¿Pertenece la literatura, y por extensión la poesía, al poder entendido como un acto de voluntad y civilización, a la cultura también entendida como poder? Que muchos grandes poetas hayan concebido la poesía o sus poéticas personales en relación participativa con “espacios públicos” -más o menos simbólicos, reales o imaginarios- como son la nación, el país, el Estado, la política, la cultura, la emancipación, la redención, hace que contemplemos a la poesía en una nueva aspereza moderna, no sólo en su propia disfuncionalidad como producto casi gratuito del lenguaje, sino también en una disfuncionalidad que la coloca dentro de, o en fricción con, los aparatos de civilización y poder –caras de una misma moneda, gastada, voluble-, incluso en rozamiento permanente con lo que ella misma ha intentado representar para sí misma, Narciso que se muerde la cola.
Ya Platón dudaba de la función de la poesía en la República posible, aunque no sabemos a ciencia cierta si la duda que ejerce Platón se refiere sólo a la poesía como género literario, a la poesía que presionaba al discurso filosófico con su carga sublime y metafórica, despojándolo de su exactitud, entablando, él, Platón –curiosa mezcla de filósofo, poeta, visionario y panfletista- una lucha feroz entre el Logos y la Poiesis, tal vez la primera forma de secularización importante en la llamada civilización occidental, de la que, ciertamente, ha quedado en pie –aunque cojeando- no poco platonismo.
Desde una perspectiva económica –recordemos que oikonomía era el lugar del nombre, donde habita o mora el nombre-, es comprensible que el poeta sea visto como un paria, un parásito de la sociedad a la que intenta cantarle, cantándose a sí mismo, Narciso pitagórico, como bien sospecha y envidia la sociedad, que prefiere otras formas “curativas” de la poesía más edificantes como el psicoanálisis o el imaginario político. Porque si lo que intenta el susodicho y no siempre bien intencionado poeta es no cantarle, sino denostarle, amplificando su odio a través de un énfasis lírico-cívico, se sobreentiende que el Estado fuerce metamorfosear la poesía en mercancía (¿acaso economía, por metonimia, por forcejeo de lo real sobre lo sublime, no es oikonomía, el lugar de la mercancía que sustituye al nombre?), y así la despoja de aquella aura especial y la coloca en relación con el dinero o con otros valores, pues, ¿qué es un “poeta nacional” si no la metáfora magna donde el poder encarna en el canto, poeta cantarín, populachero o letrado, que pasea por el foro?
¿Y por qué el Estado, e incluso buena parte de los ciudadanos, detestan a la poesía, o la indiferencian, o hacen del poeta el símil de un lumpen, o un dandy, o un bohemio, incluso de un borderline? Dice Haroldo de Campos en “Oda (explícita) en defensa de la poesía en el día de San Lukács”:
poesía
hembra contradictoria
te detestan
multiforme
más
putiforme que la mujer de
putifar
más ofelia
que himen de doncella
en la antesala de la locura de hamlet
[…]
poesía
que
se desvía de la norma
y no se encarna en la historia
divisionaria
rebelionaria visionaria
velada / revelada
haciendo strip-tease para tus
propios (duchamp)
célibes
violencia organizada contra la lengua
(la
mengua)
cotidiana
[…]
te detestan
lumpenproletaria
voluptuaria
falsaria
elitista piraña de la basura
porque no
tienes mensaje
y tu contenido es tu forma
y porque estás hecha de
palabras
y no sabes contar ninguna historia
y por eso eres poesía
como cage decía*
El cubano José Lezama Lima, uno de los grandes poetas en lengua castellana de todos los tiempos, seguidor de Góngora, Garcilaso y los místicos del Siglo de Oro, poeta al que es difícil adjudicarle algún faux pas moral, entendió la poesía como un acto supremo, una metáfora encarnada en la Historia dotando a la realidad de un poder imaginario superior que redundaría a favor de la civilización. De ahí sus Eras Imaginarias –donde “la poesía se hace visible, donde se vive en imagen la sustancia de la resurrección”, donde la “imago se impuso como historia”-, que engloban a la imaginación azteca, etrusca, y carolingia, al Egipto jeroglífico, a la China como “provincia imaginativa” (Goethe), hasta cumplirse, siguiendo, en cierto modo la metodología de Hegel, en la Revolución Cubana como alumbramiento final de la posibilidad infinita –potens- de la poesía.
Lezama, así, intentaba resolver de golpe dos tremendos problemas, colocando a la poesía como necesidad estructurante de la nación cubana –y al poeta y patriota José Martí como movilizador y encarnación inicial de esta metáfora- cubriendo, además, cualquier extensión del tiempo universal, hacia delante o hacia atrás, nueva Cartografía del Imaginario ante un mundo que hoy intenta ser reducido a la insignificancia de un big-bang. Sin embargo, nadie canta ni repite públicamente los poemas de Lezama -¿qué discanto sería este?-, y el Estado tardó bastante tiempo en organizar, con Lezama y su poética y cohorte de poetas seguidores, alguna burda estrategia como sucedáneo del marxismo, la identidad y la nación. Sin embargo: ¿qué hacer con ese “barroco” que aun queriendo abarcar la totalidad elude erigirse en totalitario porque cree más en la metamorfosis que en las fijaciones de sentido?
El totalitarismo, en sí mismo, es la parodia de una actividad barroca por excelencia, aunque, para ser francos, es el peor barroco que se puede utilizar, algo así como un exceso de formas simplificándose en el peor gótico y el más inútil manierismo, de ahí que el Estado vea en el poeta –y en la cultura– un valor utilizable, intercambiable por funciones, formas y procedimientos que se “parecen” a la poesía, integrándolo al Gran Simulacro que fabrican en nombre del “hombre nuevo”.
Sin embargo, no todos los poetas caen en la trampa mortal que fabrica el poder: así trabajen para el Estado, así su poesía en algunos momentos se deslumbre ante el poder y la actividad “cívica”, así se erijan en valores de la cultura o de la sociedad que los odia, los ampara o los indiferencia, así reciban sueldos, becas y estipendios, así cumplan este o aquel rol político o diplomático, algunos poetas –¡pero sólo algunos!– se mantienen intocados, más que nada porque hay una parte de su mente que trabaja en dirección contraria, adversamente a los artefactos platónicos y las zancadillas aristotélicas que el poder, la sociedad, la cultura y la civilización, erigen en nombre de la Verdad y la Justicia.
Lezama recibió durante varios años un sueldo del Estado cubano (ese mismo Estado o parodia de Estado que prácticamente lo encerró en su casa de Trocadero en Centro Habana). Neruda mitificó la revolución rusa. Ezra Pound vociferó desde Rapallo sus torpes teorías económicas y sociales, alabó a Mussolini y fue encerrado en una jaula para escarnio de él y sus semejantes. José Martí confundió la Patria con la noche en una misma metáfora y prefirió morir –tal vez inútilmente– por Cuba antes que revolucionar la literatura en castellano. Rubén Darío frecuentó a políticos de baja estofa. Whitman quiso crear una salmodia a la vez pública y sagrada. Graham Greene, Marlowe y otros muchos fueron espías. Williams Carlos Williams quería fundar una modulación poética específicamente norteamericana y le achacó a Eliot haber retrasado, con “La tierra baldía”, la poesía norteamericana, desviándola de la oralidad y del ser nacional. Ernst Jünger hizo de la prosa un sucedáneo del honor, del honor guerrero. Céline tuvo que huir con su gato –y su esposa– bajo las bombas entre los escombros que él mismo había postulado como solución a Europa. Nicolás Guillén fue presidente de la Unión de Artistas y Escritores Cubanos, esa misma institución que juzgó al poeta Heberto Padilla en la década de 1970 y que luego se encargaría de expulsar de la institución y hasta del país, en contubernio con el Ministerio del Interior y el Partido Comunista, a otros escritores cubanos. Cervantes perdió una mano en tareas no precisamente literarias. Quevedo –que escribió un libelo contra los judíos- y Góngora utilizaron la poesía, no pocas veces, como se utilizan las pelotas de barro o de nieve en el patio de una escuela. José Vasconcelos intuyó una sexta raza, la “raza cósmica”, que nos redimiría. Borges en su juventud le cantó a Stalin y en su madurez aceptó una invitación de Pinochet. Virgilio le cantó a la Roma Imperial. Octavio Paz se erigió en árbitro de la intelligentzia mexicana y su poesía, y su prosa, se endurecieron, a veces, en el esfuerzo. Los escritores rusos, alemanes, polacos, rumanos, chinos, húngaros, checos, albaneses, cubanos, vietnamitas, se delataron –y aún se delatan, donde sobreviven las condiciones para que la delación sea un modo de convivencia– unos a otros. En Cataluña, para ocupar puestos en las instituciones y para ser subvencionados, algunos intelectuales hacen de la lingua mater un bunker, alejando al catalán de su misterio de “lengua menor”. En Madrid y otros predios ibéricos cada día se escribe peor en castellano, sus poetas confunden una “lengua mayor” con lo peor de su tradición y encierran a la poesía en categorías y reyertas inútiles, al menos para la poesía.
En Cuba, mientras participaba en una mesa redonda –súbita aparitio de Diásporas en la ergástula habanera donde se confunde la lteratura con delación, la mezquindad con la vulgaridad literaria-, el poeta, novelista y etnólogo Miguel Barnet subió las escaleras de la institución gritando histéricamente –que no históricamente– que los nuevos poetas –eran los años 90– queríamos tomar el poder. Se confundía: no queríamos tomarlo, sino derribarlo, o más modestamente, abuchearlo. Pues si uno sopla y sopla sobre un determinado punto de la muralla china, seguro se cae. A la poeta María Elena Cruz Varela, antes de enjaularla cuatro años junto a locos y presos comunes, le hicieron comer folios de poesía. Luego escribió mejor poesía, pero no sé si esa mejoría tiene sentido para ella misma o para la tradición cubana: la poesía se ha enriquecido pero la raza cubensis ha involucionado.
Cuando el negro come melocotón
tiene los ojos azules.
¿En dónde
encontrar sentido?
Preguntaba Lezama. Y respondía:
El ciclón es un ojo con alas.
Y preguntaba:
Cuando soñamos un conejo
la nieve humea gotas de sangre,
la cabaña rueda
por la ladera.
Y respondía:
El ciclón es un ojo con alas.
Tengo varios amigos escritores que hoy parecen felices, que incluso, parecen niños, niños viejos. Dos son vietnamitas que cumplieron 8 y 20 años de prisión respectivamente en los campos de trabajo. Otro es albanés y cumplió 7 años de prisión después que “suicidaron”, o empujaron al suicidio, a su padre. Tres son cubanos y estuvieron presos 4, 5 y 2 años respectivamente: siguen siendo alegres, como se murmura que es el cubano, tristemente, espasmódicamente alegre. También se rumora –como se rumoreaba de las agudas puntas de los paraguas búlgaros- que los escritores y opositores cubanos en el exilio, si resultan molestos, demasiado molestos, podrían aparecer infartados en sus camas. ¡Qué hermosa es la paranoia, cuando crece, como un hilo, de la realidad a la mente o viceversa, como hace la poesía!
Pero no nos volvamos patéticos, no hay que confundir el pathos de la política con el pathos de la poesía, porque si algo puede preservar a la poesía de su decadencia, de su perseverante inutilidad, de su íntima correspondencia con la muerte, la vida, la melancolía, la risa, la felicidad, la bufonería, la inteligencia, la astucia, la infelicidad, la infidelidad, es su capacidad de continuar hablando en nombre de los muertos y los vivos sin menoscabo de una de las dos partes. Incluso, si es buena poesía –cosa que no abunda– su mensaje parece provenir de la futuridad, o de un tiempo que no tiene nombre –tiempo por-venir, diría Blanchot–, tal vez ese tiempo desde el que escribió Pound su último fragmento, que aparece como un supremo acto de modestia poética y vital en la estentórea enormidad de Los Cantos:
He intentado escribir el Paraíso
No os mováis
Dejad hablar al viento
Ése es el Paraíso
Que los dioses perdonen
lo que he hecho
Que aquellos que amo traten de perdonar
lo que he hecho