referencias

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Notas

  1. La autotraducción al castellano de este poema, originariamente publicado en gallego en el libro Follas Novas [Hojas Nuevas] (1880) fue encontrada por Juan Naya (1953) entre unos papeles que le había cedido Gala Murguía, hija de Rosalía de Castro. Probablemente confundido entre otros documentos de su marido Manuel Murguía, el poema se habría salvado de la quema de los papeles inéditos que las hijas de Rosalía realizaron a la muerte de su madre. Para una confrontación entre la versión gallega y la castellana del poema, véase López y Pociña (1999).
  2. Entre las últimas aproximaciones al poema, son destacables las de Anxo Tarrío (2008) o María Xosé Queizán (2008), que le han dedicado sendos artículos en un dossier monográfico publicado en el tercer número de la Revista de Estudos Rosalianos.
  3. Esta es, por ejemplo, la interpretación de María Xosé Queizán (2008), que identifica las “galas” ultrajadas del tercer verso con el traje de novia de una boda aldeana.
  4. Puede verse el todavía vigente artículo de Correa (1958), que a su vez sintetiza y resitúa las aportaciones de autores como Rubió y Lluch, Menéndez Pidal, Fichter o Américo Castro.
  5. Contempló cual pasaban y pasaban / yendo hacia el infinito,/ sin que al fijar en ella / los ojos apagados y hundidos / dieran señal ni muestra / de haberla en otro tiempo conocido./ Y unos eran sus amantes de otros días, / deudos la mayoría, otros amigos, / compañeros de infancia, sirvientes y vecinos. / Mas pasando y pasando delante de ella, / fueron aquellos muertos prosiguiendo / la indiferente marcha / camino al infinito, / mientras cerraba la noche silenciosa / sus lutos tristísimos / entorno a la extranjera en su patria, / que, sin hogar ni abrigo, / sentada en la baranda contemplaba / el brillo de los fuegos fugitivos.
  6. Francisco Rodríguez (1988) es autor de una ya clásica, aunque también discutida, aproximación marxista a la obra de Rosalía de Castro. Desde el feminismo crítico, son destacables los trabajos de March (1994) y García Negro (2010).
  7. Véase especialmente Badiou (2007a).
  8. Véase el capítulo que William M. Reddy (2001) le dedica a la cuestión en su compilación sobre la historia de las emociones en la modernidad.
  9. En comentario a Homero, Simone Weil supo reconocer el carácter bélico del mundo griego en su célebre ensayo “La Ilíada o el poema de la fuerza”. Bordelois (2006: 56-57) analiza algunas de las implicaciones semánticas de la relación entre cólera y justicia en la Antigüedad.
  10. Sobre la diferencia entre justicia y derecho véase Jacques Derrida (1992).
  11. En esta defensa de la necesidad de distinguir entre víctimas, que implica una repolitización del mismo concepto de víctima, el lector reconocerá algunos de los postulados de uno de los últimos libros de Judith Butler (2004).
  12. Para un seguimiento de la polémica pueden consultarse los artículos de N. Gueras (1992, 1995).
  13. En una monografía sobre la función de las emociones en el capitalismo, la socióloga Eva Illouz reconoce que el modelo contemporáneo de justicia estaría supeditado a valores como la objetividad, culturalmente ligados a una razón sentimental masculina: “El ideal de objetividad que domina nuestra concepción de la información periodística o de la justicia (ciega) presupone la práctica y el modelo masculinos del control emocional. De ese modo, las emociones se organizan de un modo jerárquico y, al mismo tiempo, ese tipo de jerarquía emocional organiza implícitamente las disposiciones sociales y morales” (Illouz, 2006: 17). Al examinar la formación histórica del concepto y de la práctica de la justicia, percibimos hasta qué punto el poema se aparta del canon de la filosofía política moderna, sin prescindir al mismo tiempo de muchos de sus fundamentos. El hecho de que la justicia sea llevada a cabo por una mujer invita a examinar las implicaciones sociales de ese balance entre la emoción extrema y el extremo sosiego, sostenido a lo largo del texto.