Vivo en un barrio de película
que ha visto desaparecer
sus héroes
al sur siempre galopan.
Son los parias del anochecer:
locos chamarileros,
luchadores,
asesinos de miradas en arcoiris;
gordos sacerdotes
y cutáfaras
para las que no hay cines
donde ventilar la cabeza.
Sparrings en retiro
y cueros de cortina para un llorado
film mexicano, ahora que Gardel murió.
El barrio sucumbió
a su esplendor.
Mi calle, la del arzobispo Meriño,
perpendicular a los barcos,
prolonga las incidencias
del parque Colón:
un cuadrilátero de frustrados políticos
que hacen patria en conteo
de tres bolas-dos strikes,
recetando en nutrida
soireé, el magno credo
de la República de insignes
varones en celo.
Pero algo más digo
del barrio que me vió crecer,
en el parque
almirante también habrá de verme
morir.
Lentos fotogramas construyen
la película absurda
de un hombre
que salió de su mudez,
a dar cuenta
de los pormenores de la infamia.
(¿Si me atreviera a venderla?)
Compradores del mundo
vendrían solícitos y curiosos,
con los ojos hambrientos,
a dejar
su moneda de lenta
circulación.