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Lourdes Vázquez: Tres poemas inéditos

¿Por qué?

Organicé una fiesta y llegó el bufonero.  Apareció la gran dama en blanco y su cabello lustroso reposaba con una camelia pinchada en una hebilla elaborada en marfil.  Una Vespa trajo a un rockero y a una niña con rizos Boticelli.  Entre grandes buches de vino y enormes lagunas rojizas que los invitados evadían piruetando cuerpos, bandejas y tragos, era ella el centro de atención. No hubo poetas esa noche, mas bien un par de zánganas con el ombligo por fuera que se movían en pesados y afilados stilettos y reluciendo cual estrellas capturadas por algún terrorrista.  Un payaso triste y barbudo sonrió tímidamente detrás de un arbusto. Se me ocurrió en ese instante inventar el llanto.  Un gran llanto que sustituyera la amargura penetrante de aquel paisaje.  Yo solita inventé ese llanto. A nadie nunca se le ocurrió antes.  Un llanto que extingue a pájaros que mal musican en la mañana o a las ratas que se instalan en las tuberías de los hogares. Un llanto para desgraciados que se agarran de Narciso y causan agobio a los payasos.

 

Sanos y enfermos

Hace poco recibí una tarjeta postal y un paisaje playero se desbordó en mi sala con todo y palmas, gaviotas de mar, arena y bañistas.  Un par de tiburones se distinguió  en la cercanía. Me quedé quieta. Fija la mirada. No hubo temor o pánico, solo respeto.

Aletas fuera del agua. Sombra y silueta marcada a ras del líquido. Un chamaco con cámara video metió sus piernas en el agua para tener una toma más dramática sin reflexionar en las consecuencias. Entonces la magnitud del espectáculo fue in crescendo. Los tiburones se aproximaron más a la orilla y una incomodidad general se produjo.

El hombre detrás del lente despertó las células sensoriales de aquellos monstruos, mas de forma insólita y en un gesto de elegancia los animales pretendieron no ver, no sentir, continuando su balanceo por el agua. Alguien miró a su vecino y los otros y todos nos inventariamos unos a los otros, hasta que estuvimos seguros de que efectivamene continuábamos vivos  y de una sola pieza al pie de la arena mojada.

 

Populacho

Aguien inventó un círculo.  Gritos—no cantos melindrosos, pero gritos. Bocas y pelos desencajados. Serpientes de piel suave, lengua fina y espuma brotando por las bocas.         Yo y todos los demás y no sé cómo nos reconocimos en su centro.        De pronto quedé espantada por las pedradas. Eran peñones grandes lo que arrojaban.  Cada peñón acompañaba una muchedumbre de quejidos:    hundiéndome  down down                         hundiéndonos  down down cual miles de abejas picoteando la punta de mi nariz. La punta de los lóbulos de ambas mis orejas. Mi propia almita. Todos los gritos continuaban.          ¿Por qué gritaban?   Es el gran misterio. Pero sí que destruían la sensibilidad de mis tímpanos, sin contar con los peñonazos que sentía como los cocotazos que mi madre enterraba en mi cráneo cuando yo era pequeña.

Y ahora me pateaban y ahora también me agarraban por el cuello arrancando las pocas peluzas que me quedaban. Espantada de tanto grito.

A ella, repetían.

A ella.

A ella por desmadrada—dijo un poeta calvo de uñas sucias y barba como de chivo viejo.  Yo aceptaba cada peñonazo, cada patada, cada arrancada de pelo.

¡Bum Bum Bum!

¡Así se sentía!